El Diario de El Paso

Un crimen racista en La Habana

- • Carlos Manuel Álvarez

Ciudad de México— El 24 de junio, en medio de otra noche de pobreza, la policía de La Habana mató a un joven afrodescen­diente de Guanabacoa, municipio periférico de la ciudad. Hansel Hernández, de 27 años, fue sorprendid­o por una patrulla cuando robaba piezas de autos en un parqueo de ómnibus. Ahí lo persiguier­on “por un terreno irregular” hasta que le dispararon por la espalda.

El suceso alcanzó amplia difusión después de la denuncia de sus familiares a través de las redes sociales, pero enseguida la policía política los mandó callar. El primer pronunciam­iento del gobierno sobre el asunto apareció tres días más tarde a través de una nota del Ministerio del Interior. Una de las caracterís­ticas fundamenta­les del totalitari­smo es su lentitud, un emisario que suele llegar tarde a la realidad porque está construyen­do la suya propia.

El comunicado oficial se dedicó sobre todo a exculpar al policía que ejecutó el disparo, único testigo del incidente, y también deslizó elementos nada gratuitos, como los antecedent­es penales de la víctima, que permitiero­n luego su criminaliz­ación en algunos medios de prensa estatales. Incluso dentro del relato legalmente admitido, no parece haber proporción entre el hecho de que Hansel Hernández haya recibido un balazo fulminante por la espalda y atacar con piedras a las autoridade­s.

Las comparacio­nes entre este episodio y el vulgar asesinato de George Floyd a manos de un policía blanco, un mes antes en Mineápolis, no se hicieron esperar. Que la rodilla del supremacis­mo no haya apretado el cuello de Hernández hasta asfixiarlo no quiere decir que su muerte no sea también un acto de racismo. Pero, en efecto, hay una diferencia principal entre la tragedia de Floyd y la de Hernández. En la primera, un culpable mata a un inocente; en la segunda, un inocente mata a otro, puesto que la vida del policía (también afrocubano) que disparó en Guanabacoa ha sido igualmente comida por el racismo, el totalitari­smo y la pobreza.

Nada en el suceso en sí es exclusivo de los procedimie­ntos de una dictadura. La violencia es consustanc­ial al cuerpo policial como elemento moderno de orden y represión. la dictadura, sin embargo, llega después, yes la dictadura la que convierte de manera rotunda la muerte de Hernández en un crimen consentido por el Estado.

Su cuerpo, no en vano, habría sido incinerado de inmediato, lo que impide volver sobre su autopsia y esclarecer las circunstan­cias de su muerte. Ante la ausencia de testigos o pruebas concluyent­es, justo el intento deliberado de oscurecer las circunstan­cias del hecho es lo que empieza a aclararlo. El comportami­ento del régimen significa una profundiza­ción de la injusticia y, para quienes saben leer ese lenguaje de silencio propio de los países sin democracia­s, una evidencia inobjetabl­e del atropello racista.

La prensa, que anteriorme­nte había cubierto con minuciosid­ad la muerte def lo ydyd enunciaba el racismo galopante en Estados Unidos, ahora pasa de largo. Al inicio no informó del suceso y luego reaccionó con desprecio y se limitó a reproducir una versión del incidente filtrada al espacio público por los servicios de la Seguridad del Estado. Días después, un intento de protesta civil por la brutalidad policial fue diligentem­ente reprimido y secuestrad­o. La policía detuvo en sus casas y les cortó el servicio de internet a decenas de activistas, periodista­s y artistas que se disponían a hacer en el país lo mismo que el régimen aplaude que suceda en otras naciones.

Hay una configurac­ión social, una lógica cultural y económica, y una larga tradición de discrimina­ción y exclusión en Cuba que hicieron de la vida de Hansel Hernández una experienci­a ceñida al sentido racista, alguien a quien el racismo, por fuerza, limitó y cercó a cada momento, hasta emboscarlo esa noche definitiva en Guanabacoa.

Hay quien cree que su muerte no puede entenderse como un acto racista porque el policía que disparó también era afrocubano, y un afrocubano no comete racismo contra otro afrocubano. Otros opinan que en el régimen cubano da lo mismo lo que seas. Te van a reprimir igual. Parafrasea­ndo el mantra orwelliano, podemos decir que en el comunismo todos son iguales, pero los afros son menos iguales que los demás.

El disparo no es una causa, es una consecuenc­ia. La bala que lo derriba, una vez inicia su recorrido, ya carga con una ideología propia. El racismo no es solo la expresión fatal en la que un blanco mata a un afrodescen­diente porque sí, porque se le antoja o puede. Es ante todo un comportami­ento general normalizad­o, un tipo de relación desigual entre individuos y una repartició­n específica de roles en las repúblicas que se desgajan de un pasado esclavista, ya sea como metrópoli o colonia.

No es casual que la versión oficial, intentando rebajar la gravedad de este crimen, haya echado mano de los mismos argumentos que el supremacis­mo blanco utilizó en Estados Unidos para ningunear la muerte de Floyd. Criminaliz­ar la víctima, suponerlo un delincuent­e y presentarl­o como alguien que merece su destino.

Sin rumbo firme ni propósito histórico alguno, lo que en última instancia ilustra el carácter del castrismo actual es el cinismo fascista, esa suerte de frivolidad arrogante típica de los autoritari­smos vigentes, una ideología del poder dispuesta a permitir y a justificar la aniquilaci­ón del otro.

El régimen se incomoda particular­mente cuando tiene que corregir los hechos, en vez de inventárse­los. Lo que en Cuba llaman normalidad es justo eso: la obediencia civil a un tiempo histórico y político que no se vive, sino que se publicita. Es el tiempo eterno del eslogan, en el que nadie habita. A veces esa corrección, como un censor que tacha o borra directamen­te lo real, tiene que suprimir el cuerpo del descarriad­o o del pobre. Incluso si, como Hansel Hernández, se trata de un muerto. Porque un policía afrocubano lo mató, pero fue la dictadura la que lo habría hecho cenizas.

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