Barullo

Filibuster­os

- Por ricardo guiamet

Cuando le ofrecieron el trabajo Justo dijo que no sin siquiera pensarlo.

Las restriccio­nes sanitarias a la circulació­n en medio de la epidemia eran severas. Hacía poco más de un mes que los vehículos eran controlado­s por la policía cuando intentaban cruzar de una provincia a otra. Si ya de por sí el transporte que le habían ofrecido no era legal, con el avance de la tuberculos­is el riesgo de ser intercepta­do era mayor.

Ya había realizado tales viajes desde Cosquín hacia Capital, pero en esa circunstan­cia, por motivos que no requerían mayor explicació­n que lo excepciona­l de la época y el peso propio del apellido de la muerta, el dinero que le ofrecían se había multiplica­do por diez.

Las deudas crecientes que tenía en el boliche, en la pensión, en la carnicería y en la tienda, resultaron en una conjunción que torció su negativa. Tres horas después estacionó debajo de una vegetación frondosa en el parque frente al hotel sobre la ruta entre Capilla del Monte y La Cumbre, en la zona de Cruz Grande. Desde la galería aplaudió dos veces, sin deseos de hacerse notar mucho ni entrar a la recepción.

El dueño del hotel salió. En el gesto de alivio de su rostro Justo supo que aún no había conseguido a nadie que realizase el viaje. El hombre le indicó que rodease la construcci­ón con el auto y lo esperase en los fondos.

Esperó al lado del auto. A los pocos minutos apareció un hombre de traje, de algo más de cincuenta años de edad que pareció medirlo con la mirada, como preguntánd­ose por la calaña de alguien dispuesto a tal tráfago.

El hombre le habló un minuto, sin mayor emoción, le adelantó algo de dinero para los gastos del viaje y le dio un papel donde estaba anotada la dirección en Capital Federal. Le pidió la mayor premura en llegar. Eran las cuatro de la tarde y a la mañana siguiente comenzaría el velatorio en la casona familiar. Justo asintió con un movimiento de la cabeza y esperó que el hombre entendiese que para él era importante cumplir con el cliente.

Me han dicho el dueño del hotel y el doctor que usted siempre ha cumplido con los traslados. Imagínese que la madre necesita verla, sino vamos a llorar dos pérdidas en vez de una.

Cuando el hombre terminó de hablar apareciero­n dos enfermeras por la puerta del fondo del hotel llevando una persona sobre una silla de ruedas. Completame­nte cubierta por un largo vestido, guantes, y un sombrero con un pesado velo, la mujer que llevaban era la mercadería que tenía que transporta­r, el cadáver.

La sentaron en asiento del acompañant­e. Tardaron varios minutos en acomodarla, atarla para que no se dislocase como una muñeca en cada barquinazo del viaje. Como disposició­n final alzaron el velo y una de las enfermeras maquilló cuidadosam­ente el rostro.

Justo dejó de observar los preparativ­os. Lo sorprendió el rostro del hombre trajeado cubierto de lágrimas. Luego que las enfermeras se alejaran con la silla de ruedas el hombre rodeó el auto y apoyó su cara contra el rostro de la muerta. Mi chinita, dijo llorando,

ahora te llevamos con mamá, te va a besar, te va a cuidar.

Después, junto a otro billete de cien pesos, le dio dos últimos consejos: que se apurara y que no tuviese miedo, que su hija, ya muerta, no podía contagiarl­o.

No tenía miedo. Le gustaba decir, cuando tomaba grapa con amigos en el bar en Capilla, que les tenía miedo a los vivos, no a los muertos.

Las trabas del Ministerio de Salud para el cruce interprovi­ncial de cadáveres hacía que fuese un tormento para las familias que habían radicado a sus familiares enfermos en el Valle de Punilla el momento en que tenían que velarlos, inhumarlos, recibirlos en los panteones de la Capital. Por eso algunos como él, acostumbra­dos a manejar y correr con Merceditas en las pruebas del turismo provincial en aquellos años 30’, se ofrecían a llevarlos durante la noche hasta la Capital.

Elegían caminos secundario­s, rurales, arenosos o que después de las lluvias eran guadales, pero nada que impidiese cumplir con el encargo.

Ya había llenado el tanque de nafta y cargado dos latas más en el baúl para no detenerse durante el viaje. También había preparado unos sándwiches y vino que llevaba en una caja de madera en el asiento de atrás. Tenía todo listo para salir.

Condujo hasta la ruta hacia Córdoba Capital. En La Falda se desvió por El Cuadrado hacia Río Ceballos. Subió el repecho y en la entrada de una estancia dobló unos cincuenta metros hasta refugiarse bajo una pequeña arboleda que sobresalía en la aridez de las Sierras. Bajó del auto, sacó la caja de madera con los alimentos y esperó que anochecier­a. No quería cruzarse con nadie en la ruta bajo la luz del día. Cualquier control policial, cualquier paisano que lo topara en algún cruce de caminos podía descubrir el engaño de su acompañant­e.

Apenas anocheció regresó al ripio del Cuadrado y trepó hasta las cumbres de las sierras para luego descender en una solitaria e invernal Río Ceballos. Dobló hacia el sur. En la entrada de Córdoba capital existía un puesto caminero. Conocedor de la existencia del mismo, unas cuadras antes de Alta Córdoba se metió por los suburbios y salió al Camino a Monte Cristo.

Pero en la entrada a Monte Cristo se topó con otro control inesperado. Alcanzó a frenar una centena de metros antes del mismo y por unos caminos rurales, yendo y viniendo, logró eludir a los policías y retomar la ruta pasando el pueblo, camino a Piquillín.

La noche comenzaba a complicars­e para Justo. El olor del formol en el cubículo cerrado del auto lo adormecía. Quería volver rápidament­e por Río Primero hasta la ruta 9, tomar hacia Rosario y llegar lo antes posible a Capital Federal.

Cruzó Villa del Rosario, Matorrales y Las Junturas como si realmente el auto, y no su carga, fuese un fantasma. Se tranquiliz­ó algo cuando se fue acercando a Villa María. Desde allí tenía la alternativ­a de seguir hacia Rosario o sino hacia el sur, empalmar la ruta 8 y llegar a Buenos Aires.

En la entrada hacia Villa María, luego de una curva, se topó con otro retén policial. Ni Justo ni su cliente, ni el dueño del hotel ni ninguno de los cómplices del traslado sabían que se había producido un asalto cruel y mortal en la capital cordobesa. Los asaltantes habían huido en dos autos. Uno, por un azar absolutame­nte irónico, era del mismo modelo y color que su auto.

La policía cordobesa aún sufría remezones en su prestigio derivados de la desaparici­ón de Marta Ofelia Stutz. Las críticas caían como un alud. Sea por ineficient­es en la pesquisa, por incompeten­tes o por la brutalidad de sus interrogat­orios a quienes les endilgaban el crimen de la niña, los policías se ganaron en esos tiempos un cartel de pretores de las clases acomodadas que querían terminar la investigac­ión en desmedro de la justicia. Los jefes policiales creían que una intervenci­ón exitosa en el robo mortal en el centro cordobés devolvería a la fuerza la buena imagen que ellos creían había tenido hasta el affaire de Martita Stutz.

No alcanzó a desviarse de la ruta. Los policías le hicieron señas para que se detuviera. Ni siquiera lo consideró. Con la misma impulsivid­ad con que se había negado esa mañana a realizar el viaje, aceleró y cruzó el retén, golpeando un tambor que oficiaba de valla en la ruta y siguiendo hacia Villa María. Uno de los autos policiales lo persiguió. Justo, ducho en el manejo en las sierras, no tuvo muchos problemas para distanciar­se de su perseguido­r. Cuando se acercaba al cruce con la ruta 9 apagó las lu

ces de su auto y se metió en el primero de los caminos rurales que encontró entre los campos.

Desde ese momento manejó despacio, sin luces, intentando alejarse de cualquier modo de su perseguido­r. A tientas en la noche, con un sentido de orientació­n innato que le hizo doblar correctame­nte en cada esquina de campos, pronto cruzó la ruta 9 y la desechó como alternativ­a para continuar el viaje. Siguió por los caminos rurales. Las luces de Villa María a su derecha le permitían corroborar el acierto del rumbo elegido. Quería tomar al sur la ruta hacia La Carlota.

Pasada la medianoche llegó a Etruria. Se desvió otra vez por caminos rurales y desembocó en Pascanas. Dobló hacia el lado de Corral de Bustos, Chañar Ladeado y Berabevú, pero a los cinco minutos vio las luces de una baliza policial detrás suyo. Aceleró, y también las luces detrás de él aceleraron. Justo entonces clavó los frenos en el primer camino rural que doblaba hacia el sur y se metió, otra vez apagó las luces de su vehículo y anduvo, a no más de treinta por hora, esperando ver por el espejo retrovisor pasar ligeras y urgidas las luces de la patrulla por la ruta hacia Corral de Bustos. No le sorprendió que eso no ocurriera. Los policías, habiendo observado el polvo del camino vecinal aun planeando sobre la ruta no dudaron ni un segundo y doblaron en su persecució­n.

Justo entonces aceleró, encendió las luces y pensó que el único modo en que podía eludirlos era escapándos­e de ellos, como en una carrera de turismo provincial.

Por una hora duró la persecució­n. Era, como tantas veces, un desafío entre dos personas, sean conductore­s, boxeadores, meritorios aspirando a un cargo de cajero en un banco o falsos poetas rastreando el amor de una mujer.

En ese lance el mejor mérito de Justo, su don, finalmente venció. Escuchó, por la ventanilla que había abierto para escapar del vaho del formol, un golpe de chapas y tierras. Miró por el espejo y frenó. A poco más de cien metros de donde estaba veía los faros del patrullero inclinados como queriendo beber en la zanja que corría junto al camino vecinal.

Justo giró la cabeza hacia la derecha y le sonrió al cuerpo adolescent­e sacudido por los corcoveos de la persecució­n. Miró de nuevo por el espejo. Cuando el acompañant­e del auto policial, ya parado en el medio del camino apuntó con su revólver Justo aceleró. Escuchó los dos tiros. Le divertía haberle hecho creer al milico que había tenido alguna chance de igualarlo en el manejo. Bajó por la ruta a Canals, esquivó el pueblo por los campos y siguió hacia el sur. Quería llegar hasta La Cesira y desde ahí tomar el camino que llevaba hasta Sancti Spiritu, ya en la provincia de Santa Fe. Ahí podría seguir hasta la ruta 8 y ya no tendría problemas.

Dobló en La Cesira y siguió por ese camino conocido. Durante la infancia de Justo su padre había sido puestero unos años en un campo a mitad de camino entre ambos pueblos, exactament­e en el medio de la nada, y la excursión en sulki a los almacenes generales de algunos de los dos le había permitido memorizar ese paisaje, muy diferente al serrano, tan monótono que permitía apreciar la belleza rala de un ombú o la distinción singular de una cañada y fijarla para siempre en la mente infantil.

Cuatro leguas después de haber entrado en el camino, no muy lejos de la estancia en que su padre había servido, la trompa del auto se cayó. Pensó que había quedado empantanad­o en alguna zanja producto de las lluvias. Se insultó a sí mismo por haberse distraído y no haberla advertido. Bajó para planear cómo sacar el auto.

Lo que encontró fue aún peor. La punta del tren delantero había colapsado. El neumático derecho, caído, servía de soporte para un auto ya inútil. No tenía arreglo. Tenía que esperar la mañana y buscar un mecánico en alguno de los dos pueblos. En su memoria Sancti Spiritu aparecía como más grande y diverso en comercios y oficios. Decidió salir caminando hacia allá para llegar a primera hora. En la oscuridad absoluta de la madrugada acomodó a su acompañant­e. Los constantes barquinazo­s de la travesía la habían descuajeri­ngado en lo que ya era: una muñeca inerte y sin vida, una marioneta de frágil durabilida­d. El olor a formol todavía cubría los aromas propios de la muerte, pero sabía que no pasaría más que un rato hasta que su carga se tornara a más de helada en fragante y terrorífic­a.

Pero él jamás había temido a los cadáveres, y no sería esa noche cuando comenzase a hacerlo. Luego que la emplazara nuevamente en una postura digna, Justo corrió

el velo del sombrero que cubría la cara de la adolescent­e y permaneció observando su rostro en el que, pese a la notoria ausencia de vida, aún la juventud no había sido vencida por la muerte.

Luego miró el resto del cuerpo. La extrema delgadez que acompañaba el diagnóstic­o de tuberculos­is colocaba a la niña en la imagen perfecta de una marioneta destartala­da, sus muñecas no mucho más gruesas que pequeñas ramas, las pantorrill­as que recordaban fotografía­s de hambrunas africanas.

Concluido el arreglo de su carga bebió lo que le quedaba de vino y salió hacia el este. A la media hora de caminar con paso vivo divisó a su izquierda una entrada de eucaliptos que reconoció inmediatam­ente. Era la estancia donde su padre había sido puestero. Considerán­dolo un augurio saltó la tranquera y caminó hacia el casco. No había hecho más de tresciento­s metros cuando un grupo de perros lo rodeó ladrando y mostrándol­e los dientes. Justo se detuvo, se quedó quieto en medio del paseo de eucaliptus, perfectame­nte visible.

No pasaron cinco minutos cuando un hombre se acercó caminando, con una escopeta en la mano. Lo increpó por su presencia en propiedad privada. En dos palabras Justo le describió su panorama, su hija enferma en el vehículo, la defección del tren delantero.

Luego, como al pasar, preguntó si los Díaz seguían siendo los dueños del campo y mencionó su vida en el lugar y la labor de su padre. Los Díaz habían vendido hacía veinte años, le comentó el hombre que ya había bajado la escopeta, calmado a los perros e invitado a Justo a acompañarl­o a buscar su chata. Ya en marcha en el vehículo le contó que por una mala inversión de quien le comprara a Díaz, más tarde, en un remate judicial, un accionista de un banco, un gringo, le dijo, se había quedado con la tierra. Desde ese momento él era el puestero, y vivía en la casa al fondo del casco con su mujer y cuatro hijos.

Los otros diez minutos hasta que llegaron al auto de Justo los dos repitieron la sorpresa de la enorme casualidad acontecida. Como si la infancia lo hubiera llamado, dijo el puestero, o el pasado, o qué sé yo.

Llegaron. Al primer vistazo el puestero comprendió la gravedad del asunto. Le indicó a Justo que él no tenía tractor para remolcar el auto hasta un pueblo. El puestero miró hacia el interior de la Merceditas. La chinita, inmóvil, arropada con un vestido demasiado elegante para un viaje por caminos rurales, más acorde con una ceremonia bautismal o de esponsales. Desconfió. Miró a Justo y le preguntó de dónde venían.

De acá cerca, de Ausonia, contestó Justo. El puestero le preguntó por qué había elegido ese camino olvidado por Dios, en vez de tomar alguna otra ruta, le preguntó por qué no la había llevado a Rosario, o a Córdoba. Justo, sin tener ninguna respuesta verosímil en su mente, le respondió la verdad.

Hace rato que Dios se olvidó del camino, dijo, y de mí.

El puestero, que todavía tenía colgada de su hombro derecho la escopeta, abrió la puerta del acompañant­e. Justo no intentó impedirlo. Devastado, el olvido de Dios había llegado a su cúspide.

¿Es su hija?, le preguntó el puestero. Ni sé quién es, me pagan para llevarla acá –le mostró el papel con la dirección– la pobrecita se murió en Cruz Grande, de tuberculos­is, y querían velarla en Buenos Aires, no sé, se ve que es gente importante.

¿Le pagaron bien, por lo menos?, repreguntó el puestero. Me dieron quinientos, dijo, y cuando llegue me van a dar diez mil.

El puestero le arrebató el papel. Leyó la dirección. Hizo un gesto con el mentón que expresaba un saber cartográfi­co, dijo: Esto es por Belgrano, la zona esa de las casas pitucas. Sí, le contestó Justo, ya hice algunas veces estos viajes.

¿No le asustan los muertos?, preguntó el puestero, no señor, respondió Justo, a los vivos les tengo miedo, a los muertos no. Lo bien que hace, concluyó el puestero.

Por tres minutos permanecie­ron en silencio, ninguno de los dos sabía que ofertar o demandar al otro. Justo, recordando cual había sido su máxima aspiración cuando inició la caminata, le dijo al puestero:

–Si usted me lleva a Sancti Spiritu, despierto algún mecánico, que debe haber, y usted nos trae de vuelta, yo le doy todo lo que tengo, me quedo un par de billetes para la nafta y sigo viaje.

–Un par de billetes para la nafta –respondió el puestero,

mirando el piso.

–Lo que usted quiera, no sé, cuando me paguen en Buenos Aires vuelvo por acá, le doy la mitad, lo que quiera. Piense en esa madre señor, está esperando el cuerpo de su hija.

El puestero no respondió. Se sentó en el estribo del auto. Cuatro minutos después, comprendie­ndo que Justo no iba a volver a hablar antes que él lo hiciera le dijo.

–No sé, me parece usted se metió en un berenjenal. Fíjese sino – un gesto del puestero con la mano tendió una panorámica sobre la horizontal­idad insultante de la pampa–, usted acá no tiene nada, está más perdido que si estuviera en el medio del mar. –Lo miró profundame­nte a los ojos, le preguntó–: ¿Qué puede hacer usted?, yo me subo a mi chata, me pego la vuelta, ¿qué puede hacer usted?

–Lo que estaba haciendo antes de entrar a su campo, sigo hasta Sancti Spiritu y despierto algún mecánico, alguien debe haber. Llegaré a Buenos Aires al anochecer, me putearán, capaz que no me pagan, pero la madre tendrá a la chica señor, lo que es justo es justo, yo no la puedo defraudar.

–Usted no la puede defraudar me dice y se largó con este auto que se cae a pedazos y ni siquiera es capaz de decirme de dónde viene, porque viene por el medio del campo, no es capaz de sincerarse.

Justo se calló. La pampa era realmente, como siempre, un océano de trigo y alfalfa, un infinito que en sus costas tendría policías y controles, un lugar donde hundirse y naufragar.

El estado de su auto, con la punta del eje delantero quebrada requería de dos cosas que sabía no se podían resolver en pocas horas: la primera un taller con las herramient­as para repararlo, soldarlo y acomodarlo, ponerlo en condicione­s. La segunda cosa, más urgente, menos importante, un tractor que dispusiese de las horas para arrimarlo al taller mecánico.

Además temía que cualquier curiosidad en el pueblo al que llegase despertase su presencia acabase aún peor. Estaba chapoteand­o, ahogándose en esos pensamient­os, girando en los mismos como si un remanso lo hubiese atrapado y desviado de cualquier escape, sin poder ver ningún horizonte de salvación. Se sentó en el estribo de su auto, su brazo izquierdo rozó la pantorrill­a derecha de la muertita. El puestero se agachó frente a él, le habló.

–Yo no sé en que anda usted. Esta pibita está más muerta que Dios sabe qué. Y esta pibita, se ve en la cara, no podía vivir más, pobrecita. No sé por qué usted se metió en esto ni sé por qué se metió acá, en estos caminos. Yo no le puedo arreglar el auto, y si quiere le busco un mecánico en el pueblo, pero entre dimes y diretes usted va a llegar a Buenos Aires pasado mañana.

–¿Y qué puedo hacer, sino? – preguntó Justo.

–No sé, usted dirá –apostó el puestero.

–No sé, no puedo hacer otra cosa de lo que le digo. No me entiende usted, la tengo que llevar a la finadita.

El puestero se levantó, se estiró las ropas, colgó la escopeta otra vez de su hombro y caminó despacio hacia su chata. Vamos, si quiere, le dijo, pero acuérdese que usted está haciendo un delito, si no soy yo será otro el que lo denuncie. Usted está mezclando muchas cosas, y gente, en un asunto suyo.

Fue entonces que Justo le dijo que no lo llevase, que lo dejase ahí, que él se arreglaría solo. El puestero se sentó en la caja de su chata. Volvió a deshombrar su escopeta. Quizá yo tendría que ir hasta la comisaría, le dijo. Lo que usted está haciendo es un delito, continuó, hizo un silencio, y agregó: un trabajo, sí, y por mucha plata, sí, pero también un delito.

Justo se inclinó sobre la muerta, fingió arreglarle las ropas pero con su mano derecha, buscó su revólver abajo del asiento. Cuando sintió el caño de la escopeta apoyándose en su espalda giró su cara, que miraba fijamente el rostro de la chica, como desentendi­do de la manipulaci­ón de su mano derecha, levantó los brazos, se alejó del auto. El puestero manoteó el revólver, esperó una respuesta.

–No iba a dejar que me denuncie, ni usted ni nadie compadre –le dijo Justo–. Yo estoy trabajando, y estoy haciendo una obra de bien, me entiende, estoy dándole un poco de paz a una familia.

–No soy su compadre. Sí, una obra de bien que la cobra diez mil pesos. Preso tendría que ir.

No hablaron más. El puestero descargó el revólver y lo dejó, junto con las balas, en su chata Ford. El tiempo, entre ellos, alrededor de ellos, era algo más que el movimiento de las estrellas en el cielo. Era la angustia de Justo, era la indecisión del otro. El tiempo, entre ellos y alrededor de ellos, descendía con la premura invisible del

rocío, tornaba cada vez más imposible la odisea de Justo.

Este, finalmente, lloró. Lloró diez minutos sin detenerse. Después se limpió los ojos con la manga de su ropa y le pidió perdón al puestero. No se disculpe, respondió este. A mí se me murió mi única hija el otro invierno, y también lloré.

A los cinco minutos el silencio volvió a ser atravesado por la voz del puestero. No hizo una oferta a Justo, ni siquiera una amenaza o una pregunta. Simplement­e le informó su decisión.

Luego de que Justo hiciera un gesto indefinido con su cabeza, que podía ser aceptación, débil negativa, resignació­n o incluso incomprens­ión de lo decidido por el puestero, las cosas se aceleraron. El puestero buscó una cuerda en su chata y ató las manos de Justo. Lo hizo sentarse en el asiento trasero de su auto. Después arrimó su vehículo y delicadame­nte, con un respeto y pudor que Justo comprendía nacía del recuerdo de la hija muerta, el puestero sacó al cadáver del Mercedes y lo metió en la caja de su chata, lo cubrió con bolsas de arpillera, sacó la botella de formol del auto y la roció. Finalmente la colocó en la fiambrera metálica en la que guardaba, enfriadas con hielo, las perdices y liebres durante las madrugadas de cacería.

Antes de irse le desató las manos a Justo. Le advirtió que no se acercara a su casa, porque iba a dejarle la escopeta a su hijo mayor, que ya tenía trece años y lo acompañaba a cazar. Que tuviese cuidado con los perros cimarrones. Le aclaró que si él hubiese dejado a la finadita sola en el medio de esa nada para caminar al pueblo quizá una jauría de perros, o algún bicho peor, porque el verano pasado había por las lagunas una puma con dos cachorros, la hubiesen carroñado.

–Usted no se preocupe. Conozco la Capital y voy a llegar. Antes de irme paso por mi casa y la tapo a la muertita una barra de hielo, que ayer compré dos. Usted hágase la idea que está como esos dibujitos del periódico, ¿vio?, que hay un hombre todo sucio y barbudo en una islita chiquita, con un arbolito, esperando un barco. Usted quédese acá, si tiene que mear ahí tiene todo esto –el gesto del brazo abarcó ese lugar que ahora se llamaba llanura, y antes desierto y antes pampa y aún antes lelvul–. Por acá no pasa nadie, nunca. Los jueves sale un camión de otra estancia, pero yo mañana a medianoche ya voy a estar acá. Además si pasa alguien usted ahora ya no está haciendo nada malo, ni un delito ni nada. Capaz que hasta lo ayudan. Si no pasa nadie antes yo lo vengo a buscar cuando vuelva y lo llevo al pueblo. Ahora voy hasta mi casa y antes de viajar le acerco unas galletas, unos salames, una hormita de queso y algo de ginebra.

El puestero subió a su camioneta. Regresó a la estancia.

Su mujer lo esperaba afuera, con los hijos despiertos. Él mandó a los chicos para adentro y habló con la mujer en la cocina mientras cargaba la barra de hielo y algunas provisione­s, tanto para él como para Justo. Le explicó que había auxiliado a un hombre en el camino pero como no le confiaba lo había dejado allá, en su coche, y por sí aparecía por las casas, aunque no creía que apareciese, le dejaba la escopeta para que la tuviera el Antonio.

Después, cuando ella lo ayudaba a cargar y acomodar en la chata los pocos bártulos que necesitaba para la travesía, la abrazó, un gesto de afecto poco común en ese hombre tan monótono, inmenso y atemorizan­te como la llanura y le dijo:

–Mirá vieja, tengo que hacer un trabajo, me dan cinco mil pesos y dinero para los gastos. Es un platal. Mañana a la noche vuelvo. Me tengo que ir hasta Buenos Aires.

La mujer inició una protesta. Era lejos, ellos no necesitaba­n ese dinero extra, ayudaba a un desconocid­o que quizá era un malandra.

El puestero abrió la caja metálica. A la vista de su mujer acomodó el hielo que había partido en pedazos rodeando primorosam­ente y sin humedecer a la muertita.

–Vos sabés, el año pasado ni la pude ver a la María en el cajoncito, entre que no lo podía creer y el pedo que me agarré. Después me quedó el dolor de no haberla visto por última vez.

Miró a su mujer: como un año atrás, las lágrimas, esas extranjera­s en sus ojos, rebeldes, sorpresiva­s, alejaban de foco el rostro de esa que le había parido sus hijos y lo había acompañado en hambrunas y cosechas. Él le prometió: eso no va a pasar otra vez, no al menos con esta gurisa.

(Publicado en el libro Tan lejos. Diez naufragios, Editorial Casagrande, 2020)

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