La única manera de deshacerse de Trump
Nueva York— Lo único que hay que hacer es vencerlo. Donald Trump no es un césar; él no domina nuestro estrecho mundo como un coloso ni es invencible excepto cuando utiliza medios desesperados o subrepticios. Es un oportunista que actúa por instinto y que ha explotado la decadencia de su partido y del sistema en general para asir y conservar cierto tipo de poder.
Pero también es un personaje irresponsable y distraído, despilfarrador de oportunidades, que con trabajos ganó la presidencia y cuya coalición solo está unida por solidaridad partidista y temor al liberalismo. Tal vez no lo destituyan mediante el juicio político, pero él no es un rey; es un presidente muy odiado y limitado a nivel legislativo que no tendrá una reelección fácil.
Lo único que hay que hacer es vencerlo.
Por mucho tiempo durante el ascenso de Trump, escribí columnas en las que pedía que los dirigentes del Partido Republicano hicieran algo por evitar que este hombre cruel que evidentemente era inepto y caótico fuera nominado para presidente. Esas columnas eran correctas en términos morales pero ingenuas en términos estructurales y se basaban en teorías acerca de la toma de decisión de los partidos que ya no existen en nuestra era de deterioro institucional.
No obstante, Trump pudo haber sido detenido de la manera tradicional en las elecciones primarias del Partido Republicano: derrotándolo en las casillas. Su base era limitada, su popularidad fluctuaba y, si sus rivales hubieran reconocido la amenaza a tiempo, hubieran hecho campaña en su contra de manera continua, formulado estrategias juntos de manera más eficaz y evitado sus propios derrumbes y traspiés, entonces no habría habido ningún motivo por el que no hubieran podido derrotarlo.
Lo único que hay que hacer es vencerlo.
Luego de que comenzó el gobierno de Trump y de inmediato cayó en el caos, tuve un último destello de institucionalismo, un último momento de indignación y una ilusión relacionada con la enmienda 25. Pero desde entonces he dejado la indignación para mis amigos liberales y los he visto poner sus esperanzas en la investigación de Robert Mueller, en la aplicación de la ley y en las filtraciones de la agencia de inteligencia y las denuncias, y finalmente, aunque con menos esperanzas reales y más resignación sombría, en los artículos del juicio político de la Cámara de Representantes.
Ahora ese último esfuerzo está terminando, como todos podíamos ver que sucedería, pues los republicanos que no lograron vencer a Trump cuando hacía falta se rehúsan a volverse en su contra ahora que la consolidación partidista y las condiciones mejores del país han hecho que la base del partido esté irremediablemente ligada a él. La mezcla de oportunismo y cobardía con la que el Partido Republicano institucional abordó el juicio político no es diferente en absoluto a la forma en que el Partido Republicano institucional se comportó durante el ascenso inicial de Trump, y no deja a su oposición peor que antes. Un juicio político fallido no le otorga nuevos poderes ni una mayor popularidad; solo demuestra que el camino que deben tomar los demócratas es el camino normal para deshacerse de un presidente impopular.
Lo único que hay que hacer es vencerlo.
Desde luego, al tratar de vencerlo tienen que afrontar el hecho de que es un inescrupuloso crónico, como lo demuestra la incursión Biden-ucrania. También tienen que sobreponerse a la ventaja de Trump de que su coalición tiene el apoyo del Colegio Electoral.
Pero en otros aspectos, los demócratas tienen suerte de que sea Trump contra quien contienden, como la tuvieron en 2016. En un año en que las bases favorecían a los republicanos con moderación, Hillary Clinton se enfrentó al nominado del Partido Republicano más detestado de los tiempos modernos. Y lo hubiera vencido, incluso con Rusia, incluso con Comey, si su campaña hubiera tomado unas cuantas medidas más para frenar la arriesgada estrategia del equipo de él para hacer que el medio oeste cambiara de bando.
Lo único que hay que hacer es vencerlo.
Al igual que en 2016, desde entonces ha sucedido lo mismo con la política. La angustia liberal sobre sus desventajas estructurales hace que no se vea la ventaja que Trump les sigue dando: el hecho de que en la mejor economía que ha habido en 20 años no pueda hacer que la gente deje de odiarlo, no pueda dejar de perder oportunidades para ampliar su base, no pueda dejar de obligar a los republicanos vulnerables a rendirle pleitesía y debilitar así sus propias posibilidades.
El juicio político solo ha ampliado este patrón, pues los republicanos votaron para abreviar el juicio, aunque esto los hizo verse como lacayos, además, en muchos casos se sienten demasiado amedrentados para siquiera actuar como lo hicieron los demócratas con Bill Clinton, a quien absolvieron pero siguieron considerando culpable. Así que ahora la mayor parte del país cree que el presidente hizo algo malo, la mayor parte del país cree que los republicanos lo están protegiendo y la mayor parte del país está abierta, totalmente abierta, a deshacerse, mediante el voto, de Trump y de los senadores republicanos más vulnerables en nueve cortos meses.
Lo único que hay que hacer es vencerlo.
También vale la pena recordar que el liberalismo no solo tiene dificultades en Estados Unidos, con nuestro Colegio Electoral y el Senado inclinado hacia la derecha; esto está sucediendo en todo el mundo. Lo cual, una vez más, indica que los liberales estadounidenses corren con suerte de tener a Trump como su gran adversario. Si él fuera tan disciplinado y competente como Boris Johnson o Viktor Orban, solo por hablar de dirigentes con los cuales tiene algunas cosas en común, estaría avanzando con tranquilidad hacia la reelección.
No obstante, es muy probable que pierda. Pero también era probable que perdiera en 2016. Una lección fundamental de la era de Trump es que las probabilidades no son suficientes; si queremos que termine la era de Trump, solo una cosa será suficiente.
Hay que vencerlo.