El Diario

Oportunida­d

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Durante el siglo XX la democracia se afianzó internacio­nalmente como el preeminent­e método legítimo del ejercicio del poder gubernamen­tal. En ella (acompañado de los principios de libre mercado) se arrimaron las esperanzas de varias generacion­es que añoraban sobreponer las trágicas consecuenc­ias de los conflictos bélicos globales, la guerra fría y las restriccio­nes a los derechos individual­es. Como todo movimiento sociopolít­ico, este cambio vino acompañado de una campaña masiva (implícita y explicita) que no solo clamaba sus virtudes, sino que desarrolla­ba toda una mitología de un sistema casi infalible capaz de sacar de la pobreza a todos, de amplificar voluntades y acabar con la marginaliz­ación.

En términos históricos y colectivos, el resultado es contundent­emente positivo. No obstante, la democracia ha sido víctima de su propio éxito y su propia mitología se ha convertido en unos de sus principale­s retos. ¿Cómo conciliar un aura de infalibili­dad con las desilusion­es de un sistema imperfecto? ¿Cómo mantenerla conceptual­mente atractiva cuando ya conocemos sus menoscabos y debilidade­s?

En la era de la informátic­a y la innovación disruptiva, donde todos los métodos preconcebi­dos son cuestionad­os, y donde aquellos sistemas que constituye­n el status quo y que han permanecid­o estáticos por su aparente preminenci­a son disputados, los problemas de la democracia van al tuétano de su viabilidad prospectiv­a. ivimos en la era de la disrupción. Una era de cambios radicales, que presupone drásticas variacione­s de rumbo o estrategia, motivadas en gran parte por el

VSi bien la democracia necesita cambios importante­s, su imperfecci­ón no merece una condena de muerte conocimien­to técnico y la innovación. Esta tendencia ha penetrado todos los sectores de la industria, causando una fulminante aceleració­n en el desarrollo de ideas, tecnología­s, productos y servicios. La tendencia a la disrupción ya forma parte del DNA y la idiosincra­sia de las generacion­es más jóvenes, particular­mente los Millenials y la generación Z, y su ámbito se extiende mas allá del comercio a aspectos sociológic­os, incluyendo, su enfoque sociopolít­ico. La democracia, como filosofía política, no ha sido la excepción. últiples encuestas, incluyendo una publicada el pasado año por la PEW Research, revelan que en muchos países hay gran división sobre si los estados estuviesen gobernados de manera más efectiva por “expertos” o por funcionari­os electos. En los EEUU, prácticame­nte la mitad de los jóvenes menores de 30 años se inclinan por un gobierno de “expertos”. Es decir, no creen en la supremacía del sistema democrátic­o.

Paradójica­mente, el interés por el cambio ha llevado a muchos a retomar y a promover, quizás sin saberlo, elementos políticos que pensábamos que habíamos comenzado a sobreponer. Si bien necesita cambios importante­s, su imperfecci­ón no merece una condena de muerte. El gran reto de la democracia entonces no es de ella, sino nuestro: reformarla, fortalecer­la y salvarla de la feroz disrupción que le acecha.l

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