The Taos News

La abuela viene a Taos

Capítulo dos: Esperando a que este tiempo sea diferente

- By Teresa Dovalpage

La abuela de Marcela, Ramona, que se había establecid­o en Miami después de salir de Cuba, llega a Taos, quizá a vivir allí de forma permanente. Pero ella nunca se ha llevado bien con su hija. ¿Saldrán mejor las cosas esta vez?

Marcela se despertó al amanecer y se quedó un rato mirando a las montañas Sangre de Cristo desde la ventana de su recámara. “Cuando vienes a Taos, las montañas te dan la bienvenida o te escupen,” le había dicho Feloniz una vez. “Te ponen a prueba, y en cinco años sabes si te vas a quedar o no.”

La familia de Marcela había pasado la prueba. Llevaban seis años en Taos, que era su hogar de una manera en que Albuquerqu­e nunca lo había sido. Todo allí les gustaba, desde las tiendecita­s esotéricas hasta los restaurant­es que servían el mejor chile verde del mundo. ¿Las montañas darían la bienvenida a Ramona? Su abuela, la verdad sea dicha, tenía fama de difícil. Unos meses después de su llegada a Miami, el marido de Ramona la había dejado. “Ya no está,” Marcela oyó decir a su madre. Al principio pensó que el hombre se había muerto. Luego entendió que seguía vivo y coleando, solo que no en Miami, que con una mujer diferente, una ex con quien se había juntado otra vez.

“No me extraña,” había murmurado Ana Cecilia, pero

sin añadir más explicacio­nes.

Poco después, Ramona empezó a llamar a menudo y su relación con Ana Cecilia mejoró, al menos por teléfono. No se insultaron ni se colgaron más de dos o tres veces en el transcurso de 10 meses. Ana Cecilia había visitado a Ramona en Miami, sola y reportado a su regreso que la visita había ido “bien.”

Ahora era Ramona quien vendría. En cuestión de horas, estaría en Taos.

Marcela estaba un poco asustada, pero, más que nada, emocionadí­sima. ¡Sería tan divertido tener una abuela a su lado! Lo único que le disgustaba era perderse la reunión mensual del Club del Té Turquesa ese día. Se trataba de una asociación sólo para chicas establecid­a por la dueña de la Turquoise Teapot, una casa de té local, “para difundir el amor por el té y los buenos modales” en la generación más joven de taoseñas. Una vez al año, todas iban al salón de té Saint James en Albuquerqu­e y recibían un taller de dos horas sobre las sutilezas del té de la tarde.

Marcela adoraba aquel club. Nunca antes había faltado a una reunión. Por otro lado, estaba segura de que sus padres no habrían insistido en que los acompañara al aeropuerto de Albuquerqu­e si ella no tenía ganas. Antes de irse a la cama, Ana Cecilia le había preguntado: “¿Vienes con nosotros?” Su tono que indica que “no” era una respuesta aceptable.

Pero Marcela dijo “sí.” Quería abrazar y besar a su abuela y darle una calurosa bienvenida. Luego le haría preguntas sobre Cuba; a su madre no le gustaba hablar de la isla. Y claro, se haría de una receta única para el proyecto final de la clase de Miss Gutiz. Como si todo esto fuera poco, ¡a lo mejor hasta se le pegaba la cubanía de Ramona! Marcela se parecía más a su padre, un rubio tranquilón, de Indiana, que no hablaba español a pesar de haber estado casado con Ana Cecilia durante 15 años. Eran una pareja algo inusual, pensaba Marcela, pero se llevaban bien. Los dos trabajaban en el Hospital Holy Cross—ella de farmacéuti­ca y él como técnico de rayos X. No discutían por dinero, borrachera u otros motivos, como hacían otros padres; los de Feloniz por ejemplo. Una abuela completarí­a la familia. ¿Cómo podría Marcela no darle la bienvenida?

Mientras el carro bajaba por Blueberry Hill Road, Marcela miró las montañas en el espejo retrovisor y les pidió en silencio que le dieran a Ramona su bendición.

El vuelo de conexión desde Houston se retrasó dos horas. Marcela empezó a ponerse nerviosa. ¿Qué pasaría si su abuela se perdía en aquel enorme aeropuerto donde había que tomar hasta trenes para ir de una terminal a otra?

Cuando los pasajeros comenzaron al fin a pasar por las puertas giratorias de vidrio, la chica apenas podía aguantarse las ganas de dar brincos de alegría. ¿Pero reconocerí­a a Ramona? De la abuela, recordaba más cómo sonaba que cómo lucía. Durante aquella horrible noche en que Ana Cecilia y su madre se pelearon a gritos, a la manera de personajes de telenovela, la voz aguda y chillona de Ramona había llenado el apartament­o de Miami y resonado en las paredes. Aquel era el recuerdo más vívido que Marcela tenía de su abuela.

Una señora mayor, de hombros caídos y cabello grisáceo, que caminaba como un patito cojo, se les aproximó arrastrand­o una maleta verde bastante maltratada. Marcela se quitó del medio, esperando que la anciana pasara de largo, pero Ana Cecilia corrió a su encuentro. Se abrazaron torpemente mientras Marcela permanecía inmóvil junto su padre.

La mujer exudaba una mezcla de debilidad y desafío. Tenía una expresión firme, pero mantenía los brazos, muy delgados, doblados a la altura de los codos, como si temiera caerse o que la atacaran. Marcela dijo tímidament­e:

“Buenas tardes, abuela.” Ramona le clavó los ojos, pequeños y marrones, y le respondió en español:

“¿No le das un beso a tu abuela?”

La voz se le quebró cuando dijo “beso.” Sonó extraño, en todos los sentidos de la palabra.

Marcela se quedó sin saber qué hacer. De pronto se le evaporaron las ganas de besar a la abuela. Lo sentía como obligación. El padre salvó la situación diciendo, mientras recogía la maleta de Ramona:

“Ya vámonos. No quiero conducir por el cañón después de oscurecer.”

La version de este cuento en inglés esta por la Página C5.

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Shuttersto­ck Quería abrazar y besar a su abuela y darle una calurosa bienvenida. Luego le haría preguntas sobre Cuba; a su madre no le gustaba hablar de la isla.
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