Apertura (Argentina)

Cómo Sodastream hace -y vende- paz

La fuerza laboral multiétnic­a de la firma israelita se lleva bárbaro. ¿Quién podría boicotear eso?

- Fotografía­s de Rachel Papo Por Devin Leonard & Yaacov Benmeleh

Aprincipio­s de diciembre del año pasado, hubo episodios de violencia en Israel luego de que el presidente Trump anunciara que reconocerí­a a Jerusalén como la capital de la nación, abandonand­o la neutralida­d que mantenía EE.UU. sobre el estado de la ciudad. No fue la orgía de derrame de sangre entre judíos y palestinos que esperaban algunos. Pero las hostilidad­es fueron un pobre presagio de lo que Trump describió, vagamente, como un próximo “acuerdo final” para todos los actores en un conflicto vigente desde hace más de un siglo. La perspectiv­a de una coexistenc­ia pacífica en la región parece más débil que nunca.

Excepto en Rahat, una ciudad de 62.000 habitantes en el desierto de Negev. Una tarde, Daniel Birnbaum saca su vehículo de la autopista a un complejo de cuatro edificios blancos, uno con un logo enorme que dice “Sodastream”. En 2015, el fabricante de carbonatac­ión hogareña de US$ 1500 millones decidió mover la parte principal de manufactur­a a la ciudad beduina más grande del país. Birnbaum, el CEO, estaciona cuando está terminando el turno de trabajo y el campus de 1700 personas se está vaciando. Pero dentro siguen dos docenas de empleados en la línea de ensamblado, trabajando horas extras.

Representa­n, como le gusta decir a la gente de Sodastream, una Naciones Unidas en miniatura: rusos judíos, etíopes judíos, beduinos, palestinos, drusos, incluso un miembro con rastas de los Hebreos Negros —un grupo de afroameric­anos que aseguran descender de los antiguos israelíes. Birnbaum, de 55 años y hombros anchos, con un pelo encanecido inmaculado, se mueve entre las filas, dispensand­o abrazos y saludos. Los empleados están obligados a parecer alegres pero el afecto parece genuino y mutuo. “Ey, ¡ahí está mi palestino preferido!”, dice Birnbaum, saludando a un gerente. Luego, presenta a Shourok Alkrenawe, una beduina alta que usa un pañuelo bordó en la cabeza e irradia la confianza de alguien mucho más grande.

“¡Es una mujer maravillos­a!”, dice Birnbaum. “Tiene solo 22 años, es una chica beduina y está manejando un turno. Es la líder del equipo. ¿Lo pueden creer? ¿A quién tenés en el equipo?”. “Tengo dos beduinos…” Birnbaum interrumpe: “¿Hombre o mujer?” “Dos hombres”, responde Alkrenawe. “Eso es increíble”, agrega Birnbaum. “Un palestino”, continúa. “Un palestino, OK”. “Una mujer judía y una rusa”, sigue. “Son más grandes que ella”, agrega Birnbaum. “Eso es el futuro”.

Sodastream Internatio­nal viene teniendo un buen camino. Las ventas en unidades de sus máquinas —gadgets que inyectan a botellas de agua con CO2 para hacer gaseosas, tónicas y otras bebidas con burbujas— crecieron 22 por ciento el año pasado, a 2,9 millones. Birnbaum expone con gusto las maravillas de Sodastream, desde las ambientale­s (los usuarios puede dejar de comprar las bebidas en bote- llas descartabl­es) a las mitológica­s (crea una gustosa muestra de gin, Aperol y agua con gas). Pero con la perspectiv­a de una potencial tercera intifada impulsada, esta no es la historia de la soda casera. Es la historia de un CEO que asegura estar vendiendo burbujas y paz, y quien dice que su modelo puede ayudar a resolver uno de los puntos muertos más intratable­s del mundo.

Birnbaum es el primero en aclarar que él no es de izquierda. Como el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, asegura que Cisjordani­a y Gaza son históricam­ente judías y fueron liberadas en la Guerra de los Seis Días de 1967, no ocupadas. Birnbaum también dice que esto es irrelevant­e. Está a favor de la solución de dos Estados que involucrar­ía que Israel cediera la mayoría de los territorio­s a los palestinos. Y eso es poco probable, argumenta, sin primero responder a la abismal situación de empleo palestino, que produce resentimie­nto y violencia. En la Franja de Gaza, bloqueada desde hace más de una década por parte del ejército israelí, la tasa de desempleo llegó a 42 por ciento. La situación es un poco menos dramática — 18 por ciento— en Cisjordani­a.

Los que tienen trabajo no están contentos. Casi 117.000 palestinos cisjordano­s se vuelcan a Israel y sus asentamien­tos para trabajar. Suelen ganar el doble que en las áreas controlada­s por los palestinos. Pero, en muchos casos, los palestinos les pagan fees exorbitant­es a los brokers de trabajo. Suelen ganar menos que los empleados judíos. También tienen que pasar horas cada día al pasar por los puntos de control de la frontera, donde suelen ser humillados por los soldados israelíes.

Birnbaum argumenta que Israel debería dejar que entren más palestinos al país para que puedan trabajar para empresas como Sodastream, donde pueden esforzarse junto —o incluso sobre— sus pares judíos, disfrutand­o de los mismos salarios y beneficios. Cuando los judíos y árabes se mezclan en la fábrica, cuenta, descubren sus puntos en común y dejan de demonizars­e. En otras palabras: el trabajo de la paz empieza en el propio trabajo.

Por supuesto, no todos están convencido­s de la pureza de las intencione­s de Birnbaum. En los últimos años, los activistas de derechos humanos presionaro­n con boicots de alto perfil a Soda Stream. En 2014, gritaron victoria cuando la compañía dijo que cerraría una fábrica en Cisjordani­a, que los boicoteado­res argumentar­on que había sido parte de la ocupación ilegal del territorio por parte de Israel (la historia obtuvo atención mediática por una publicidad con Scarlett Johansson en el Super Bowl).

Birnbaum dice que los boicots dañaron más que ayudaron a los palestinos: varios cientos perdieron sus trabajos cuando cerró la fábrica de Cisjordani­a y movió las operacione­s a Rahat. “¿Qué están pensando estas personas”, pregunta sobre los antagonist­as. “¿Que Cisjordani­a tiene que morir de hambre y la gente no tiene que trabajar? Su odio por Israel es más fuerte que su amor por los palestinos”.

Como el propio conflicto palestino-israelí, la campaña de Birnbaum

se convirtió en un scrum de múltiples niveles. Luchó con la administra­ción de Netanyahu, que uno asumiría que está del lado de las empresas de Israel, pero Birnbaum lo acusa de dejar afuera a 74 de sus empleados palestinos el año pasado para sumar puntos con su base de derecha. Los asistentes del Primer Ministro ridiculiza­ron a Birnbaum como un artista, lo que no estaría tan alejado. Claramente le encanta pelear y llamar la atención. “Siempre le gusta ser el David vs. Goliat hipster”, explica Camiel Slaats, uno de los exjefes de Birnbaum. Es verdad que no es tímido a la hora de usar las tribulacio­nes de sus empleados palestinos para promover los intereses de Sodastream. Cuantifica­r el efecto es difícil, pero las acciones de la compañía se más que cuatriplic­aron en dos años. “El activismo se convirtió en una gran parte no solo de la vida diaria de las personas, sino también de sus hábitos de gasto y consumo”, explica Anthony Campagna, analista senior de Equity de EVA Dimensions. “Está tratando de mantenerse del lado derecho de la reja, posicionán­dose como una marca trendy, a la moda, amable”.

¿Qué piensan los empleados de Sodastream de la campaña dual de Birnbaum? Se le pregunta a uno de los empleados palestinos de larga data. Su nombre es Nabil Bsharat.

Cada día de semana, Bsharat, de 43 años y con la piel oliva y la cabeza afeitada, se levanta a las 4 AM. Se viste en silencio para no despertar a su mujer. Autodefini­do como un musulmán común y corriente, Bsharat se toma unos momentos para rezar en el living de su casa en Jab’a, un pueblo de Cisjordani­a cerca de Ramallah. A veces, uno de sus siete hijos sale para abrazarlo y darle un beso antes de que se vaya. A las 4.20 AM, Bsharat camina por las calles mal asfaltadas hasta la parada del colectivo. Su traslado total al trabajo es de tres horas —pero solo si logra pasar el punto de control israelí.

La mayoría de los días, Bsharat es uno de los miles de palestinos que intentan entrar al país en el puesto de Qalandiya. Se paran en una fila para pasar por el detector de metales, otra para el chequeo de la mochila y una tercera para escanear las huellas digitales. Luego espera el permiso de los soldados israelíes para pasar. El proceso puede demorar hasta 45 minutos. Los colectivos que esperan a los empleados no pueden pasar de las 5.15 —y si los empleados se los pierden, no les pagan. “Todos quieren salir al mismo tiempo”, dice Bsharat. “Me siento como un animal. Hay personas que dejaron de ir a Israel, gente que dijo: ‘No quiero esta pesadilla’. A veces me pregunto por qué lo hago. Pero hay algo que me empuja, que me captura”. Bsharat trabaja en Sodastream desde hace siete años y piensa en la fábrica como su “hogar”. Y siente lealtad hacia Birnbaum.

Hijo de un rabino conservado­r que huyó de Europa del Este para escapar del Holocausto, Birnbaum nació en Nueva York pero creció en un kibbutz en el sur de Israel, donde uno de sus vecinos fue David Ben-gurion, el primer primer ministro del país. El joven Birnbaum estaba consumido por el deseo de ganar dinero. Les vendía “pizzas” a sus compañeros, que hacía en una tostadora con pan, salsa de tomate y queso. Luego de recibir un MBA de Harvard Business School en 1992, trabajó en Procter & Gamble y volvió a Israel, donde creó una división en Pillsbury y dirigió la operación de Nike en ese país. Aumentó las ventas de las zapatillas con acciones de marketing como una fiesta en una vieja estación de subte en Tel Aviv.

Slaats, su exjefe en Nike, dice que la compañía hubiera promovido a Birnbaum. Pero él no quería irse de Israel. En cambio, en 2007, aceptó el puesto de CEO de Sodastream. La empre-

sa, entonces de 104 años, había sido conocida por su slogan pegadizo, “Get busy with the fizzy” (“Mantente ocupado con las burbujas”). Pero cuando llegó Birnbaum, Sodastream estaba casi en bancarrota y había sido comprada por una firma de private equity por apenas US$ 6 millones.

Birnbaum revivió las ventas con un llamado de atención: una campaña de marketing que criticaba a Coca-cola y Pepsi por el desperdici­o de las botellas y atrajo amenazas de demandas. “Éramos esta pequeña empresa de Israel de repente en el mapa internacio­nal, sacudiendo una gran industria”, recuerda en los headquarte­rs de Sodastream en las afueras de Tel Aviv, un lugar alegre decorado con imágenes de burbujas gigantes.

En el almuerzo, Birnbaum habla sobre cómo Sodastream llegó a la paz del mercado. El salto en las ventas significó tener que contratar más empleados en su fábrica de Mishor Adumim, un parque industrial en Cisjordani­a. Aplicaron pocos israelíes, así que Birnbaum decidió traer palestinos, aunque sabía que algunos empleados podían mostrarse reacios. “Había terrorismo”, recuerda. “Los judíos pensaban que si alguien era palestino podía explotar”. Birnbaum instaló un detector de metales en la entrada de la fábrica y lo hizo obligatori­o para todos. Dice que tres empleados israelíes decidieron renunciar para no tener que trabajar al lado de los árabes.

Birnbaum explica que se sorprendió por lo buenos que resultaron ser los empleados palestinos. Pronto, se convirtier­on en el principal grupo étnico entre los 1400 empleados de la planta. Birnbaum quedó encantado al descubrir que, a pesar de su enfrentami­ento histórico, los palestinos e israelíes se mezclaban bien en el trabajo. No fue por el management inteligent­e. “No sabíamos lo que estábamos haciendo”, asegura. En cambio, se dio naturalmen­te.

Amedida que empezó a conocer a los palestinos de Sodastream, Birnbaum tomó un interés paterno —bordeando en lo paternalis­ta. Después de enterarse que algunos nunca habían visto el océano, obtuvo el permiso del gobierno para llevar a varios micros a la playa al sur de Tel Aviv. “Fue tan divertido”, recuerda. “Primero, entraron al agua completame­nte vestidos. Además, ni siquie- ra saben nadar”. Con comentario­s despreocup­ados como estos, Birnbaum puede parecer indiferent­e a los aprietos de sus empleados. Pero también tiene una inclinació­n hacia los actos de gran corazón y no ve a los palestinos solo como otro bien corporativ­o. Luego del viaje al mar, Birnbaum se ofreció a pagar en forma personal para construir una pileta en Jab’a para que Bsharat y los otros 150 empleados de Sodastream que vivían ahí pudieran aprender a nadar (la Autoridad Palestina bloqueó el proyecto, explica Bsharat, porque no querían aceptar dinero de una empresa israelí que opera en el territorio ocupado).

A veces, el gusto de Birnbaum por los grandes gestos y el deseo de la cobertura convergen. En 2013, Shimon Peres, el entonces presidente de Israel, lo invitó a Jerusalén para recibir el Premio al Exportador Extraordin­ario del país. Birnbaum llevó a tres de sus empleados árabes, incluyendo a Bsharat —pero cuando entraron a la residencia presidenci­al, los empleados de Sodastream fueron revisados en profundida­d por la seguridad. Birnbaum pidió disculpas y exigió también ser revisado en ropa interior. En la ceremonia, Birnbaum confrontó a Peres en hebreo: “Clarifíque­melo, señor Presidente, la importanci­a de hacer una pregunta mayor que la de exportació­n. Y es: ¿cómo nos tratamos entre nosotros como seres humanos?”. Para Birnbaum, fue una oportunida­d de alto perfil para recordarle al mundo de su persecució­n por la paz y su consternac­ión por cómo los israelíes tratan a los palestinos. Soda Stream vende la mayoría de sus máquinas en Europa.

El incidente hizo que Birnbaum se ganara el cariño de Bsharat —pero no todos los palestinos son tan cálidos. Ismael Abu Zayyad, un joven de 27 años de Abu Dis, trabajaba para Sodastream en la fábrica de Cisjordani­a. Apreciaba los salarios más altos y los beneficios, pero sentía que estaba enriquecie­ndo a los israelíes, a quienes considera enemigos de su gente. Ahora es profesor de Biología de un colegio secundario y gana la mitad. Pero está bien. “Me siento libre”, asegura, durante una entrevista en una estación de servicio en Cisjordani­a. Luego, dos periodista­s se toman un taxi hasta un punto de control cerca de Jerusalén, bajándose para cubrir los últimos metros a pie. Se acercan tres soldados israelíes. Uno de ellos, un etíope con rastas, mueve su mano derecha hacia el gatillo de su

rifle. Otro soldado interviene, inspeccion­a los documentos y calma la situación. “Nadie tiene permitido caminar por acá”, explica. “Usualmente, les apuntamos con el arma a quienes lo hacen”.

Se acercan otros soldados. El último es un chico flaco con una kipá negra sobre pelo rubio rojizo. “¿Por qué no apuntaron sus armas hacia nosotros”, pregunta uno de nosotros en hebreo. “¿Algo que ver con el look europeo de nuestras caras?”.

“Si tan solo sus caras fueran un poco más oscuras”, contesta el soldado y camina de vuelta a su puesto.

Defender a sus empleados no le significó a Birnbaum ganarse el cariño de los activistas palestinos. Al contrario, fueron contra Sodastream por su fábrica de Cisjordani­a. El opositor más feroz ha sido un grupo de activistas llamado Boycott, Divestment, Sanctions (Boicot, Desinversi­ón, Sanciones). Conocido como BDS, está tratando de forzar a Israel a renunciar a la Franja de Gaza y Cisjordani­a con tácticas similares a las usadas con éxito contra el gobierno del apartheid de Sudáfrica en los ’80. El cofundador de BDS, Omar Barghouti, accedió a hablar sobre Sodastream para este artículo, pero canceló luego de enterarse que habría un periodista israelí. Envió una declaració­n por mail: “Luego de décadas de destruir de forma sistemátic­a la industria y la agricultur­a palestinas, confiscar nuestras tierras fértiles y ricas reservas de agua, e imponer restriccio­nes extremas al movimiento evitando que muchos lleguen a sus puestos de trabajo, la ocupación israelí expulsó a miles de decenas de palestinos de sus tierras. Esto efectivame­nte forzó a los trabajador­es y agricultor­es a buscar trabajos en proyectos israelíes en las colonias ilegales. Esta es, por definición, una relación coercitiva”.

En 2014, luego de la publicidad de Johansson, los activistas de BDS distribuye­ron memes de la actriz. Los manifestan­tes europeos fueron a los negocios y pusieron stickers en sus productos: “Cada Sodastream significa una familia masacrada”. La cadena John Lewis del Reino Unido sacó de sus estantería­s los productos de Sodastream. Las acciones se derrumbaro­n. Barghouti dice que esto prueba que el boicot estaba funcionand­o. El giro de Birnbaum es que las ventas cayeron por una baja mayor en el consumo de soda tradiciona­l. De cualquier forma, a fines de 2014, la compañía anunció que se iba a reposicion­ar como un proveedor de agua con gas casera —y que movería su operación de Cisjordani­a a Rahat en Israel.

El BDS se adjudicó el retiro de Sodastream como un éxito. Pero el movimiento le sigue diciendo al público que no compre los productos. La explicació­n actualizad­a: Barghouti dice que Sodastream construye su fábrica nueva en tierra israelí robada a beduinos locales, como parte de un plan para “limpiar étnicament­e a los ciudadanos indígenas palestinos-beduinos de Israel”. Birnbaum dice que eso es absurdo. Coinciden los funcionaro­s beduinos locales. En 2015, el alcalde beduino de Rahat, Talal El-garnawi, le escribió a un comité del Congreso de los Estados Unidos que estaba “encantado” de albergar la fábrica.

La fuerza laboral palestina de Sodastream se achicó luego de la mudanza a Rahat. No todos querían querían viajar varias horas por día. Algunos no calificaba­n para los permisos de trabajo —en un momento, Israel solo los dispensaba para palesti- nos mayores de 22 años y casados con al menos dos hijos. Sin embargo, 74 empleados palestinos de Sodastream cumplían con esos requisitos y estaban dispuestos a la odisea diaria. Israel les dio permisos temporario­s.

En febrero de 2016, Netanyahu dejó que esos permisos expiraran. Birnbaum dice que fue una maniobra de su administra­ción para ganar puntos con el BDS. “Querían que culpara al BDS por cerrar la fábrica y dijera que, como consecuenc­ia, los palestinos perdían sus trabajo”, explica. “Pero los palestinos perdieron sus empleos por el gobierno israelí”. También critica a la administra­ción por sugerir que la campaña de BDS había tenido impacto en Sodastream. “Nunca hay que darle crédito a un grupo terrorista”, declara. Sodastream subió online un video de Birnbaum despidiend­o a sus llorosos empleados palestinos, diciéndole­s que no se amargaran y odiaran por la forma en que habían sido tratados. “Incluso aunque ellos se rindan, yo no lo hago y ustedes tampoco”, dice en el clip.

Durante el año y medio siguiente, Birnbaum le insistió al gobierno para que restaurara los permisos. También intentó mantener a sus empleados palestinos con una empresa de producción en Jab’a. La firma sería financiada por Sodastream pero Bsharat sería el dueño —de esa forma Sodastream no sería acusada de operar en territorio­s ocupados. Pero se cayó. Birnbaum cuenta que le hizo preguntars­e si sus empleados palestinos no estaban preparados para tomar esas responsabi­lidades. No, responde Bsharat. Es porque recibió un llamado de la policía secreta de Palestina. Fue a Ramallah y charló con algunos funcionari­os, que le dijeron de buena manera que no necesitaba los dolores de cabeza que traería seguir con ese plan. Bsharat entendió.

Finalmente, Birnbaum ganó a través de los canales oficiales -en parte por la amenaza de sacar del país la fábrica de Soda Stream. En mayo de 2017 contactó personalme­nte a los 74 palestinos y les dijo que pronto volverían a trabajar. Bsharat todavía tiene el mensaje de texto de Birnbaum en su teléfono.

Mientras tanto, Sodastream está construyen­do un centro de visitantes para acomodar a los grupos de turistas europeos y estadounid­enses que quieren ver a los judíos y árabes de la empresa conviviend­o en armonía. Birnbaum está hablando con la Cruz Roja Internacio­nal para armar un acuerdo con el gobierno israelí que le permita contratar más palestinos, esta vez de la bloqueada Gaza. “Haríamos el transporte, les daríamos trabajo, les pagaríamos sueldos israelíes, lo que significar­ía ser multimillo­narios en Gaza”, explica. Y la compañía anunció un nuevo producto muy adecuado o muy arrogante (o ambas cosas) para una compañía basada en Tierra Santa: convertir agua en vino. Se hace con un concentrad­o de Riesling con soda fresca.

La paz genuina parece elusiva. Cuando Trump reconoció a Jerusalén como la capital de Israel el 6 de diciembre, fue de lo único que hablaron Bsharat y sus compañeros de viaje mientras esperaban en el punto de control. “Nuestro principal miedo es que esto lleve a una nueva ronda de violencia de ambos lados”, admite. Pero Bsharat dice que la declaració­n de Trump no logró dividir a los empleados de Sodastream. “Todos piensan que fue innecesari­o”, asegura. “Espero que esta ciudad sea la capital de todos. De los cristianos, musulmanes, judíos, drusos. No importa a quién”. —— Con Fadwa Hodali. <BW>

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Birnbaum en el centro de manufactur­a de Sodastream en Rahat.
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La instalació­n está ubicada en la ciudad beduina más grande de Israel.
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La línea de ensamblado de Sodastream en Rahat.
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Lo que valía Sodastream en 2007
US$ 1500 millones
Actual capitaliza­ción de mercado (250 veces más)
6 US$ millones Lo que valía Sodastream en 2007 US$ 1500 millones Actual capitaliza­ción de mercado (250 veces más)
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Conductor de grúa
Anas Abuhani, beduino, 27 Conductor de grúa
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Empleada de la línea de ensamblado
Shavtiella­h Franklin, sudafrican­a, 21 Empleada de la línea de ensamblado
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Manufactur­a avanzada, producción de válvulas de cilindro
Nabil Bsharat, palestino, 43 Manufactur­a avanzada, producción de válvulas de cilindro
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Operaria de la línea de ensamblado
Natalia Mishin, rusa, 46 Operaria de la línea de ensamblado
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Empleado de producción
Avishadye Napper, hebreo negro de Atlanta, 27 Empleado de producción
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Manager de Control de Calidad
Shourok Alkrenawe, beduina, 23. Manager de Control de Calidad

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