ENSAYO “MI FOTO CON FIDEL”
Desde una foto en blanco y negro que retrató un encuentro casual de su niñez en Cuba, a una trascendental reunión de estudiantes universitarios con funcionarios del gobierno, la periodista del Houston Chronicle Olivia P. Tallet describe sus experiencias e
Mi teléfono no ha parado de sonar desde que murió Fidel Castro.
Algunos amigos llamaron desde Miami, eufóricos por la noticia del 25 de noviembre. Otros, desde Cuba, con un tono triste. Y otros más pareciendo atónitos.
Un amigo de mi infancia, que también vive en Houston, me insistió que compartiera cómo me sentía.
“Realmente no lo sé”, le dije, “todavía no he decidido qué es lo que siento”.
Su siguiente comentario me tomó por sorpresa: “¿Acaso tienes temor a sentir algo?”
¿Temor?, pensé. Decidí ir en busca de respuestas.
Tengo un baúl que llevo a todas partes desde que emigré de Cuba en la década del 90, un par de años después de graduarme de Periodismo en la Universidad de La Habana. Lo abrí y encontré la foto en blanco y negro que estaba buscando, tomada durante la boda de unos familiares: mi primer encuentro con Fidel Castro.
Yo tenía entonces tres o cuatro años de edad, y estábamos compartiendo un plato de comida. Cuenta la leyenda familiar que en ese instante yo le estaba diciendo a Fidel que él tenía que cerrar los ojos y abrir la boca para probar el pastel que yo le ofrecía, tal como hacía mi madre cuando quería deleitarme con alguna sorpresa comestible. Ya para entonces, él había comenzado a comerse la croqueta de pollo que yo le había asignado.
En ese entonces, Fidel era para mí el hombre que salía siempre en la televisión. Y desde mi mirada de niña, el que llegaba ahora haciendo ruido, rodeado de hombres verdes que se posicionaban en las azoteas del vecindario. Otros, disfrazados de invitados, parecían estatuas con cabezas de ventilador, oscilando sus gigantes ojos de lado a lado sin parar.
Obviamente, en esos tempranos años, yo no tenía idea de la dimensión del personaje que tenía frente a mí. Yo simplemente estaba jugando a las casitas con Fidel.
Como estudiante
En mis años universitarios, volví a tener una experiencia con Fidel.
Esta vez, fui parte de un pequeño grupo de estudiantes de periodismo que propusimos discutir nuestras preocupaciones sobre Cuba con Carlos Aldana, entonces el jefe del Departamento Ideológico del Partido Comunista de Cuba y número tres en la escala del poder en la isla.
La Escuela de Periodismo era un hervidero de discusión política e ideológica. Creíamos que la directiva del país le daría la bienvenida a un diálogo constructivo con estudiantes y profesores de la facultad. Creíamos que representábamos a una nueva generación de cubanos interesados en mejorar nuestro país.
La invitación que le hicimos a Aldana a venir a nuestra facultad terminó en una reunión a puertas cerradas en un teatro en la sede del Comité Central del Partido, que en Cuba es lo mismo que la sede del gobierno.
Casi 300 personas entre estudiantes y profesores fuimos sentados en la línea central del teatro, flanqueados a derecha e izquierda por dirigentes, miembros del partido, agentes de la inteligencia y periodistas en estricta condición de observadores, sin poder publicar lo que vieran.
En el escenario, Aldana y otros ministros respondían a un cuestionario que se nos exigió enviar con antelación. Eran más de 90 preguntas sobre temas que iban desde el culto a la personalidad de Fidel Castro falta de libertad de prensa, expresión y organización.
La reunión fue calificada por algunos como una batalla campal que duró más de 12 horas en total.
Después del último receso de aquella reunión, Aldana reanudó la sesión introduciendo la entrada en el teatro de una sorpresa: “El Comandante en Jefe Fidel Castro”.
El teatro se vino abajo en aplausos.
Fidel siempre ha tenido una presencia imponente. Sus más de seis pies de estatura siempre de verde olivo, y un carisma irresistible, agrandaban todas las historias que lo habían convertido en un mito. El hombre que sobrevivió cientos de intentos de asesinato, el héroe que se le plantó al bully del norte levantando con ello el orgullo latinoamericano. Uno que conglomeraba casi tanta gente como el Papa en sus viajes por el mundo. Uno que, en sus mejores tiempos, era tan articulado que sus propios opositores decían que preferían no escuchar a Fidel, porque si lo dejaban hablar un rato, terminaba convenciéndolos.
El mito estaba ahora allí ante nosotros. Las emociones explotaron, para unos con lágrimas, para otros con el miedo o la culpa que siente un niño regañado: nos dimos cuenta de que la reunión había sido monitoreada desde el principio a través de cristales que adornaban el teatro.
A todos se nos aflojaron las piernas. Fidel venía a terminar la discusión con un extenso monólogo. Pero para su sorpresa por falta de antecedentes, algunos en el teatro continuamos extendiendo nuestras manos, pidiendo la palabra. Saltábamos en las sillas intentando llamar la atención, o quizás eran el temblor y la adrenalina delatando nuestro temor de saber que estábamos cometiendo una transgresión contra el mito.
Algunos logramos ser escuchados. Yo quise saber por qué los héroes y líderes exaltados por los medios, discursos, y en todas partes siempre eran los de la vieja guardia, mientras los más jóvenes se sentían invisibles y desvalorados, a pesar de que nuestra generación estaba sacrificando miles de vidas en las guerras por el mundo a que eran enviados.
Fidel no respondió directamente a nuestras preguntas. La imagen del mito se marchitaba ante nosotros con cada golpetazo iracundo que él daba en la mesa. Con cada giro violento de su butaca; con sus regaños condescendientes ante nuestra audacia.
Virginidad política
Aquella noche a finales de Octubre de 1987 fue el día en que perdimos nuestra virginidad política. Salimos del teatro con una descomunal sensación de pérdida, y creo que ese fue el caso también para el gobierno.
Mi entonces profesor de periodismo y actual escritor radicado en Miami, Wilfredo Cancio Isla, escribió después que aquella reunión, en la que también estuvo presente, “conmocionó el ámbito académico, destrozó compromisos ideológicos y trasformó para siempre el modo de pensar” de muchos cubanos. Ese día, “un grupo de jóvenes universitarios hallaron, sin proponérselo, la vulnerabilidad y la senectud de un hombre aferrado al poder”.
La mayor pérdida no fue descubrir las imperfecciones del mito. Fue comprender que en la mente del omnipresente líder no había espacio para discutir, y menos incorporar, reformas propuestas por una generación de jóvenes crecida y educada en su propio sistema.
De aquellos acontecimientos nunca se publicó nada, pero el poderoso medio isleño conocido como “radio bemba” lo distribuyó por todas partes. Algo había detonado en el sistema de la isla.
Cancio escribió que a la reunión le llamaron “la otra revolución de octubre”. Creo que es un poco exagerado. Pero pienso que aquella detonación abrió una quebradura en el muro hasta entonces infalible de los líderes de la vieja guardia.
La grieta fue llenada por muchas otras manifestaciones de mi generación, desde un movimiento de las artes plásticas que tomó calles y galerías, o músicos retando las censuras, hasta jóvenes filósofos y economistas repensando el país y presionando para ser escuchados. Cuba ha venido cambiando mucho antes de que Estados Unidos lo haya notado.
Muchas de aquellas personas forman parte actualmente de la diáspora cubana de los 80 y 90 repartida por el mundo. Otros permanecieron en Cuba, algunos promoviendo cambios desde el interior de la isla.
Una llamada telefónica desde Cuba me sacó de mis meditaciones ante la foto.
Era Luis DunoGottberg, profesor de Rice University y especialista en Cuba y Latinoamérica. Él estaba allá acompañando al equipo de béisbol de Rice en la isla. “Aquí se siente el peso de la historia”, me dijo, “sobre todo la historia del siglo XX que acaba de terminar”.
Ahí está, pensé. DunoGottberg ha dado en el clavo. La noche del 25 de noviembre de 2016, día en que murió Fidel, marca el final del siglo XX.
He decidido que voy a enmarcar la foto. Es tiempo de sacarla del baúl. Es una pieza de la historia del Siglo XX. Es un pedazo de mi historia.