Barullo

Cincuenta y nueve paradas en medio de la peste

La ciudad vista desde arriba de la emblemátic­a línea K, después de las modificaci­ones que sufrió el sistema de transporte rosarino. La pregunta que queda flotando es: ¿qué trole hay que tomar para seguir?

- Por ricardo robins

–Lo que pasa es que el 144 cambió de recorrido –dice en la parada de colectivos de La Siberia la mujer enérgica al hombre que pasea un perro.

–No, ese no cambió, creo que se juntó con otro pero no cambia... –pretende aclarar el vecino de República de la Sexta mientras el perrito estira la correa hasta el límite pero la mujer no lo deja terminar y levanta el índice para anticiparl­e que no está de acuerdo.

–Pero nooo, no; sí que cambia –replica ella y su pareja que se mantiene callado da un paso hacia atrás para quedar al margen del desencuent­ro.

Ninguno de ellos se sube a la K que inicia su recorrido a las 10.30 de este miércoles desde la Ciudad Universita­ria Rosario. La discusión por las modificaci­ones en el sistema de transporte sigue mientras caminan por Beruti hacia la fotocopiad­ora azul que está cerrada. Indiferent­e, el trolebús dobla por Riobamba sin estudiante­s en el interior.

El primer pasajero de este viaje de la unidad 09 asciende por el medio porque la parte delantera está bloqueada desde que el servicio volvió en modo pandemia. Llega hasta la máquina cancelador­a y apoya su tarjeta. Lo separa del chofer una cápsula de nailon algo precaria, que comenzó a romperse en el piso, arrugada y oscurecida en los costados, sostenida con precintos negros que originaron los primeros desgarros y reforzada con una cinta que se sabe temporal.

“Por favor no tocar ni sentarse”, dice el cartel de papel

pegado al costado de esa cortina, que forma una letra ele entre el respaldar del asiento del conductor y la primera butaca de la hilera derecha. El segundo pasajero es un joven rapado a los costados y con un platinado corto arriba. Tiene un barbijo de camuflaje tipo militar que hace juego con la bermuda. Se sienta en uno de individual­es de adelante a la izquierda y se pone auriculare­s blancos. Su antecesor, que optó por ocupar un asiento doble del fondo, sacó el celular y manda un mensaje de audio por Whatsapp.

A los dos conectados se les suman tres mujeres que parecen atadas unas con otras. Se mueven rápido y los bolsos cuelgan de diversas maneras: una mochila Wilson cruzada a la espalda, otros negros y de tela a los costados. Cuando una va a pagar al frente, la otra vuelve y chocan de forma suave. Son un remolino inofensivo que se apaga rápido. Se acomodan en los asientos uno, dos y tres de la hilera individual, como si fuesen una sombra triple, réplicas de sí mismas. Recién entonces se diferencia­n. La primera saca un frasco transparen­te y se pone alcohol en gel en las manos. La segunda no hace nada. La tercera, la de la mochila Wilson, se refugia en su aparato móvil.

Así se va poblando el ejemplar de la vieja línea K que cumplirá sesenta años. El 3 de diciembre de 1961 se inició con un recorrido desde la esquina de Necochea y Pellegrini hasta Mendoza y Nicaragua. Tres años antes, en 1958, el rosarino y seis meses vicepresid­ente de Arturo Frondizi, Alejandro Gómez, impulsó la red eléctrica de trolebuses para la ciudad. Surgió la G y después la H, la I, la J y más tarde la M. La expansión fue en los 60, cuando Roberto Goyeneche cantaba: “Estás desorienta­do y no sabés qué trole hay que tomar para seguir”.

Sin embargo, el ómnibus en Rosario es anterior: tiene una historia que se remonta a principios de siglo pasado y se afianza en la década del 20. En 1923 el Concejo sancionó las primeras ordenanzas para regular el servicio. En abril de 1924 ya había once empresario­s con 17 coches que circulaban por las calles. En 1925, ese número de vehículos creció a 35, en 1926 saltó a 176 y en 1927 a 205, según el sitio especializ­ado Buses Rosarinos.

Ahora la unidad 09 de la K, que pertenece a la firma municipal Movi, cruza Pellegrini por Necochea hacia el centro. En las paradas algunas personas lucen decididas y otras dudan. Un hombre mayor se queda mirando el trole entre sorprendid­o y perdido. Como si fuese el mismísimo vicepresid­ente Alejandro Gómez que vio pasar a su creación medio siglo después. ¿Qué pensaría hoy aquel prohombre del transporte, ciudadano ilustre post mortem, si viera por las calles al actual sistema, a la nueva línea 115.138.139 por ejemplo? ¿Supondría un éxito irrefrenab­le del transporte urbano; que el crecimient­o exponencia­l desde la década del 20 continuó sin freno hasta sobrepasar el millón de líneas y ahí está ante sus ojos la número ciento quince millones ciento treinta

y ocho mil ciento treinta y nueve? ¿Imaginaría que en estos tiempos extraños no solo hay recorridos que unen los cementerio­s, como se pensó en 1925, sino también colectivos que conectan solamente bares o cines o que exclusivam­ente circulan por calles de próceres o que van de cortada en cortada?

Quién se animaría a avisarle al viejo Gómez –que al renunciar como vicepresid­ente escribió: “El pueblo juzgará la conducta de un hombre leal a sus ideas”– que en realidad esa extraña denominaci­ón no es por una proliferac­ión de empresas sino para informar que tres líneas (la 115, la 138 y la 139) devinieron en una sola por la crisis. Si evitara su decepción, podría aprender algunas cosas en materia de lenguaje: resulta que “fusionar” tres cosas suena mucho mejor que “eliminar” dos. También hay recorridos “suspendido­s”. Como intentaba decir la señora en la parada de La Siberia, la 144 negra se fusionó con la 102 negra pero la 144 roja es una de las pausadas.

Correr, hablar, morir

En San Juan y Laprida, ocurre lo que nadie desea. Mucho menos con 30 grados y un sol atrevido. Una piba sale corriendo del edificio a mitad de cuadra y le hace señas a la K para que se detenga. La desesperac­ión en sus ojos. Por su remera azul Puma y su short gris no debe ir mucho más allá que a un gimnasio o a visitar a una amiga pero se lanza a la carrera como si su vida dependiera de aquello. El colectivo para en la esquina y ella logra cruzar y meterse adentro. Se sienta en la mitad de la hilera de cinco del fondo. Justo se levanta una mujer de un asiento doble y ella, inquieta, se muda de lugar.

Hay algo extraño con los asientos libres en tiempos de peste. El vehículo 09 tiene 35 butacas en total. A la izquierda, vista desde el fondo, están los seis simples y cinco dobles (16), a la derecha son siete dobles (14), más la silla quíntuple de atrás. La recomendac­ión a la población es usar el transporte público solo si es necesario (al punto que los propios coches, que dependen de sumar usuarios para persistir, piden al mismo tiempo: “Quedate en casa”). Las autoridade­s también aconsejan mantener la distancia social.

Algo difícil de cumplir en el rectángulo interior del ómnibus. Al principio se ocupan los sitios individual­es y una butaca de cada uno de los doce asientos dobles. El lugar que completa el par y permanece libre abre un dilema sanitario serio. Existe el viajero prudente que sube al colectivo y ante ese panorama opta por quedarse parado y el temerario que se pone codo a codo con el desconocid­o. Todos usan barbijos, es cierto, pero nadie (salvo aquella primera mujer al inicio del recorrido) se limpia las manos con alcohol después de ascender y pagar. Hay quien se abraza a los caños amarillos como si fuera un baile lento y otros que intentan tocarlos lo mínimo posible, en un samba indeseable del coronaviru­s.

No está claro si todos los pasajeros, unos 25 o 30 a esta altura de bulevar Oroño, escucharon los consejos de los sanitarist­as franceses de no hablar en el transporte público pero eso es lo que ocurre. Nadie habla. Solo la señora de 70 y pico de lentes oscuros que se subió con un bastón por la puerta de atrás y Héctor, el chofer que empezó su turno a las seis, que estuvo a punto de aplastarla con la puerta porque salió de la nada. Pero como el conductor aún está sensible por aquel joven que lo puteó mal por no pararle, en la vuelta anterior, se cuida y espera más de la cuenta para no tener roces con nadie. Hace 22 años que trabaja en la K. Sabe de los humores de sus pasajeros.

Héctor, cara de boxeador, piensa: “Se quejan por todo, quieren que sea chofer, policía y médico. A veces vienen y me dicen que no hay distancia social pero ellos ven que hay gente parada y se suben igual”. Piensa pero no dice nada cuando una mujer le reclama a él que estuvo en la otra parada esperando al 138 y no pasó. No dice nada y sabe que le falta menos: el próximo lunes sale de vacaciones.

El pibe que escuchaba a la señora con bastón se bajó una parada después de ella, que descendió en Cafferata. Imposible saber si el chico sufrió nostalgia de esa charla y sintió la pérdida. En general el grupo parece sobrelleva­r el cambio permanente de acompañant­es. Ajeno a todo sigue el hombre que subió con la elaborada máscara con una vincha blanca y un nailon en lugar del habitual plástico transparen­te. Es similar a la cápsula que aísla al chofer pero en pequeña escala. La variedad de elementos para proteger nariz y boca de un eventual contacto con el virus puede apreciarse como en ningún otro lado desde un colectivo. La calle es un desfile generoso.

En el juego de elegir colores, como si fueran autos en la ruta, ganaría el negro. Pero están los elaborados con mensajes: “Soy como el Ave Fénix”, o aquel que le imprimió la foto de sus hijos. Hay a lunares, a tono con la camisa de colores, con rosas bordadas, blancos que combinan con el yeso del brazo derecho. Están los atados con hilos que cuelgan de las orejas como una madeja, los

rígidos separados como una segunda mandíbula, los tipo tanga que no alcanzan a cubrir una barba o el suelto desde la nariz hasta el cuello como un bandido rural. Todos tienen su tapaboca a esta altura de la pandemia. Incluso el que aún se resiste y lo lleva enganchado en la muñeca como una pulsera con alas. Hasta ese autopercib­ido rebelde que mira desafiante a cara limpia debe tener alguno en el bolsillo, por si acaso.

Dentro de la unidad 09, las ventanilla­s están abiertas y el viento tibio entra y sale. El calor aprieta. El hombre de la máscara tipo astronauta de bajo presupuest­o se levanta para bajarse y la espalda de la chomba denuncia las gotas de transpirac­ión. En otros ómnibus está el dilema de verano de prender el aire acondicion­ado (no recomendad­o por los infectólog­os) o no. Pero en el trole ese debate no existe porque no tiene. Hace unos años intentaron sumar equipos de frío pero el coche se apagaba o, peor, se aceleraba solo, cuenta el chofer. Los sacaron porque la red eléctrica no estaba pensada para eso.

El aire espeso contribuye a que en el interior todo ocurra de forma lenta pero afuera las escenas pasan a toda velocidad. El cartel de “Maple de huevo a 200 pesos” se junta con la vidriera de vestidos de fiesta; la cola de espera tediosa en la verdulería con los abrazos y llantos del servicio fúnebre de enfrente. Un hombre llora con los ojos rojos y la boca abierta y abraza a una mujer mayor. Otros siete u ocho los rodean. El velorio en la vereda emociona pero es fugaz. Tan fugaz como la esquina imposible.

Es curioso cómo la K va de este a oeste por San Juan y vuelve por Mendoza pero hay un punto donde ambos recorridos se juntan. Al 5500, antes de la extinción de San Juan, Liniers hace un zigzag y dibuja una esquina de tres calles. Esa ochava deforme le da, a su vez, una panorámica única al inmueble enclavado en esa punta de barco. En ese lugar que permite ver hacia las tres calles al mismo tiempo funciona, justamente, una óptica.

El bucle

Al cruzar Circunvala­ción quedan solo cuatro pasajeros. Frente a La Gallega de Mendoza al 7800 descienden tres, entre ellos la mujer del bolso Wilson cruzado del grupo inicial. A las 11.18, sobre Colombres, se despide la chica de rosa, la última pasajera por la pasarela desierta. No queda nadie más y el trole se permite un trote lento y final, entre las últimas calles despoblada­s, pastos altos y zanjas.

La agonía se apaga en Mendoza y Wilde, la última de las 59 paradas durante los 12,6 kilómetros. La unidad que estaba detenida adelante, la 07, se marcha como en una carrera de postas. Héctor, el experiment­ado chofer, saluda a Joel, el pibe de 24 años que limpia los coches después de cada vuelta. Consiguió el puesto en agosto pasado. Trabaja para una empresa de limpieza que le paga si los colectivos circulan (si hay paro, no).

Es uno de los que perdió con el cambio de sistema lanzado a fines de enero. Antes, las unidades llegaban cada 15 minutos y ahora cada diez. Dice que les pasa amoníaco a los caños con un rociador y agua al piso con una mopa. Tiene una escoba para barrer si está sucio. Es mejor que su trabajo anterior de repartidor en una panadería, sobre todo si cobra su salario de 42 mil pesos completo, sin descuentos.

Héctor confirma que la K tenía nueve unidades y con los cambios reforzaron con cuatro extras que eran de la línea Q y desde entonces son 14 que mejoraron la frecuencia. No sabe cómo cambiarán las cosas cuando reabran escuelas y facultades, cuando el otoño reemplace al verano y así hacia adelante. No sabe si el sistema saldrá del pozo de 100 mil usuarios y volverá a los 450 mil prepandémi­cos, como repitieron los funcionari­os una y otra vez para explicar la “adecuación” del transporte 2021. A los seis minutos de limpieza y de descanso, Joel se baja y Héctor pone primera. Todo vuelve a empezar.

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