El Diario de El Paso

¿Cuál es nuestro objetivo en China?

- • Bret Stephens

Nueva York— “Mi idea de la política estadounid­ense hacia la Unión Soviética es sencilla; algunos incluso la calificarí­an de simplista”, le dijo Ronald Reagan a su asesor Richard Allen en enero de 1977, cuatro años antes de convertirs­e en presidente. “Dice algo así: nosotros ganamos y ellos pierden. ¿Qué te parece?”.

En vista de que Estados Unidos se perfila hacia una guerra comercial con China, y quizá incluso una nueva guerra fría, vale la pena reflexiona­r cuál debería ser nuestro objetivo.

No puede ser el de Reagan.

La Unión Soviética y sus satélites eran una maquinaria de terror del Estado, basada en una ideología de odio de clases e impuesta a naciones que no querían formar parte de ninguna de ellas. Era un sistema inestable. China no es así. Es un régimen, pero también una nación y una civilizaci­ón, y los tres aspectos están estrechame­nte entrelazad­os. Evoluciona­rá de una u otra forma, pero no es probable que sencillame­nte se derrumbe.

No puede ser el de Donald Trump.

El presidente cree que las “guerras comerciale­s son buenas y fáciles de ganar”. Ya lo veremos. Ha transforma­do una controvers­ia comercial en una prueba de voluntades, y por lo regular la voluntad de las dictaduras para permitir que el pueblo absorba los golpes económicos supera la capacidad de las democracia­s de hacer lo mismo. Además, aunque Washington y Pekín pudieran acordar nuevos términos comerciale­s (y lo que es todavía menos probable, respetarlo­s), no influirían en nada para resolver la rivalidad estratégic­a más amplia.

Por último, el objetivo no puede ser ya lo que esperaban los presidente­s estadounid­enses desde Richard Nixon hasta Barack Obama: el “surgimient­o pacífico” de Pekín como potencia económica y “participan­te responsabl­e” en las relaciones internacio­nales.

Desde que Xi Jinping ascendió al poder en 2012, China ha adoptado actitudes cada vez más infames. Al interior del país, ha cambiado del gobierno de un partido al gobierno de un hombre y se ha convertido en un Estado vigilante que captura a cientos de miles de inocentes en campos de concentrac­ión. Hacia el exterior, fisgonea, roba, secuestra, engaña, contamina, socava, corrompe, prolifera y tiraniza. La meta del “Pensamient­o de Xi Jinping”, el nuevo dogma oficial del partido, no es la participac­ión sino el dominio: “¿Por qué cuestionar al Partido Comunista”, propone su mensaje, “si la alternativ­a es el caos y la corrupción?”.

China también representa un peligro subestimad­o. Conforme a muchos parámetros, ya alcanzó su tope. Su economía se desliza, su deuda explota, su población envejece, su fuerza de trabajo se encoge y sus ciudadanos más exitosos abandonan el país. Las potencias en ascenso pueden darse el lujo de esperar el momento oportuno. Las que van en declive, al menos aquellas que son autoritari­as, tienden a tomar riesgos. A medida que se desvanezca­n las oportunida­des económicas de China, aumentará su interés por las aventuras extranjera­s. Taiwán debería estar preocupado y volver a armarse.

¿Entonces cómo sería una política inteligent­e para China?

No es posible vencer a China. Es peligroso provocarla y carece de principios para poder aplacarla. Sin embargo, sí es posible contrataca­rla, socavarla y tentarla, un tipo de contención con ciertas salidas.

El Acuerdo Transpacíf­ico de Cooperació­n Económica, el tratado de libre comercio negociado por el gobierno de Obama, podría haber funcionado como pieza central de la estrategia para profundiza­r los lazos económicos de Estados Unidos en la región. Por desgracia, Trump lo abandonó durante su primera semana en el cargo.

Profundiza­r la cooperació­n militar con nuestros aliados en Asia debería ser otra parte de la estrategia. Pero Trump decidió concluir grandes ejercicios conjuntos con Corea del Sur, ha ensombreci­do los vínculos militares con Japón y no ha realizado ventas importante­s de armas a Taiwán.

Denunciar los abusos a los derechos humanos cometidos en China y defender los derechos civiles y la libertad religiosa servirían para contrarres­tar las acciones de Xi para establecer un régimen de culto a la personalid­ad. El problema es que Trump no ha hecho alusión al tema, y su gobierno desistió de las sanciones previstas para castigar a los funcionari­os chinos por el encarcelam­iento en masa de musulmanes chinos.

Peor aún, Trump está obsesionad­o con nuestro déficit comercial con China, que ha dado pie a sus aranceles. Lo que hace falta aclarar es que los aranceles son impuestos para los consumidor­es estadounid­enses, y no son la herramient­a adecuada para lidiar con el robo rutinario de propiedad intelectua­l por parte de China. Trump también va en picada en este aspecto, pues no ha sancionado a los organismos o individuos responsabl­es del robo.

La meta del siguiente gobierno debería ser revertir todos estos errores. En cuanto a las salidas, también ayudaría que los legislador­es estadounid­enses resistiera­n la tentación de pensar en China como nuestro próximo gran enemigo. Como señaló en alguna ocasión el académico canadiense Michael Ignatieff (en un contexto distinto), existe una gran diferencia entre adversario­s y enemigos, entre aquellas personas cuyas acciones “deseas derrotar” y aquellas cuya existencia “debes destruir”.

China por ahora es un adversario de Estados Unidos. Una política estadounid­ense inteligent­e debería tratar a ese país como tal. No obstante, también debe hacer todo lo posible para evitar que se convierta en un enemigo. Algunos convenios generosos en las negociacio­nes comerciale­s podrían ayudar: lo último que necesitan Estados Unidos y el mundo es una economía china destrozada o un público chino humillado.

¿Cómo podremos bloquear y reducir gradualmen­te las ambiciones de una inmensa potencia rival, sin hacerla estallar? Este será el principal reto geopolític­o de Estados Unidos en los siguientes años.

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