Una historia de oro, plata y bronce
París muestra en una exposición a través de las medallas un anecdotario de la historia olímpica
Desde Atenas 1896 hasta nuestros días, una exposición en la capital francesa bucea en la historia del diseño de las medallas, consideradas a la vez testigos de la evolución del olimpismo moderno y fuente inagotable de anécdotas.
Las medallas de los primeros juegos olímpicos modernos, los de Atenas de 1896, no eran de oro, ni tenían aún los icónicos anillos deportivos y, solo a partir de Amsterdam 1928, las preseas empezaron a darse nada más terminar las pruebas con una coreografía precisa.
‘De oro, de plata, de bronce’, expuesta hasta el 22 de septiembre en la Casa de la Moneda de París, recoge estas y otras curiosidades sobre el símbolo más identificable y deseado de los JJOO.
Para Dominique Anterion, comisario de esta exposición, más allá de la “gran historia” tras el diseño de las 152 reliquias que integran la muestra, la idea es hacer partícipe a los visitantes de anécdotas que, a veces, “hacen sonreír” y que “ayudan a construir la historia de los Juegos”.
Para Anterion, esta muestra es importante, en primer lugar, porque ayuda a conocer “qué aspecto tiene una medalla”, pues, pese a ser un “elemento clave” en un contexto olímpico, apenas es observada durante unos segundos en un plano televisivo.
La medalla ateniense de 1896 ni siquiera incluía los anillos olímpicos y, en su lugar, realzaba a la diosa alada Niké, símbolo de la victoria, y en su reverso la Acrópolis.
Los siguientes JJ.OO., los de París de 1900, a los que Anterion bautiza “el gran fiasco”, por haberse entremezclado totalmente con la Exposición Universal de ese mismo año, fueron los que incorporaron el oro por primera vez en la historia y que, consecuencia de la moda de la época, presentaron medallas rectangulares.
Francia trataría de remediar su escarnio en los de 1924, que fueron, prosiguió este experto, “un verdadero éxito retransmitido por primera vez por vía inalámbrica con miles de periodistas”.
Otro año de referencia que exalta es 1928, por ser a partir de ese momento cuando las medallas se entregan una vez finalizadas las pruebas y en el mismo sitio en el que se desarrollaron, así como por concebirse una iconografía de ‘medalla estandarizada’, con independencia del país que acogiese las olimpiadas.
Ese cambio de itinerario no impidió seguir inmiscuyendo elementos artísticos que denotasen unicidad, como ocurrió en Roma en 1960, con la introducción de la cadena a la medalla, o en México en 1968, con el añadido de una placa en la que aparecía grabada el símbolo insignia de cada disciplina deportiva y que se ubicaba entre el trofeo y el cuello del laureado.
Los Juegos Olímpicos de invierno nunca han aplicado esa uniformidad, lo que les permitió incluir en ediciones como la de 1992 de Albertville (Francia) un inserto de cristal que otorgase los míticos tonos dorados, plateados y bronceados o, para su versión paralímpica, grafismos con braille en el reverso.
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