The Taos News

La abuela viene a Taos

Capítulo uno: Una abuela difícil

- Teresa Dovalpage La version de este cuento esta por la Pagina C3.

Marcela se enteró de que su abuela materna, Ramona Carroforte, iba a vivir con ellos en Taos el mismo día que la Señorita Gutiz le asignó a su clase avanzada de español una tarea de tipo culinario: llevar una “receta de abuelita” como proyecto final del curso. Marcela pensó que tendría que recurrir a la abuela de su amiga Feloniz, como de costumbre. Como de costumbre también, se sintió mal por su deficienci­a en asuntos abuelescos.

Su abuela paterna había muerto antes de que naciera Marcela. Ramona, su abuela materna, se había mudado a Miami hacía dos años, pero no hablaba inglés. El español de Marcela, a pesar de los esfuerzos de la Señorita Gutiz, dejaba bastante que desear. Marcela estaba segura de que, si su abuela cubana hubiera vivido cerca, su segundo idioma habría mejorado más rápido. Pero las conversaci­ones telefónica­s eran dificultos­as, y Ramona Carrofuert­e no usaba correo electrónic­o ni Facebook. Ni siquiera sabía cómo enviar mensajes de texto, aunque eso parecía ser un problema común para la mayoría de las abuelas.

Marcela llegó a la casa y, en el mismo momento en que tiró su mochila en el sofá, supo que algo estaba pasando. Chula, su pastora alemana, estaba en un rincón y corrió a saludarla moviendo la cola como todos los días. Pero una extraña vibración en el aire envolvió a Marcela como una nube rancia.

El motivo se aclaró a la hora de la cena. La madre, Ana Cecilia, había preparado sopa de pollo y una ensalada. El padre había traído pan de plátano de Cid’s, la tienda local donde vendían comida orgánica. Una vez servida la sopa, Ana Cecilia anunció:

—Tu abuela viene a vivir con nosotros.

La sorpresa de Marcela fue tan grande que la cuchara se le cayó dentro de la sopa y el líquido caliente salpicó el mantel.

—Llega mañana de Miami —continuó Ana Cecilia—. La oficina va a ser su cuarto de ahora en adelante. Si tienes libros, juguetes o cualquier otra cosa allí, sácalos esta noche.

Ana Cecilia hablaba sin emoción, como si estuviera discutiend­o el menú del día siguiente, pero Marcela, con trece años cumplidos, había aprendido a detectar señales sutiles, y no tan sutiles, en el mundo de los adultos. Su madre se sentía incómoda y también su padre, que tenía los ojos clavados en la ensalada sin decidirse a terminarla.

—Pero no hay cama en la oficina —dijo Marcela. —Que use el futón. Marcela asintió. No se atrevió a decir que el futón era pequeño y duro, además de estar cubierto de pelo por ser el sitio favorito de Chula.

—El avión llega mañana a la una de la tarde— dijo Ana Cecilia—. Saldremos para a Albuquerqu­e en la mañana para recogerla.

El padre de Marcela dejó escapar un suspiro.

—¿Va a quedarse aquí para siempre? —preguntó Marcela.

Sus padres cambiaron una mirada. Marcela pensó que estaban tratando de ganar tiempo antes de responder.

—Sí —dijo Ana Cecilia. Luego observó de reojo a su marido y tosió—. Bueno, tal vez para siempre. Todavía no sabemos.

Hubo una pausa larga y desconcert­ante. La sopa se enfrió. Marcela puso la cuchara con cuidado dentro del tazón.

—¿Todo va a salir bien? — preguntó.

—Por supuesto, cariño —contestó su padre, demasiado pronto y con demasiado entusiasmo—. Siempre dijiste que querías tener una abuela cerca, ¿verdad?

Esta vez fue Ana Cecilia quien suspiró.

Esa noche, en la cama, Marcela revivió en su mente la escena del comedor. ¿De veras todo iba a salir bien? Ella solo había visto a su abuela dos veces. La primera fue cuando Ramona los visitó en Albuquerqu­e. Marcela tenía seis años y no recordaba mucho porque la abuela había regresado a Cuba en un par de semanas en lugar de los tres meses que su visa americana le permitía quedarse. Pero sí recordaba con claridad que lo pesada que Ana Cecilia se había puesto entonces, estresada y más enojona de que de costumbre.

El segundo encuentro se produjo cuando Ramona y su marido (no el abuelo de Marcela, que había muerto en Cuba) llegaron a Miami, en esta ocasión con visas permanente­s. Esto fue hacía dos años, después de que Marcela y sus padres se mudaran a Taos. El padre de Marcela no pudo acompañarl­os por razones de trabajo, así que la niña y su madre habían volado juntas a Miami.

Marcela se quedó con sus primos y la Tía Eugenia, una puertorriq­ueña parlanchin­a, mientras Ana Cecilia y su hermano, Tío Luis, iban al aeropuerto para recoger a su madre.

—Qué suerte la suya, tener a mi abuela para ustedes solos —les dijo Marcela a Tía Eugenia y a los niños.

—¿De verdad? —Eugenia se rió sin alegría—. Bueno, te la regalo. Llévate la vieja pa Taos con mis bendicione­s.

Marcela no entendió si Tía Eugenia bromeaba. Al fin llegó la abuela, acompañada por un hombre bajito y regordete con espejuelos de plástico que no dijo ni mu en toda la velada. Ramona habló todo el tiempo y algo de lo que soltó no les cayó a su hija y nuera. La noche terminó con una pelea memorable entre Ana Cecilia y su madre, con Luis de árbitro, mientras Eugenia mantenía a los niños encerrados en la terracita del apartament­o. Las barbaridad­es en español iban y venían por el aire. Marcela y la madre volaron a Taos al día siguiente. No habían vuelto a hablar de Ramona hasta ese día.

Ahora, Marcela no podía evitar la ansiedad. Esperaba que su madre y su abuela se llevaran mejor en esta ocasión.

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Shuttersto­ck La noche terminó con una pelea memorable entre Ana Cecilia y su madre, con Luis de árbitro, mientras Eugenia mantenía a los niños encerrados en la terracita del apartament­o. Las barbaridad­es en español iban y venían por el aire.
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