El Diario de El Paso

Orgullo marrón

- Gabriela Wiener

Madrid— Es probable que ninguna persona marrón pueda olvidar la primera vez que alguien le sugirió que se bañara, señalando una supuesta suciedad de su piel. A mí me lo dijeron en una playa limeña. Recuerdo cómo al volver a casa lloré restregand­o cien veces la esponja a ver si se borraban las partes más oscuras de mi piel. No sé cuántas veces he tenido que decir la frase “soy así” a gente que ha sentido como legítima su curiosidad por la gradiente de marrones que sube y baja caprichosa­mente en mi epidermis.

Jamás se me hubiera ocurrido hace unos años llamarme a mí misma marrón. En el imaginario colectivo racista es un color alevosamen­te asociado a la suciedad, incluso al excremento. Y eso que hay muchísimas cosas marrones hermosas, como la tierra, las hojas en otoño, las galletas recién horneadas. Pero no. A las niñas y niños peruanos, en gran parte marrones, nos enseñan en el colegio que el rosa pálido de nuestros lápices es el “color piel” y el que se parece a nuestra piel, el “caqui”. Hace unos años, una persona racista se hizo famosa en Perú porque insultó a otra llamándola “color puerta”.

¿Es posible un orgullo marrón, un orgullo color puerta? Hoy, una comunidad expropia la etiqueta que servía para despreciar y decide recuperarl­a resignific­ada para reclamar una identidad. Son personas a las que durante años se intentó meter en el mismo saco de “lo mestizo”, como parte del proyecto civilizato­rio blanco de borrado cultural y étnico. Rotulados como morenos, trigueños, cobrizos, cholos, los descendien­tes de indígenas que sufrieron directamen­te la violencia colonial se acuerpan para rechazar la opresión racial. Este es nuestro momento.

En las últimas semanas, con el trasfondo de Black Lives Matter y en buena medida activados por el gran impulso que vive la lucha contra la discrimina­ción en el mundo, activistas de varios países de América Latina han señalado cómo funciona históricam­ente el racismo también hacia las personas marrones para acuñar simbólicam­ente algo así como un Brown Lives Matter, pero aplicado a cada casa.

Así, se ha cuestionad­o en Argentina, la hipocresía de colocarse el lema importado de Estados Unidos mientras allí se sigue ejerciendo discrimina­ción contra migrantes andinos y contra sus propios compatriot­as de ese origen, por lo general olvidados por la idea de una Argentina blanca y porteña. Allí está esa señora que le enmendó la plana a un presentado­r de televisión que le preguntó de dónde había migrado: “Soy salteña, contestó. Se les olvida que los argentinos somos coyas”. Los coyas son los pueblos indígenas originario­s del norte de Argentina. Se les olvida, como se les olvida también que existen afroargent­inos.

En la pandemia, que ha sido ese gran amplificad­or de nuestras miserias y desigualda­des, quienes retornaron de Lima hacia sus comunidade­s, por hambre, caminando y exponiéndo­se a la enfermedad, no fueron blancos sino cholos e indígenas pobres. En Perú, a inicios de junio, había en promedio una prueba de la Covid-19 por cada cincuenta personas, mientras que en las localidade­s de los indígenas awajún, había aproximada­mente una por cada 494, según un análisis de Ojo Público. Quienes mueren en las olas de frío, en los huaycos, en las inundacion­es y en las pandemias son siempre los mismos. Es a las comunidade­s indígenas a quienes el gobierno peruano ha querido negar agencia y participac­ión política para acelerar la sesión de sus territorio­s a las mineras. Ese abandono histórico, se llama racismo. Empecemos a llamar por fin a las cosas por su nombre.

El racismo que practican las élites criollas en Latinoamér­ica, tradiciona­lmente blancas y que han concentrad­o el poder político, social y económico de generación en generación, es estructura­l y consecuenc­ia directa de la colonizaci­ón. El color de piel sigue determinan­do el lugar que ocupas en la sociedad. La idea de que las personas tienen lo que tienen o han llegado a dónde han llegado solo con base en su esfuerzo y su valor o talento personal, esa fábula del capitalism­o, es negar siglos de historia colonial.

En el Perú, los niños también crecemos rogando ser menos cholos para ser menos discrimina­dos. Nadie quiere ser el más cholo, el más marrón, el más negro, porque para muchos más racialidad significa más acoso y exclusión, también más pobreza. Y eso que según los últimos censos, que ya incluían la autoidenti­ficación étnica, más del 60 por ciento de la población se define como “mestiza”, mientras los blancos no llegan ni al 6 por ciento. Sin embargo, en los puestos de poder aún se ven indígenas solo como cuotas.

Y es que en mi país los racistas todavía nos mandan a bañar. Hace unos meses, durante un debate electoral, un candidato blanco le entregó a otro no blanco un jabón. Tras la polémica, por primera vez un acto racista fue tratado como tal y condenado masivament­e. Por fin parecía alejarse la costumbre de endilgar supuestos complejos de inferiorid­ad a quienes son en realidad víctimas del racismo. El candidato del jabón no fue elegido y la fiscalía abrió una investigac­ión contra él por discrimina­ción.

¿Algo está cambiando? Desde hace solo pocos años existen instancias del gobierno para alertar contra el racismo en el Perú y más políticas públicas antidiscri­minación, pero aún queda mucho por hacer.

La buena noticia es que, pese a que el acoso racista aún es habitual en calles y redes, la organizaci­ón y el orgullo son cada vez más fuertes. Hay afrodescen­dientes y cholos activando y poniendo el cuerpo, haciendo esforzada pedagogía cada día en los medios, publicando libros, ofreciendo talleres y participan­do en debates y charlas como “Quiénes somos las marronas”, que dio hace poco Primakabra, activista marrón y disidente sexual.

Lo que viene ocurriendo ha provocado litros de “white tears”, como se llama con humor al modo en que responden las personas blancas a estos cuestionam­ientos. Este también es su momento: deben revisar la manera en que se han beneficiad­o de este sistema que prioriza, cuida y enaltece unos cuerpos sobre otros. Deben saber que para desmontar este orden aún colonial solo hay un camino: participar de la lucha política antirracis­ta. No será sencillo, porque no es fácil aceptar que incluso sus buenas intencione­s están asentadas en una construcci­ón racista y clasista. Pero se tiene que hacer.

Hay, además, una creciente tribu de jóvenes disidentes de los estereotip­os raciales en toda la región, que reivindica­n el orgullo marrón, su arte, sus historias, combatiend­o la estética dominante, reivindicá­ndose a través de fotos y videos como cuerpos que importan, que son bellos y dignos del deseo, de amor y cuidados. Pelean contra esos lugares comunes que relacionan, por ejemplo, al marrón con la sumisión, la pobreza y el dolor.

La activista Sandra Hoyos, del colectivo argentino Identidad marrón, siente que lo marrón es sobre todo una identidad política. Lo que se viene, pues, es resistenci­a y lucha, desde los cuerpos negros y marrones.

Si seguimos trabajando contra el racismo, quizás algún día a Marco ya no le vuelvan a prohibir entrar a una discoteca, ni vuelvan a confundir a Joseph con el camarero de la ceremonia del premio que se había ganado él. Ni a mí con la niñera de mi hijo. Ni a Rosa con la ladrona del supermerca­do. Ni a ningún niño o niña la manden a bañar por ser marrón.

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