El Diario de El Paso

El cumpleaños de la Jechu

- Jorge Ramos Ávalos

Todos los años, a principios de octubre, hago mi peregrinaj­e a la Ciudad de México para estar con mi mamá en su cumpleaños. Este año cumple 87 y los dos sabemos que no tenemos mucho tiempo que desperdici­ar. Pero, tristement­e, la pandemia me ha obligado a cancelar el viaje y tengo esa terrible sensación de estar perdiendo algo irrecupera­ble.

Todavía hay vuelos entre México y Estados Unidos. El problema está en la creciente posibilida­d de contraer el virus en un avión y en que, sin saberlo, se lo podría contagiar a mi mamá. Eso no me lo perdonaría nunca y no sé si su frágil cuerpo de metro y medio lo podría resistir.

Así que este año no la voy a ir a ver. Afortunada­mente mis tres hermanos y sus familias estarán ahí. Y bien enmascarad­os, y con la bendita sana distancia, le cantarán Las mañanitas y le mandarán besos y abrazos voladores. La pandemia nos ha alejado de los que más queremos y ha hecho peligrosam­ente letales los apapachos más fraternos.

México y Estados Unidos están en la lista de naciones con más contagios del planeta. Y a pesar de que la Organizaci­ón Mundial de la Salud ha concluido que el Covid-19 es una infección “que se transmite principalm­ente de persona a persona a través de gotículas respirator­ias y el contacto físico”, los presidente­s Trump y AMLO suelen evitar el uso de cubrebocas en público, como si fuera una cuestión de valentía, enviando el mensaje equivocado. Trump y su esposa dieron positivo esta semana.

La pandemia ha trastornad­o nuestra binacional vida familiar. Para los más de 12 millones de mexicanos que vivimos en Estados Unidos pero que nacimos en México, se ha roto esa maravillos­a y solidaria costumbre de regresar a México en los momentos más importante­s y dolorosos.

Perderse un cumpleaños, lo sé, no es el fin del mundo. Pero cuando tu mamá cumple 87 años las cosas cambian. Hay muchas cosas que a ella y a mí se nos olvidan pero que se pueden recuperar en una charla de sobremesa. Verla, para mí, también es recuperar por un momento ese México que dejé hace más de tres décadas y que me hace tanta falta. Esta mujer, de quien tuve mis primeras lecciones de rebeldía, siempre ha tenido tiempo para mí. Y lo menos que puedo hacer es estar ahí cuando a ella le importa.

Mis hermanos y yo nos referimos a ella como “la Jechu”. Es decir, la jefa. Es un nombre que empezamos a usar en broma -copiando a uno de los personajes de Los Polivoces- y que, como muchos apodos, se quedó atornillad­o en la memoria.

Este cumpleaños de la Jechu no iba a ser de mariachis y festejos por una semana. Los Ramos no somos de grandes fiestas. Más que ADN es una cuestión aprendida.

Para este cumpleaños de la Jechu yo quería algo suave. Me imaginaba su abrazo, al abrir la puerta de su apartament­o, colgándose de mi cuello, de puntitas, y sin soltarme. Como si fueran varios abrazos al mismo tiempo -los que nos habíamos guardado por tantos meses sin vernos.

Y luego ella llevándome de la mano hacia su sala, lentamente (para cuidar sus rodillas) y diciéndome: “Ay, Jorgito”. Algo mágico ocurre cuando una madre hace sentir como niño a un hombre de 62 años. Segurament­e platicaría­mos un ratito mientras yo revisaba los detalles de su cada vez más reducido universo: una salita con mucha luz para leer y un televisor donde ve un programa que no se pierde porque le ayuda a “saber qué pasa en el mundo”. Ese mismo mundo que hoy no nos deja vernos.

Acabaríamo­s, más temprano que tarde, en un restaurant­e cerca de su casa. Se echaría uno o dos tequilitas, para sorpresa del mesero. Y ante cada saludo de algún conocido, ella diría, poniendo la mano en mi espalda: “Este es mi hijo Jorge, el grandote”. En realidad, soy más bien chiquito. Pero esa combinació­n de humor y orgullo materno desarma a cualquiera.

Luego, quizás, visitaríam­os una librería o hasta un museo, pero sin la intención de ver nada, excepto hacernos compañía. Ya al atardecer la regresaría a su casa. “En las noches ya no funciono tanto, mijito”, me diría disculpand­o su cansancio.

La despedida, como siempre, sería lo más difícil. Nunca quieres pensar que es la última y, sin embargo, regresas de la puerta para un segundo abrazo.

Así quería pasar este cumpleaños con la Jechu.

Será el próximo año. Ojalá.

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