Prueba del Padre
Capítulo dos: La entrevista
El helicar encontró un sitio adecuado para posarse y bajó rápidamente. Cuando tocó tierra, las manos de Tandra temblaban tanto que apenas podía sostener los controles. Entonces se dio cuenta de que su teléfono parpadeaba: había recibido una llamada durante el breve vuelo. Presionó un botón y la cara de su amiga Uki apareció en la pantalla.
—¡Hola, chica! ¡Se me acaba de ocurrir una idea brillante! — guiñó un ojo y sonrió. Su imagen se distorsionó un poco—. Puede que sea medio peligrosa, pero estoy dispuesta a intentarlo y tú deberías estarlo también. No se puede perder el tiempo. ¡Llámame!
Tandra suspiró. A Uki le encantaba hacer planes locos desde que estaban juntas en la escuela secundaria. Inevitablemente, sus ideas “brillantes” las metían en problemas a las dos, aunque ella era siempre la instigadora y Tandra una seguidora no más. Una amiga ovejuna. Gracias, pero no, se dijo. No estaba para aventuras ahora, mucho menos si resultaban “peligrosas.” Borró el mensaje y salió del helicar.
El Instituto era un área de veintitrés hectáreas ocupada por bloque tras bloque de casas de prueba idénticas. Un adolescente pasó corriendo junto a Tandra, pero se alejó antes de que ella pudiera preguntarle dónde se hallaban las oficinas administrativas. Hiperquinético, como casi todos los jóvenes que conocía. No pudo determinar si se trataba de un chico de prueba o de un empleado; lucían prácticamente iguales.
Tandra encontró el edificio principal después de una caminata de veinte minutos. Presionó su muñeca contra la placa magnética de la puerta de una oficina hasta que ésta reconoció su chip personal y emitió un pitido. Ah, cómo odiaba los chips. Y los pitidos. Pensó con nostalgia en su propia casa, una cabaña sin chips, pitidos ni tecnología. Ella criaría a su hijo en un entorno natural—si le permitían quedarse con él, claro.
La puerta se abrió y Tandra pasó a un saloncito muy bien alumbrado. Todo era aséptico, impersonal y reluciente. Había una hilera de sillas vacías, de piel sintética y color gris claro. Se sentó y esperó a que la llamaran, mientras sudaba frío.
El asesor parental resultó ser un joven de unos veinte años que saludó a Tandra y la condujo a su oficina. El lugar era curiosamente similar la sala de espera, pero con un escritorio y dos asientos en lugar de sillas aisladas. La misma limpieza, los mismos tonos apagados. El asesor parecía amable. Su amabilidad, sin embargo, no le impidió seguir las fastidiosas reglas del Instituto.
—Desafortunadamente, usted ya tiene dos puntos en su contra —le informó a Tandra—. En primer lugar, es madre soltera, y aquí preferimos otorgar licencias de paternidad a parejas sólidas que hayan permanecido juntas durante al menos tres o cuatro años. Esto es, como usted sabe, lo que beneficia más a los niños.
Tandra asintió, preguntándose si debería explicarle que su pareja la había abandonado. Sin ceremonias.
Ni siquiera había acudido a la gastada excusa de “es culpa mía, no tuya.” La había soltado como una papa caliente y sin explicaciones. El muy gaznápiro había estado de acuerdo con Tandra cuando ella se quejaba de la Prueba de Padres. La había apoyado en su decisión de esperar lo más posible antes de aplicar juntos para la licencia. Pero tan solo había intentado ganar tiempo hasta que se armó de valor para dejarla. Ella se había dado cuenta demasiado tarde. Si el asesor hubiera sido una mujer, habría más fácil explayarse en detalles. ¡Pero intenta explicarle todo eso a un tipo joven! Tandra se mantuvo callada.
—Luego está el hecho de que es una solicitud de último minuto —continuó el asesor—. Preferimos que la gente planifique el embarazo y no espere hasta el séptimo mes para pedir una licencia.
—Entendido —dijo Tandra—. Por eso es que me gustaría tomar la Prueba Alternativa ahora.
—Debo advertirle que es no es fácil —dijo el asesor con severidad.
Ahora parecía mayor. Más oficial. Tandra luchó por mantener la calma.
—Ya lo sé.
—De cada diez candidatos, solo dos o tres la pasan. Esos muchachos son… difíciles — hizo una pausa para dejar que la idea calara en Tandra—. Y el fracaso cuenta como un Súper Menos en sus antecedentes.
Tandra lo miró a los ojos y preguntó:
—¿Me está recomendando que renuncie a mi bebé?
Él dejó que su rostro se suavizara con la leve curva de una sonrisa.
—Pues, sí. De esta forma, cuando quiera volver a intentarlo, tendrá un Súper Más en sus antecedentes. Hay una compensación monetaria ahora, en caso de que usted no lo sepa.
Tandra no ganaba mucho como instructora de literatura en una pequeña universidad del condado. Las palabras “compensación monetaria” resultaban difíciles de pasar por alto. Se inclinó hacia delante, interesada pese a todo.
Se preparaba para averiguar la cantidad exacta cuando su teléfono comenzó a vibrar. Tenía que ser Uki, que no soportaba cuando no le contestaban una llamada de inmediato. Tandra se alegró de no poder responder en ese momento. Uki, con sus ideas loquísimas, siempre lograba hacer cambiar los planes de su amiga. Las dos lo sabían.
—Por supuesto, es usted la que debe decidir —concluyó el asesor—. Solo quiero que sepa que cuenta con varias opciones.