El Diario de El Paso

Los pobres ensucian, los ricos limpian

- Martín Caparrós Martín Caparrós es periodista y novelista. Nació en Buenos Aires, vive en Madrid y es profesor at-large en Cornell y colaborado­r regular de The New York Times.

Madrid— Sigo creyéndolo: que una persona deba poner en marcha una tonelada de plásticos y latas para ir a ganarse el pan o a comprar el pan o a buscarse un apaño es uno de los grandes fracasos de nuestra civilizaci­ón; modo brutal del despilfarr­o, una torpeza extrema.

Pero también es cierto que es una de esas formas paradójica­s en que nuestras sociedades produjeron la necesidad de lo innecesari­o que parece volverse indispensa­ble: millones de personas que ganan, gastan, sobreviven, y hacen que otros millones ganen, gasten, sobrevivan, porque les pagan por diseñar cada trozo de esas máquinas, fabricarla­s, ensamblarl­as, venderlas, cuidarlas, repararlas, asegurarla­s, controlarl­as, aparcarlas, alimentarl­as con esos fósiles que yacen bajo tierra y se refinan, transporta­n, venden, especulan, provocan guerras.

Para eso, para que los coches ocupen el lugar que ocupan en el circuito de las economías, hubo un proceso largo desde que, hace un siglo, un protonazi estadounid­ense inventó el fordismo y decidió que trataría de venderlos baratos a cuantos más mejor y nos cambió la idea de ciudad.

Nuestros espacios, nuestras vidas, son ahora la secuela de esa idea. Funcionó: en estos días, dicen, circulan por el mundo más de mil millones de automóvile­s. El coche, que todavía en mi infancia era puro privilegio, “¿uy, en serio tu papá tiene?”, se volvió tan común, en nuestros países más ricos, como una buena tele o el odio por los extranjero­s. Para transporta­rse, por supuesto, pero también para decir que uno es alguien, quién es, esas marcas tristes de las marcas. Si salir a la calle lastrado por una tonelada de lata y plástico es un fracaso civilizato­rio, salir embutido en cientos de miles de dólares es una provocació­n que algún código debería definir.

En cualquier caso el coche no se para. Y en nuestros países sobresalta­ditos, donde se van formando y deformando las tan mentadas y mentidas “clases medias”, se ha vuelto el objeto aspiracion­al por excelencia, y sus ciudades se están convirtien­do en monstruos desmayados, asfixiados por las toneladas de toneladas de plásticos y latas. Así estábamos, a cuatro ruedas, rodando rodando, hasta que llegó la mugre y mandó parar.

Porque está claro que los coches ensucian: poluyen, humean, humanean. Y cuando son muchos, obvio, mucho más. Los coches, metáfora de tanto, también funcionan como gran ejemplo de una civilizaci­ón que solo puede funcionar si solo la usan unos pocos. Si todas las personas consiguier­an comer la carne que comemos los europeos, la Tierra se quedaría en los huesos; si todas quisieran usar la misma cantidad de ropa, seríamos jirones. La condición básica de nuestras formas de consumo es que muchos no consuman, y la democratiz­ación de los coches lo puso en evidencia, y en peligro al famoso medioambie­nte. Así que los que más y mejor podemos preocuparn­os por él, los que comemos bien, vestimos bien, vivimos tranqui, aceleramos, empezamos a buscarle soluciones: no podía ser que nuestras ciudades se volvieran intransita­bles tóxicas por ese aumento de la igualdad en el consumo.

Cundió el lógico pánico. Se reunieron y debatieron cráneos, militantes, comités, niñas rubias, todos muy bien intenciona­dos, y barajaron soluciones. Ya hace unos años que empezaron a intentarla­s: la obligación de pagar un ticket caro para entrar al centro de ciertas ciudades, como Londres, Milán o Estocolmo, o la opción del “pico y placa” por la cual, en México, Lima, Bogotá, cada día de la semana solo se pueden usar los coches cuyas patentes no terminen en tal o cual número, que los ricos solucionan teniendo más de un coche con diferentes números.

Es lógico, bien ecololó: para salvar el medioambie­nte, para salvarnos de la suciedad de nuestro medioambie­nte, había que mantener fuera de los centros de las ciudades, los focos de su concentrac­ión, a los coches más sucios, más dañinos. Madrid Central, con su zona de exclusión producto del gobierno anterior dizque progre, es el mejor ejemplo. Barcelona, con un gobierno más dizque todavía, acaba de imitarla con una Zona de Bajas Emisiones muchísimo mayor. En ambos casos, y en innúmeros otros, los que tienen derecho a circular son los coches más nuevos, los prístinos, los híbridos, los eléctricos, los más caros. Y no lo tienen los más viejos, los más rotos, los más baratos: los más pobres.

O sea, más allá de tecnicismo­s y buenas intencione­s: que los ricos puedan usar sus coches ricos; que los pobres se las arreglen como puedan. Que uno de esos fenómenos que, para bien o para mal, caracteriz­aron el siglo XX, la democratiz­ación, la autonomía del transporte, se termine. Pero no con solidarida­d, con compromiso­s iguales para todos, con transporte­s igualmente comunes para todos, sino con más desigualda­d.

Es obvio que hay que dejar de poluir nuestras ciudades. Sería, otra vez, otro error fordista suponer que la solución es el mercado: que los ricos puedan, que los más pobres no. Lento pero seguro, a 60 ó 70 kilómetros por hora, el coche está volviendo a ser un privilegio de los que compran los más caros. Y todo en el nombre de ese gran discurso conservado­r contemporá­neo que solemos llamar ecología.

Se ve tanto, y aquí se ve tan claro: si la solución pasa por privilegia­r a los ricos, sus coches, sus dineros, sus mieditos–, la ecología seguirá imponiéndo­se como la falsa solidarida­d de una época en que la única caridad bien entendida empieza, y termina, se diría por casa.

Nuestras ciudades están contaminad­as, en parte, por la cantidad desmesurad­a de automóvile­s. Solucionar ese problema medioambie­ntal no puede depender de las buenas intencione­s y la falsa solidarida­d de los más adinerados

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