El Diario de El Paso

TRUMP… ¿a la MEXICANA?

El presidente demostró que no tuvo la habilidad para superar este reto y levantar a un país golpeado por la pandemia

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“Quiero hacer lo que hace México. No les hacen pruebas sino hasta que llegan a Urgencias y están vomitando”, dijo el presidente en agosto ante sus colaborado­res. Un análisis de su gestión señala que no estuvo a la altura de la crisis de Covid.

Washington— Era un cálido miércoles de verano, se acercaba el día de las elecciones y el presidente Donald Trump estaba más enojado que nunca por la incesante atención que se le prestaba a la pandemia del coronaviru­s.

“¡Ustedes me están matando! ¡Todo esto lo está haciendo! Tenemos todos los malditos casos”, le gritó Trump a Jared Kushner, su yerno y asesor senior, durante una reunión de altos colaborado­res en el Despacho Oval el 19 de agosto. “Quiero hacer lo que hace México. No les hacen pruebas sino hasta que llegan a urgencias y están vomitando”.

La estrategia de México para combatir el coronaviru­s en realidad no era la que Estados Unidos debía emular. Pero, desde hacía mucho tiempo, el mandatario no veía las pruebas como algo indispensa­ble para rastrear y contener la pandemia, sino como un mecanismo para ponerlo en aprietos, ya que hacían que aumentara el número de casos confirmado­s.

Y ese día, estaba especialme­nte furioso después de que Francis S. Collins, director de los Institutos Nacionales de Salud, le informó que pasarían varios días antes de que el Gobierno p udiera dar una autorizaci­ón como tratamient­o de emergencia al uso del plasma de personas convalecie­ntes, algo que Trump estaba ansioso por presentar como una victoria personal en la Convención Nacional Republican­a de la semana siguiente.

“¡Son los demócratas!

¡Ellos están en mi contra!”, afirmó, convencido de que los médicos y científico­s principale­s del Gobierno estaban conspirand­o para debilitarl­o. “¡Quieren esperar!”.

Durante todo el verano y el otoño, en medio de la campaña para su reelección, que luego perdería, frente a cada vez más pruebas sobre la existencia de un aumento de contagios y cuando la cantidad de decesos era mucho peor que en la primavera, su manejo de la crisis, vacilante, poco científico e influido por la política durante todo el año, en efecto se reducía a una sola pregunta: ¿qué significar­ía para él?

Según entrevista­s con más de dos docenas de ex funcionari­os y funcionari­os actuales del Gobierno y otras personas en contacto con la Casa Blanca, esta situación dio como resultado un fracaso doble. Trump no solo terminó contundent­emente derrotado por Joe Biden, sino que perdió su oportunida­d de demostrar que podía estar a la altura de las circunstan­cias en el último capítulo de su presidenci­a y cumplir con el desafío decisivo de su mandato.

Fueron en vano los intentos de sus colaborado­res para convencerl­o de que fomentara el uso del cubrebocas como una de las maneras más sencillas y eficaces para contener la propagació­n de la enfermedad porque estaba convencido de que su base política se rebelaría contra cualquier cosa que pareciera que restringía su libertad personal. Ni siquiera pudieron persuadirl­o los datos de las encuestas de su propia campaña que afirmaban lo contrario.

Su exigencia explícita de tener una vacuna antes del día de las elecciones, una presión que llegó a un punto crítico a fines de septiembre en una polémica reunión con sus altos colaborado­res en el área de la salud en el Despacho Oval, fue una decisión equivocada cuando más bien debió advertirle al país que el hecho de no respetar el distanciam­iento social y otros esfuerzos de mitigación contribuir­ía a que este invierno se produjera una catástrofe de lenta propagació­n.

¿Cuál era su preocupaci­ón? Que el hombre al que llamaba Joe “el dormilón” Biden, quien lo estaba superando en las encuestas, se llevara el crédito por la vacuna y no él.

En agosto, los especialis­tas en salud pública del Gobierno fueron acallados por la llegada de Scott W. Atlas, el profesor de Neuroradio­logía de la Universida­d de Stanford que reclutaron después de sus presentaci­ones en Fox News.

Junto con Deborah L. Birx, coordinado­ra del equipo de trabajo de la Casa Blanca para combatir el coronaviru­s, quien perdía influencia y casi siempre estaba de gira, Atlas se convirtió en el único médico que Trump escuchaba. Sus teorías, algunas de las cuales, según los científico­s, rayaban en lo descabella­do, era justo lo que el presidente quería oír: el virus es algo exagerado, la cifra de fallecimie­ntos está inflada, la realizació­n de pruebas está sobrevalor­ada, los confinamie­ntos son más perjudicia­les que benéficos.

A medida que era más grande la brecha entre la política y la ciencia, se intensific­aban las luchas internas que desde el principio Trump había permitido que afectaran la respuesta del Gobierno. Las amenazas de despidos empeoraron el vacío de liderazgo, pues las figuras clave se desgastaro­n en peleas internas y se deslindaro­n de la responsabi­lidad.

Quiero hacer lo que hace México. No les hacen pruebas sino hasta que llegan a urgencias y están vomitando” Donald Trump Presidente de Estados Unidos

El Gobierno tuvo algunas cosas buenas a su favor. El programa para el desarrollo de vacunas de Trump, la Operación de Máxima Velocidad, había ayudado a impulsar un avance increíblem­ente rápido de la industria farmacéuti­ca en el desarrollo de varios modelos prometedor­es. Para finales del año, se aprobarían dos vacunas muy eficaces para su uso de emergencia, lo que ofrecería una esperanza en el año 2021.

La Casa Blanca rechazó cualquier insinuació­n de que la respuesta del mandatario hubiera sido insuficien­te y señaló que Trump se había esforzado en ofrecer la realizació­n adecuada de pruebas, el equipo de protección y la capacidad hospitalar­ia, y que el programa de desarrollo de vacunas había tenido éxito en un tiempo récord.

“El presidente Trump ha encabezado la movilizaci­ón más grande de los sectores público y privado desde la Segunda Guerra Mundial para vencer al coronaviru­s y salvar vidas”, afirmó Brian Morgenster­n, vocero de la Casa Blanca.

Sin embargo, la falta de disposició­n de Trump para dejar de lado su egocentris­mo político cuando todos los días estaban muriendo miles de estadounid­enses o para adoptar las medidas necesarias a fin de enfrentar la crisis sigue desconcert­ando incluso a algunos funcionari­os del Gobierno. “Hacer que los cubrebocas fueran un asunto de guerra cultural fue lo más tonto que se podría imaginar”, señaló un antiguo asesor sénior.

Su propio encuentro con el Covid-19 a principios de octubre lo enfermó bastante y tuvo que recurrir a una atención médica y unos medicament­os que no estaban a disposició­n de la mayoría de los estadounid­enses, entre ellos un tratamient­o de anticuerpo­s monoclonal­es que todavía es experiment­al, y se dio cuenta de primera mano cómo afectó el virus a la Casa Blanca y a algunos de sus aliados cercanos.

Sin embargo, no vio esa experienci­a como una oportunida­d de aprendizaj­e o de empatía, sino como la ocasión de mostrarse como un superhombr­e que había vencido la enfermedad.

Semanas después de su recuperaci­ón, seguía quejándose acerca de la atención que el país le prestaba a la pandemia.

“Todo lo que oímos es Covid, Covid, Covid, Covid, Covid, Covid, Covid, Covid, Covid, Covid, Covid”, comentó Trump en un acto de campaña en el que pronunció once veces esa palabra.

Al final, no pudo librarse de ella.

‘Las bases se rebelarán’

Para fines de julio, los nuevos casos alcanzaban su nivel más alto y chocaban con el pronóstico que había hecho Trump en la primavera de que estaría bajo control, además, los decesos estaban aumentando a niveles alarmantes. Herman Cain, candidato republican­o a la presidenci­a en 2012, murió de Covid-19. El mes anterior había asistido sin cubrebocas a un mitin de Trump.

Como la pandemia era lo que definía la campaña a pesar de los esfuerzos de Trump de que se enfocara en la ley y el orden, a la mitad del verano, Tony Fabrizio, el encuestado­r principal del mandatario, fue a una reunión en el Despacho Oval dispuesto a presentar un argumento sorprenden­te: que incluso los partidario­s de Trump estaban de acuerdo con el uso de los cubrebocas.

Distribuid­os frente al escritorio Resolute, los asesores de Trump escuchaban mientras Fabrizio presentaba las cifras. De acuerdo con su investigac­ión, parte de la cual fue publicada por The Washington Post, los electores creían que la pandemia iba mal y que estaba empeorando, estaban más preocupado­s por no enfermarse que por el efecto del virus en su situación financiera personal, el nivel de aprobación del presidente en el manejo de la pandemia había llegado a nuevos niveles mínimos y un poco más de la mitad del país no creía que estuviera tomando la situación con la seriedad necesaria.

Pero lo que inició el debate ese día fue el hallazgo de Fabrizio de que más del 70 por ciento de los electores en los estados en los que se desarrolla­ba la campaña, incluyendo una mayoría de republican­os, apoyaban el uso obligatori­o del cubrebocas en lugares públicos, por lo menos en lugares cerrados.

Kushner, quien, junto con Hope Hicks, otra importante asesora, durante meses había tratado de convencer a Trump de que las mascarilla­s podrían mostrarse como la clave para volver a tener la libertad de ir a un restaurant­e o a un evento deportivo sin correr riesgos, afirmó que adoptar el uso de cubrebocas era algo que no representa­ba ningún problema.

No obstante, Mark Meadows, el jefe de gabinete de la Casa Blanca, respaldado por otros colaborado­res, entre ellos Stephen Miller, señaló que esa política sería catastrófi­ca para Trump.

“Las bases se rebelarán”, afirmó Meadows, y añadió que no estaba seguro de que, en cualquier caso, Trump la pudiera aplicar legalmente.

Eso era todo lo que el presidente necesitaba oír. “No ordenaré el uso obligatori­o de cubrebocas”, concluyó.

Trump nunca aceptó la idea de que era el responsabl­e de poner el ejemplo, y mucho menos de que su papel como líder podía requerir que reconocier­a de manera pública crudas realidades sobre el virus, o al menos que dejara de insistir en que realmente no estaban aumentando los contagios, sino que se estaban haciendo demasiadas pruebas.

Este otoño, Alex Azar, secretario del Departamen­to de Salud y Servicios Humanos, le mostró al presidente un estudio realizado en Japón que documentab­a la eficacia de los cubrebocas y le dijo: “Tenemos la prueba. Los cubrebocas funcionan”. Pero el mandatario opuso resistenci­a, reprendió a Kushner por promoverlo­s y volvió a culpar de sus problemas al hecho de que se hicieran demasiadas pruebas (un área que Kushner había estado ayudando a supervisar).

Divisiones y desacuerdo­s

Desde los primeros días de la pandemia, se tomó la decisión de gestionar la respuesta del Gobierno fuera del Ala Oeste. La idea era romper las barreras entre los organismos disímiles, reunir la experienci­a y los conocimien­tos en salud pública y fomentar una toma de decisiones rápida y coordinada.

Eso no resultó de esa manera y, para el otoño, las consecuenc­ias eran evidentes.

Trump siempre había tolerado, si no es que alentado, los enfrentami­entos entre sus subordinad­os, una tendencia que en este caso solo generaba una parálisis política, confusión acerca de quién estaba a cargo y la ausencia de un mensaje claro y congruente sobre cómo reducir los riesgos de la pandemia.

Otra caracterís­tica de Trump es mantener el poder de toma de decisiones cerca de él pero, en este caso, también aumentó el sinfín de opciones a las que se enfrentaba el Gobierno a nivel presidenci­al, lo que empantanab­a el proceso en luchas internas, aumentaba los riesgos políticos y alentaba a los colaborado­res a contender para ganar el favor del mandatario.

En ocasiones, el resultado fue el fracaso de todo el sistema, lo que llegó mucho más allá del presidente.

La relación entre Azar y Stephen M. Hahn, el comisionad­o de la Administra­ción de Alimentos y Medicament­os, se hacía cada vez más tensa; para principios de noviembre, ya solo se comunicaba­n por mensajes de texto y en las reuniones.

Birx había perdido la influencia de la que gozaba al inicio de la crisis y estuvo de gira gran parte del verano y del otoño para asesorar a los gobernador­es y a las autoridade­s estatales de salud.

Meadows estaba en desacuerdo con casi todos al tratar de imponerles la voluntad del presidente a los científico­s y a los profesiona­les en salud pública.

Algunos de los médicos del equipo de trabajo, entre ellos Anthony Fauci y Robert R. Redfield, no querían presentars­e en persona en la Casa Blanca por su preocupaci­ón de que el rechazo al uso de cubrebocas y al distanciam­iento social ahí representa­ra un riesgo de contagio para ellos.

El vicepresid­ente Mike Pence fue nombrado para encargarse del equipo de trabajo, pero tenía tanto cuidado de no entrar en conflicto con Trump mientras buscaban la reelección, que casi se volvió invisible, al menos en público.

Los debates dentro de la Casa Blanca giraban cada vez más en torno a Atlas, quien no tenía una formación formal en enfermedad­es infecciosa­s pero cuyas opiniones, que Trump vio en Fox News, concordaba­n con la convicción del mandatario de que la crisis se había exagerado.

Azar había dejado de tomar decisiones fundamenta­les desde febrero, cuando Pence se hizo cargo del equipo de trabajo. Azar se quejaba con sus compañeros de que el personal de Pence y los miembros del equipo de trabajo no lo tomaban en cuenta para darles órdenes a sus propios subordinad­os.

Sin estar seguro de su situación laboral, Azar encontró una oportunida­d que le brindó una especie de rescate y, durante el verano y el otoño, concentró su atención en la Operación de Máxima Velocidad, la iniciativa del Gobierno para impulsar el rápido desarrollo de una vacuna, lo que le valió elogios a Trump y le dio crédito por casi cualquier avance.

Si hubo algún ganador burocrátic­o en este encuentro de lucha libre en el Ala Oeste, ese fue Atlas.

Atlas le dijo a Trump que la manera correcta de evaluar lo que hacía el virus era ver la cantidad de “muertes adicionale­s” a las que se hubieran esperado sin la pandemia.

Trump adoptó esa idea y con frecuencia les decía a sus colaborado­res que la cifra real de muertos no rebasaba las 10 mil personas.

Hasta este jueves, habían fallecido 342 mil 577 estadounid­enses como resultado de la pandemia.

El presidente Donald Trump regresa a la Casa Blanca, en Washington, después de un viaje dominical a uno de sus complejos de golf, el 13 de diciembre de 2020.

Que sus colaborado­res trataran de convencerl­o desde el comienzo para que fomentara el uso del cubrebocas como el método más simple de protección fue un fracaso

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El PRESIDENTE se quita la mascarilla al regresar a la casa Blanca el 5 de octubre del 2020, luego de ser hospitaliz­ado por contagiars­e de covid-19
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Seguidores de Trump lo esperan fuera del Walter Reed National Military Medical Center, donde fue tratado por coronaviru­s
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dos vacunas llegaron a estados Unidos el mes de diciembre del año 2020

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