Diario de un Vaquero
La Doctrina Monroe deja a ambos hombres desinquietos
Así que los jinetes Franceses se acercaban a la lumbrita esa noche, el Señor JuanLucas le pasó una taza de té de manzanilla a Santiago Duval. Era una taza de peltre casero. Había encontrado a unas plantas de manzanilla a lo largo de la senda que forjaban, y asombrados de que ni los bisontes ni las vacas flacas se las habían comido. Él le explicó que los campesinos locales le llamaban a la planta ‘manzanilla’ porque cuando la hervían, su esencia despedía el olor a manzanas.
Santiago la recibió con agradecimiento, porque podía ayudarla a deshacerse del frío de la tarde. El Señor Juan-Lucas venía calladito y parecía que estaba preocupado con algo que tenía en mente. Santiago Duval se alisó la barba, mirando al otro jinete. Le preguntó: “¿Qué trae entre uñas esta tarde, amigo?”
“Yo venía pensando que a pesar de todas las batallas que hemos tenido a lo larga de la senda, nosotros ambos hemos sido muy bendecidos en verdad,” le replicó el Señor Juan-Lucas. “Los seres humanos tanto como los animales viven y se mueren, todos a la misericordia de la Divina Providencia. Los Estados Unidos van creciendo con sus dolores de crecimiento pero nunca podemos adivinar qué nos sucederá del creciente al poniente. Ni tan siquiera se nos ocurre que cuando primero llegamos a Los Estados Unidos que podríamos ser expulsados de aquí por el Gobierno mismo,” El Señor JuanLucas le replicó.
“Cómo dice?” Santiago Duval le preguntó, pausando en medio sorbido de su taza de té, “¿Qué ha oído? Hay algún peligro levantándose al filo del horizonte?”
“No es algo que apenas ahora se comenzó,” el Señor Juan-Lucas le respondió. “Ya hace unos cuantos años que ocurrió. Se embozó en un discurso al Congreso en 1823. Era una ley nombrada en honor del Presidente Jaime Monroe y contenía un aviso directo para todas las naciones de las potestades Europeas, amenazándoles de que no se iba a tolerar ningún intento para colonizar o instalarse en Los Estados Unidos. No aceparían ninguna interferencia militar en el Hemisferio Occidental de sus naciones Europeas. Los Estados Unidos juzgarían a tal acción como una movida hóstil de parte suya.”
“Pero Usted y yo no somos potestades Europeas,” Santiago Duval le sonrió.
“El Congreso Americano nos podía ver como amenazos posibles a la Doctrina Monroe,” le replicó el señor Juan Lucas. “Una nación joven puede imaginar a espías saliendo de cualquier lugar que pudieran socavar la estabilidad de un país emergente.”
“¿Quién fuera posible de sospechar a unos vaqueros viejos como nosotros, a tratar de socavar al gobierno?” Santiago se preguntaba solo.
“Inglaterra, España y Francia todas querían meter sus uñas en México,” el Señor Juan-Lucas lo contradijo. Un Emperador Habsburgo, llamado Maximiliano y su Emperatriz Carlota, habían tratado de ‘francificar’ a México. Hasta se habían instalado en el Castillo de Chapultepec allí. Los Estados Unidos todavía estaban tratando de recuperar de su propia Guerra Civil y así fue como la Doctrina Monroe se apoderó de todo lo demás.”
La discusión sobre La Doctrina Monroe rindió a ambos señores con un sentimiento omnisciente. Se envolvieron en sus fresadas de tarpolio y se voltearon a sus lados, desinquietos. En la oscuridad, el Señor Juan-Lucas podía oir un bisbiseo incierto. Se puso a escuchar a las palabras indeterminadas: “Padre Nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea tu nombre. Vénganos a tu reino. Hágase tu voluntad en la Tierra como en el Cielo. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy y perdona a nuestras deudas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden, y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos de todo mal, Amén.”
El Señor Juan-Lucas se durmió más en paz ahora. Reconoció las palabras del “Padre Nuestro” en Francés así como su madre se las había ensenado a él, de joven.