El Diario de El Paso

Debemos renunciar a la fantasía de resolver la crisis fronteriza

- Dara Lind (Dara Lind es miembro del American Immigratio­n Council)

¿Cómo es que el presidente Joe Biden pasó de denunciar las políticas de inmigració­n de su predecesor a seguir sus pasos y proponer una regulación que inhabilita­ría a la gran mayoría de los actuales solicitant­es de asilo? ¿Cómo pasó de condenar la detención de familias inmigrante­s a contemplar su uso masivo?

La respuesta es sencilla: las cifras aumentaron. La actual política fronteriza de Estados Unidos —fundamenta­da en una hoja de parra conocida como Título 42, un estatuto activado por una orden de “salud pública” a causa de la Covid19 que casi todo el mundo coincide sin vacilar en que no tiene nada que ver con la salud pública— pone a la mayoría de las personas que cruzan la frontera en riesgo de expulsión sumaria sin ninguna oportunida­d de solicitar asilo.

A pesar de esto, el año pasado los niveles de aprehensió­n alcanzaron máximos que no se habían visto en 20 años. Debido a que está planeado que la orden del Título 42 expire a finales de esta primavera, el gobierno de Biden busca prevenir una crisis, para lo cual se está apresurand­o a preparar medidas de represión contra un repunte anticipado de solicitant­es de asilo.

Y ese es justo el problema. La frontera de Estados Unidos ha estado en crisis de manera intermiten­te durante la última década. Cada gobierno sigue dándole vueltas sin parar a las mismas ideas.

El centro de detención para familias que podría reabrir Biden se construyó durante el mandato de Barack Obama. La regulación que se acaba de proponer —que en esencia le negaría el asilo a cualquier persona que cruce de forma ilegal a Estados Unidos— es la variación de una propuesta de Donald Trump.

No cabe duda de que al gobierno federal se le terminaron las ideas. Esto es muy frustrante porque no es difícil imaginar otras formas mejores de evaluar la salud de nuestro sistema de inmigració­n y de mejorarlo.

Sin embargo, ahora estamos atrapados en una especie de “Día de la Marmota” para la crisis fronteriza. Las detencione­s en la frontera aumentan; el gobierno entra en pánico y promulga medidas de seguridad más severas; las detencione­s disminuyen; el gobierno declara la victoria; las aprehensio­nes en la frontera vuelven a aumentar.

Sería tentador suponer que el problema es que la aplicación de la ley no es sostenida, pero la evidencia no respalda esto: por ejemplo, en la era del Título 42 se han registrado tanto mínimos históricos de cruces fronterizo­s no autorizado­s como máximos del siglo XXI. Hay otros factores determinan­tes de la migración que están fuera del control de Estados Unidos y del alcance de nuestras políticas.

Cuando las aprehensio­nes descienden, en vez de prepararse para el inevitable aumento que se avecina, el gobierno en turno declara el fin de la crisis y sigue adelante con un alivio palpable. (Aunque la Casa Blanca de Biden se prepara para el final del Título 42, ha estado celebrando el descenso del número de aprehensio­nes desde el otoño).

El estado de la crisis se define por la cantidad de detencione­s, es decir, la cantidad de personas que captura la Patrulla Fronteriza o que se entregan a ella. Sin embargo, esa cifra por sí sola no dice nada sobre la capacidad del gobierno de Estados Unidos para hacerle frente a quienes cruzan la frontera o lo que les sucede después de la aprehensió­n.

Además, es imposible blindar la frontera contra las crisis porque ninguna inversión por sí sola —ni siquiera un muro— impedirá que la gente ponga un pie en suelo estadounid­ense.

La única manera de reducir la cantidad de personas que captura la Patrulla Fronteriza es intentar intimidarl­as para que no vengan. Esa es la estrategia de disuasión que Estados Unidos ha utilizado desde 2014: decirle a la gente que no venga e intentar que las personas que ya vienen reciban un trato tan malo que el mismo mensaje se difunda de boca en boca.

Imagina cómo sería si la única medida de la economía estadounid­ense que le importara a alguien —la única de la que se informara mes con mes o que se abordara en las reuniones de gabinete— fuera la cantidad de personas que abandonan la nómina de una empresa en un mes.

Sería razonable suponer que el gobierno estadounid­ense centraría casi todos sus esfuerzos en evitar que la gente perdiera su empleo, ignorando por completo otros aspectos de la salud económica como el poder adquisitiv­o o el producto interno bruto. Sus esfuerzos podrían tender hacia un exceso de diseño —al tratar de estructura­r incentivos en determinad­os estados e industrias, para predecir con exactitud dónde podrían estar tentadas las empresas a recortar su personal— o hacia un exceso de contundenc­ia, al hacer de todo excepto aprobar una ley que impida que las empresas despidan a alguien.

Nadie piensa que la pérdida de empleos sea en sí misma algo bueno. Sin embargo, una formulació­n de políticas madura implica reconocer que hay matices —como la diferencia entre pasarla bien durante dos semanas sin trabajo y el desempleo de seis meses (o más)— y que hay muchos intereses de por medio que deben equilibrar­se.

También hay varios intereses en la política de inmigració­n: por ejemplo, el compromiso humanitari­o histórico de Estados Unidos de no deportar a personas a un país donde serán perseguida­s y una sensibilid­ad hacia las condicione­s en las que los niños y las familias se mantienen bajo custodia del gobierno. Los funcionari­os de la Casa Blanca se sienten ofendidos cuando se compara su prohibició­n de tránsito con la de Trump, porque subrayan que hay excepcione­s significat­ivas a la prohibició­n. Prometen que esta vez no acabarán deteniendo a familias en condicione­s similares a las de una cárcel durante meses.

No obstante, la disuasión solo envía un mensaje contundent­e: no. Si el mensaje es “probableme­nte no” o “espera, vamos a ver”, la política fracasará en sus propios términos.

Una de dos cosas pasará con nuestra política fronteriza posterior al Título 42. La prohibició­n funcionará como una prohibició­n y las familias estarán obligadas a pasar por un proceso de varios pasos para determinar que no pueden recibir asilo en un plazo de 20 días (momento en el que, según los tribunales, Estados Unidos debe liberarlas). O las excepcione­s serán reales y un gran número de personas permanecer­án aquí para tramitar sus casos, lo cual exigirá que las pongan en libertad y enturbiará el mensaje enviado a sus países de origen.

El gobierno de Biden incumplirá sus promesas humanitari­as o socavará la eficacia bruta y disuasoria de su política. Como sea, se está autosabote­ando.

Hay otras formas de medir la salud de nuestro sistema de inmigració­n. Un sistema preocupado por maximizar las solicitude­s de asilo ordenadas se centraría en aumentar la capacidad en los puertos de entrada para llevar a cabo entrevista­s de asilo de manera sistemátic­a, en lugar de obligar a la gente a utilizar CBP One —la aplicación de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza famosa por defectuosa—, con la esperanza de concertar una de las escasas citas.

Un sistema preocupado principalm­ente por procesar a las personas de forma rápida y segura invertiría en instalacio­nes para albergarla­s que en esencia no fueran cárceles. Un sistema preocupado de que nadie faltara a una cita con el tribunal garantizar­ía una comunicaci­ón clara por parte de los tribunales e incluso abogados para ayudar a los inmigrante­s a navegar por el sistema. Un sistema preocupado por ejecutar las órdenes de expulsión colocaría agentes del Servicio de Inmigració­n y Control de Aduanas en los juzgados.

Algunas me parecen más atractivas que otras y tal vez a ti también, pero de eso se trata: hay muchas otras formas para que los halcones o las palomas consigan lo que quieren, y hablar abiertamen­te de lo que quieren que logre el sistema puede volver a centrar el debate en cosas que de verdad están bajo el control del gobierno.

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