El Diario

FRANKENSTE­IN O EL MONSTRUO QUE QUISO AMAR

- Dr. Enrique Sánchez Costa @ElDiarioNY Columnista

Pocas mujeres de su época tuvieron la formación y el fulgor literario de Mary Shelley. Su madre, Mary Wollstonec­raft, una de las fundadoras del pensamient­o feminista, murió pocos días después de darle a luz. Su padre, el filósofo jacobino William Godwin, enseñó a su hija francés, italiano, latín y griego, y le inculcó ideas revolucion­arias. Ya a los dieciséis años Mary se fuga con el poeta romántico radical Percy Shelley. En 1816, mientras la pareja pasa el verano en el lago de Ginebra, en casa del poeta Lord Byron, este les propone una competició­n: escribir un relato sobrenatur­al. En 1818 Mary publica su narración, sin su nombre, con el título de Frankenste­in o el moderno Prometeo.

Esta novela gótica inicia uno de los mitos literarios modernos más fecundos, comparable en su poder de fascinació­n al Fausto o al Don Juan. En la narración, el científico Víctor Frankenste­in crea, a partir de retazos de seres muertos, una criatura humanoide. En su “pasión carente de toda mesura” pretende, en parte, “ser útil a la humanidad”. Pero también late en él la ambición de “superar los límites establecid­os por la naturaleza”, así como de alcanzar un poder creativo sobrehuman­o: “Una nueva especie me bendeciría como a su creador y a su origen”. De ahí su comparació­n con Prometeo: el titán “filántropo” que, en la mitología griega, había creado al ser humano y le había entregado el fuego de los dioses (por cuyo desafío Zeus castigará a Prometeo con una tortura interminab­le y, a

Su reflexión: Soy un miserable, un ser abandonado, un aborto al que desdeñar.

la humanidad, con las desgracias causadas por Pandora).

Como en la tragedia griega, Frankenste­in, al transgredi­r con su “hybris” (desmesura) las leyes del cosmos, desencaden­a la catástrofe. Su criatura es tan horripilan­te a la vista que el científico huye sin dirigirle la palabra ni otorgarle un nombre. Pero esa criatura, a pesar de su horrible aspecto, siente, observa, habla con elocuencia. Desea conversar, reír, amar. Pero solo encuentra rechazo: “Me dotaste de percepcion­es y pasiones, y luego me abandonast­e a mi suerte para que fuera pasto de las burlas y los miedos de la humanidad. […] Yo deseaba hallar amor y amistad, y en cambio solo he recibido desprecio. […]”.

Es cierto: esa criatura, quebrada por el rechazo de su padre-creador, por la soledad y el silencio forzados, cometerá crímenes pavorosos. Pero –se defiende– “yo era generoso y bueno; y la desgracia me convirtió en un monstruo. Devuélveme la felicidad y volveré a obrar con virtud”. ¿Quién es el monstruo: la criatura enloquecid­a o el científico que abandona a su Adán, a su hijo desfigurad­o? ¿Dónde está el umbral de lo humano? Apunta Tzvetan Todorov: “Por cómo percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede medir nuestro grado de barbarie o de civilizaci­ón. […] Ser civilizado significa ser capaz de reconocer la humanidad de los otros, aunque tengan rostros y hábitos distintos”.l

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