Del Diario de un Vaquero
América por fin
La mañana próxima, JuanLucas partió, siguiendo su camino más allá del Valle de la Dordoña. Pausó en un pueblecillo llamado Los Ezios para mirar brevemente a la gruta que su madre le había mencionado en una vez. Era una caverna prehistórica que los locales llamaban “Lascó.” Estaba repleta de figuras antiguas que remontaban a las Épocas Glaciales, unos veinte y cinco mil años pasados. Esos bisontes masivos, berrendos y mamutes estaban preservados en las murallas de la gruta en sombras de carbón negro, de ocre rojo y amarillo. Estos animales realísticos eran más antiguos por siglos que las civilizaciones más tempranas Egipcias. Él estaba cierto que algún día descubriría petroglifos semejantes en el
Nuevo Mundo.
Sin embargo, Juan-Lucas se aprontó hacia la ciudad portuaria de El Puerto, en la desembocadura del Río Seno en Normandía. Había intentado proceder en adelante, dirección noroeste, y allí embarcar en un barco en ruta hacia el oeste cerca del Monte de San Miguel en el Canal de la Mancha. Era una isla con una antigua iglesia que tenía una aguja que apuntaba directamente para arriba. Según la tradición, era el sitio donde el Arcángel San Miguel, había puesto los pies durante el tiempo de Noé y el arca cuando todavía eran arrojados por las aguas del diluvio bíblico.
Mientras que se paseaba por allí, Juan-Lucas vio a varios pasajeros desembarcando brevemente. Entre ellos, llegó a conocer a dos jóvenes seminaristas misionarios Franceses. Iban colmados de ideas sobre lo que harían algún día cuando hubieran completados sus estudios. Así como él, ellos también se habían huido de sus familias en Lempdes en el Valle de Auvernia. Juan-Luces admiraba su entusiasmo raro. El mayor de ambos apenas tenía veinte y seis años de edad. Se llamaba José Machebó. Lo acompañaba otro joven de apenas veinte años de edad. Él se llamaba Juan Bautista Lamí. Mientras que compartían sus planes para la conversión de los pecadores, Juan-Lucas sintió que ambos destinos estaban ligados inextricablemente con el de él. Se volverían a ver.
Después de muchas semanas de ser arrojados por las ondas del mar, al fin el barco llegó al puerto de Nueva York. Era un lugarcillo sucio, repleto de refugiados de todo el mundo. Los dos misioneros tomaron el tren lejos de allí tan pronto como posible, rumbo hacia Cincinnati, Ohio. Juan-Lucas se despidió de ellos amicablemente, dejándoles en un lugar llamado Tifín. Tenía intento de visitar la tierra de los Hurones, de los que se autodenominan “gente del lugar del pedernal,” y de los Mohawk, gente del lobo, al norte de Nueva York, como su primera parada en Nueva York. Sospechaba que eran ramificaciones de la gente cuales se llamaban “Acadianes” en Francia. Parlaban una forma arcaica de francés transicional, mezclado con El Español, El Italiano y un idioma Africano nativo. Había oído que lo hablaban en el pueblecillo de Perpiñán. Los Acadianes no podían decidir si le debían lealtad a Inglaterra o a Francia, pero siempre estaban ocupados tratando de dominar a una tierra virgen con costumbres antiguos.
En cada rincón, Juan-Lucas se asustaba al ver a animales que eran un tipo de roedores que ladraban como perritos y corrían como topos. Los locales les llamaban “tusas.” También le fascinaban algo que era una combinación de una tortuga y un gato grande. Los locales les llamaban “armadillos” por su piel armaduresca. También se trocó repentinamente con una víbora cuya cola cascabeleaba para amonestarles a los depredadores prospectivos que estaba allí. Y Juan-Lucas no podía figurar qué era un lagartijo anaranjado y negro como un tigre que era venenoso, y a cual los locales llamaban “un monstruo gila.”
Sí, el Oeste Lejano era aún más silvestre que lo que primero había imaginado.