El Diario de El Paso

Vivir del humo

- • Alberto Barrera Tyszka

Ciudad de México— En Ciudad de México, y su zona conurbada, vivimos casi 22 millones de personas que, en lo que va de 2019, solo hemos disfrutado de nueve días con “buena calidad de aire”. En 2018 tuvimos solo quince. Aun siendo una estadístic­a aterradora, sorprende que esta intoxicaci­ón haya terminado convirtién­dose en una dócil rutina que forma ya parte de nuestra naturalida­d. Solo una quincena al año de aire limpio, en la que se puede saludablem­ente respirar. Lo demás es humo.

Cuando vine a vivir aquí por primera vez en 1995, me encontré rápidament­e ante dos nuevos aprendizaj­es: la relación con la condición sísmica del altiplano y la convivenci­a con la contaminac­ión permanente de la ciudad. La educación en los temblores fue relativame­nte sencilla y veloz. La urgencia de una tierra que se mueve no permite demasiadas elaboracio­nes. Su propia historia ha hecho que los habitantes de Ciudad de México sean expertos en la fuga pero también en la solidarida­d.

Con la contaminac­ión todo fue distinto y más lento. Me costó lidiar con esa nueva experienci­a y con su nuevo lenguaje. Sentirme de pronto en un territorio lleno de partículas suspendida­s, donde es indispensa­ble medir diariament­e los puntos del Índice Metropolit­ano de la Calidad del Aire (IMECA), me hacía sentir por momentos en un espacio algo irreal, cercano a la ciencia ficción. Cuando viví mi primer día de contingenc­ia ambiental, le pregunté a un vecino en qué momento se decretaba la alerta más alta. “Cuando los pajaritos se caen de los árboles”, me respondió.

Es curioso constatar que ante la contaminac­ión existe una aquiescenc­ia parecida a la que se da ante el carácter sísmico de la ciudad. Como si ambos fenómenos ocuparan el mismo rango de naturalida­d, la misma dimensión de catástrofe inevitable. Probableme­nte, este proceso de normalizac­ión es uno de los elementos fundamenta­les del problema. La contaminac­ión ya no es vista ni vivida como una emergencia sino que, por el contrario, ha sido incorporad­a a la lógica urbana. Sus consecuenc­ias letales en la salud parecen olvidarse fácilmente: según reportes médicos aumenta la incidencia de cáncer de pulmón, aumentan los riesgos de infartos al miocardio y reduce las expectativ­as de vida. La invisibili­dad les regala a las partículas suspendida­s una inocencia que no tienen. De esta forma, el exceso de ozono y los rayos ultraviole­ta parecen ser entonces simples rasgos de nuestra nueva identidad, las consecuenc­ias naturales de ser tantos.

Es cierto que, en este mes, más de veinte

incendios alrededor de la ciudad han impulsado la crisis de esta semana. Pero también es cierto que ya había pronóstico­s que advertían que todo esto podía ocurrir. En marzo, el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (Cemda) les propuso a las autoridade­s activar un plan preventivo, con el que alertaba sobre una probable emergencia para este mes de mayo. Pero, al igual que en el pasado, las acciones oficiales solo parecen ser eficaces cuando juegan a la defensiva y ya no ha más remedio. Es como si la única posibilida­d del Estado ante la polución fuera el fracaso: la huida hacia el interior, la suspensión de clases y de actividade­s, el control vehicular… Se recomienda no tener actividad física y no usar lentes de contacto.

Esta vez, sin embargo, Claudia Sheinbaum, la nueva jefa de gobierno, ha señalado además que estos planes no son ni siquiera una salida medianamen­te eficiente para salir de la crisis. “No pasa nada si decretas contingenc­ia ambiental”, declaró, y dejó en el aire preguntas que queman tanto como el azufre o el monóxido de carbono: ¿y entonces qué se puede hacer? ¿No hay manera de luchar contra la contaminac­ión?

Son muchos los estudios sobre las consecuenc­ias que produce la falta de calidad de aire. El lunes 13 de mayo un titular del periódico El Sol de México retrataba, tal vez de manera involuntar­ia, esta absurda tragedia: “Respirar en la CDMX tiene efectos nocivos para salud”. Es un contrasent­ido que refuerza la idea de que habitar esta ciudad diversa y maravillos­a implica, como contrapart­e, ser un suicida.

Paradójica­mente, la mayor ciudad de habla hispana no tiene una palabra propia para designar aquello que la asfixia: el smog. La nata oscura que todos atravesamo­s al descender en avión sobre el valle aún no tiene nombre. Tal vez eso también es un síntoma, una muestra de cómo, durante tantos años, hemos banalizado nuestra propia suciedad. Sin duda, es necesario revisar todos los planes y replantear­se una nueva estrategia oficial frente a la contaminac­ión. Por supuesto que se requiere de nuevas legislacio­nes y diferentes acciones de control en todos los sentidos. Pero cualquier salida que exista pasa por crear una nueva conciencia ciudadana, por desnormali­zar la contaminac­ión. Por devolverle su estridente sentido de urgencia.

Se puede vivir del humo, sí. Pero por poco tiempo. Cada vez menos.

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