Lo último de Meier.
Maestro del lenguaje, el veterano y más fiel a la tradición nacida con los Five Architects, prueba su discurso en las torres. La historia de un grande que no se detiene.
Cómo son las nuevas torres transparentes en Nueva York, Tel Aviv y Hamburgo.
Richard Meier está aprendiendo a hacer rascacielos y para eso, está echando mano de lo que aprendió muy al principio de su carrera. No es que no haya intentado recorrer otros caminos, pero la realidad parece estar marcándole el paso.
Meier nació como arquitecto en un parto múltiple, en 1967, cuando sus pocos trabajos y los de Peter Eisenman, John Hejduk, Michael Graves y Charles Gwathmey formaron parte de la exposición que organizó Arthur Drexler en el Museum of Modern Art (MOMA) de Nueva York. El grupo que integró, la muestra en el MOMA y el libro Five Architects de 1972, lo convirtieron en una celebridad del naciente posmodernismo.
En realidad, Meier había nacido 33 años antes en Newark, Nueva Jersey, había estudiado arquitectura en la Universidad de Cornell y había trabajado para Skidmore, Owings and Merrill (SOM), un estudio famoso por sus enormes prismas de cristal. Mucho del Meier vertical se ve allí.
Sin embargo, sus comienzos fueron distintos. Con los Five se distinguió por usar un lenguaje basado en el purismo de la arquitectura europea de entre guerras, generando una suerte de neomodernismo, o manierismo del Movimiento Moderno.
Con ese pretexto, mezcla de homenaje y oportunismo, los Five crearon una imaginería pregnante y nostálgica para la cultura arquitectónica. De este lenguaje, Meier supo sacar mayor ventaja que sus compañeros.
Llegados los 80, sus socios de los Five habían olvidado el vocabulario lecorbusierano y hasta lo repudiaban. Meier no. Fiel a sus conceptos iniciales, sus producción siguió apelando a un mismo estilo. Sí, se hizo previsible, pero la maestría del arquitecto siempre lograba otorgarle un plus de creatividad.
Así, las obras más conocidas de Meier son museos, mansiones, templos y oficinas, todas elegantes, luminosas, sofisticadas, esculturales e, invariablemente, blancas.
El mismo se ha preocupado por aclarar que su preocupación es la luz, el color y el entorno. Con esta tríada, ha producido piezas singulares que armonizan por oposición con la naturaleza circundante y por forma en los contextos urbanos. Siempre trabaja con exteriores e interiores de geometría plana, superficies lisas que juegan un contrapunto de trasparencias y opacidades por capas, que aprovechan efectos de luz y sombra y que contribuyen a lograr distribuciones funcionales y simbólicas que no sacrifican su carácter.
Pero, como todo el repertorio de Meier nació de la horizontalidad lecorbusierana del período heroico de la arquitectura moderna, al estadounidense siempre le fue difícil encontrar una solución lingüística para los edificios verticales.
Tal vez, su primer intento por la verticalidad haya sido el concurso para el rediseño urbano del Madison Square Garden Site en New York (1987). Su plan para el sitio incluyó tres torres interconectadas, 72 pisos las dos mayores, 38 la menor. El esfuerzo por compaginar alturas y formas con el entorno, las características icónicas del lugar y su propio compromiso con el lenguaje, hicieron que Meier sobreactuara su capacidad discursiva. El proyecto resulta excesivamente elocuente de todos sus compromisos. Apela a un barroquismo tan extremo que lo lleva a perder identidad. Nunca más se vio a un Meier tan confundido con respecto a su visión y misión.
En 2002, durante el concurso para el memorial del World Trade Center Memorial, Meier ensayó un gran espacio público en el sitio que ocupaba las Torres Gemelas. Rodeándolo, dispuso dos edificios gigantescos parecidos a rejas que generaban una escenografía para enmarcar el lugar en el que aconteció el desastre.
El proyecto, desarrollado junto a Eisenman Architects, Gwathmey Siegel and Associates y Steven Holl Architects, tal vez no muestre un Meier en estado puro, pero lo exhibe enfrentando a las restricciones lingüísticas de los grandes rascacielos.
La torre 685 First Avenue de Nueva York que se puede ver en estas páginas es fruto de la tardía madurez que provocaron esos ejercicios previos. Las torres, seguramente nunca fueron un tema que le haya preocupado especialmente a Meier.
En este edificio, abandona su lenguaje para abusar del cristal, tal vez de la misma manera que lo hubiera hecho SOM, la oficina en la que Meier hizo sus primeras armas. Liviandad, transparencia y orden son el discurso de esta mole de 42 pisos. Su lisa superficie está apenas modulada.
Por el contrario, en el Hafencity, Hamburgo (Alemania), Meier intenta usar su lenguaje, pero la repetición termina por nublar el discurso.
Tal vez, la Rothschild Tower de Tel Aviv sea el mejor de los tres ejemplos mostrados aquí. En ella, Meier acepta la repetición en el fuste y trabaja especialmente las esquinas, el remate y el basamento. Echando mano a una modalidad que inauguró, de alguna manera, el argentino César Pelli, Meier alcanza su mejor expresión, concentrando su capacidad para el lenguaje en los puntos clave.