The Taos News

Los Hijos de la Monja Azul

Capítulo XXIB: La Virgen proclama a Sor María ‘incorrupta’

- Por LARRY TORRES

Por varias horas antes de muerta, una muchedumbr­e de devotos se había congregado para velarla mientras de que rezaban por Sor María.

Muchas lucecitas de sus cirios alumbraban la noche mientras que lamentaban. Ahora que Sor María había pasado a mejor vida, la desesperac­ión por verla, no tenía límites. Las monjas del convento se vieron obligadas de poner a un deputado cerca de su ataúd para mantener disciplina, respeto y orden.

Pero, ¿dónde estaría la amada religiosa? Su cuerpo yacía en el ataúd, mas los informes de que los muchos la vieron en tantos sitios en Europa, puso a la Santa Madre Iglesia en el medio de un enigma.

El Magisterio temía que los más devotos quisieran proclamarl­a santa y exigir su inmediata canonizaci­ón. Mucho de lo que Sor María había escrito tocante a la Virgen no tenía prueba más que las palabras en su manuscrito. Pasarían varias décadas antes que se proclamase­n tres dogmas infalibles: la Inmaculada Concepción de María, la perpetua virginidad de María y la maternidad de María como madre del Dios Vivo.

Todavía tenían que investigar­se su dormición, su asunción y su coronación como reina del cielo.

Mientras que Sor María Ágreda de Jesús descansaba, la Virgen María le habló hasta por tres días después de muerta.

“Permitiré de que vuestro cuerpo permanezca en un estado de incorrupti­bilidad por muchos siglos para que sirva como signo de que todo lo que os he narrado en mi autobiogra­fía es justo y recto. Algún día seréis conocida como ‘la Santa Incorrupta.’ Vuestro cuerpo tendrá gran honor como una reliquia de lo qué es amarme.

“En la plenitud del tiempo cuando se había llegado el

momento para reunirme con mi Hijo Jesús, Él mismo bajó del cielo en el primer instante de mi dormición para recogerme entre sus brazos tanto en alma como en cuerpo. Yo, ya había pedido de que mis hijos espiritual­es fuesen permitidos a ser testigos de mi transfigur­ación. Así fue de que todos los Apóstoles, desparrama­dos por todos los rincones del mundo, estuvieron presentes conmigo,

impulsados por el Espíritu Santo.

“El primero que llegó desde la Isla de Patmos y se postró a mis pies, fue el menor de mis hijos, San Juan Evangelist­a. Su hermano Santiago el Mayor ya había muerto; decapitado y enterrado en Compostela, pero ni esto no lo impidió de venir también.

“San Pedro vino de Roma y se ahincó a mi cabecera. Santo Tomás llegó de La India dónde predicaba mis loores. De Gaula vino San Felipe. San Bartolomé y San Matías vinieron desde Armenia y de Grecia. Santiago le Menor vino desde Jerusalén. De la Persia vinieron San Simón y San Judas Tadeo. San Mateo se presentó desde Abisinia. Todos fueron testigos de mi asunción.”

Con cada revelación que la Virgen le hacía, Sor María Ágreda de Jesús se colmaba más y más de regocijo. “¡Cómo quisiera haber podido estar presente entre los Ángeles, los Patriarcas, los Mártires, los Santos y las Vírgenes cuando Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo coronaron a la Virgen como Reina del Cielo!”

Esa extasía suprema que cursaba a través de su cuerpo le llenaba cada vena y arteria con una santa delicia celestial.

Desde un principio, la veneración de su cuerpo causó gran alarma entre las monjas del convento. Sus devotos ansiaban por tocarla y por llevarse reliquias de su cabello, su hábito y de sus rosarios tocados al cuerpo de la venerable.

Sor María Agreda de Jesús nada más se sonreía en descanso cierto de que su veneración verdaderam­ente era una devoción a la Virgen María.

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FOTO DE CORTESÍA Algún día seréis conocida como ‘la Santa Incorrupta.’

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