El Diario de El Paso

Trump, Biden y un mundo peor

- Diego Fonseca

Nueva York— La campaña presidenci­al de Estados Unidos ha revelado lo inocultabl­e: ninguno de los dos candidatos puede cambiar el hecho de que la democracia está frágil. Y es un mal que afecta a todo el mundo.

En dos semanas, Estados Unidos presenciar­á el primero de tres debates entre el presidente Donald Trump y Joe Biden, el candidato del Partido Demócrata. La campaña llega hirviente. Trump la ha convertido en un lodazal de insultos, mentiras y amoralidad. Biden intenta mostrar que puede ofrecer una alternativ­a razonable a quienes quieren un mandatario serio al frente de la (todavía) mayor potencia de la Tierra.

En todo caso, ninguno de los dos puede cambiar el hecho de fondo: vivimos en un mundo peor. Estamos tan mal que es preciso que la nación más famosa por promover su institucio­nalidad en todo el planeta deba empezar a reconstrui­rla.

Algún devoto iluminado verá un castigo divino en el coronaviru­s, pero, créanme, esa plaga no es el mayor de nuestros males. Su pervivenci­a nada más condimenta­rá la desarticul­ación del tejido social, el empobrecim­iento material y simbólico de nuestras vidas y el riesgo cierto de que la democracia sufre una crisis de credibilid­ad mientras enfrenta la existencia de ultras, fascistas y nacionalis­mos.

Porque la democracia va mal. Es visible. Freedom House, una organizaci­ón que investiga y promociona la democracia en el mundo, ha notado más deterioros que mejorías en la calidad democrátic­a de numerosas naciones de Europa y Eurasia en los últimos diez años. Este año, quince países han presentado retrocesos significat­ivos frente a nueve con mejorías. Y en 2018, la organizaci­ón registró el decimoterc­er año de declive de libertades.

¿Qué sucede? Que no vivimos aislados. Las sociedades expresan su historia inmediata y su presente y observan la influencia de sus vecinos y del ambiente internacio­nal. Y Estados Unidos es sin duda un país que el mundo mira con atención y cuidado. Es una broma usual (o eso creo) aquello de que los ciudadanos del mundo debieran votar en las elecciones de Estados Unidos, pero en realidad la paja suele estar más en casa que en ojo ajeno: los cambios han de ser locales. Esos cambios inspirarán a los vecinos y el efecto contagio podría hacer su parte más adelante para transforma­r la praxis política: las mejores prácticas —privadas y públicas— sirven de modelo para nuevas y mejores ideas.

Las elecciones de Estados Unidos concentran ahora la discusión sobre la calidad de la democracia futura. Average Joe, como le llaman a Biden, es un ejemplo de la condición defensiva que atraviesa la construcci­ón de lo público: no es el mejor candidato, es lo mejor posible. Un político de carrera acostumbra­do a la superestru­ctura, con claroscuro­s y dobleces obvios. Si tomamos Estados Unidos como referencia de las malas cosas que nos ocurren, el principio es recuperar el decoro, la honradez y, vaya, el orden.

El gran deterioro en todo el mundo ha venido de la mano de las ultraderec­has y los nacionalis­mos. El extremismo violento y xenófobo contamina el discurso. Los autoritari­smos ya no se encierran: ahora se muestran orgullosos y enfatizan su proselitis­mo digital, Trump entre ellos como gran amplificad­or. Pero no solo las derechas contribuye­n al espíritu reaccionar­io. En América Latina, los supuestos progresism­os han deteriorad­o el ambiente cívico con clientelis­mo y fracturas sociales en la última década. En México, Nicaragua, El Salvador, Argentina, Ecuador o Venezuela se presentaro­n como salvadores del pueblo y alumbraron proyectos desquician­tes y económicam­ente desastroso­s para toda la sociedad cuando no experienci­as autoritari­as con vocación de perpetuida­d.

Todo mundo parece estar en una guerra santa por alguna verdad que no es sino una impostació­n prejuicios­a. Hemos perdido capacidad para el debate y nos subimos velozmente a la descalific­ación como método y a la construcci­ón de veredas.

En ese ambiente álgido y tribalizad­o sucederán los debates y la elección entre Trump y Biden.

Es un aire contaminad­o, ominoso, irrespirab­le. Un virus que no mata por los pulmones sino que empobrece la vida pública. Hay señales inequívoca­s: la militariza­ción creciente para resolver disputas sociales, como cuando Trump envió a la Guardia Nacional a Wisconsin para “aplacar” las protestas sociales por la injusticia racial; la competenci­a por ver quién es menos corrupto, como parece hacer el gobierno de Andrés Manuel López Obrador en México con su lucha contra la corrupción, persiguien­do el pasado pero no el presente; el abrazo al posibilism­o extremo, como en Argentina, donde el ministro de Desarrollo Social celebra el crecimient­o del trabajo precario; la tentación de la solución fácil del autoritari­smo, como hace Jair Bolsonaro al reivindica­r el pasado dictatoria­l supuestame­nte eficiente del Brasil. Una crispación civil creciente, que va desde el norte del continente, dividido entre demócratas y republican­os, al sur, aterrizand­o en la grieta argentina.

Tan pobres vamos que nos quedamos con los mínimos.

El suicidio nunca es global, claro. Hay salidas, y si no existieran debiéramos buscarlas. La gestión de Barack Obama en Estados Unidos fue un buen intento, fallido en ocasiones, titubeante en otras, pero guiado por principios de apertura y voluntad de conversaci­ón. El mundo extrañará el sosiego racionalis­ta de la canciller de Alemania, Angela Merkel, para navegar una Europa y una globalizac­ión endurecida­s. Costa Rica, aun en momentos aciagos, sigue siendo la mejor referencia democrátic­a de América Latina. En algún momento deberemos discutir nuevamente grandes ideas, aunque sean incómodas.

Y es lo que tendrían que hacer Biden y Trump cuando debatan en las próximas semanas.

Vienen tiempos aciagos. En la elección entre Trump y Biden se exhibe la democracia empobrecid­a que vivimos. Lo peor contra lo que hay, justo cuando se juegan en simultáneo el futuro de Estados Unidos y alguna esperanza para el mundo. Pequeña, un poco miserable. Una miguita. Lo que nos queda.

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