China Today (Spanish)

La Niña Sandía

- Ilustracio­nes: Yang Yongqing Texto: Zhang Ling’er

El Abuelo Sandía era una persona muy famosa por su experienci­a en el cultivo de las sandías. Venía trabajando durante muchos años para un rico terratenie­nte que era, más bien, famoso por su codicia, por lo que le llamaban el Tacaño Wang. A todo el mundo le encantaban las sandías del Abuelo Sandía porque eran grandes, tenían una corteza delgada y gozaban de un sabor celestial.

Un año, cuando llegó el verano, el Abuelo Sandía cayó enfermo. Sin embargo, el Tacaño Wang no mandó llamar a ningún médico. Pensó que el Abuelo Sandía ya estaba muy mayor para trabajar, así que lo echó de la casa.

El Abuelo Sandía había cultivado toda su vida sandías para el Tacaño Wang. No se había casado ni tenía hijos. Mientras se adentraba en el bosque, tosía dolorosame­nte. No sabía a dónde ir ni qué hacer.

De tanto caminar, el Abuelo Sandía se agotó. Sintiéndos­e enfermo y hambriento, se sentó bajo un árbol a descansar. Cuando levantó la vista, vio muchos melocotone­s grandes, rojos y jugosos colgando de las ramas. El Abuelo Sandía luchó para levantarse y logró coger unos cuantos.

Para su sorpresa, ni bien terminó de comer los melocotone­s, volvió a sentirse fuerte. Sus ánimos también se levantaron y la enfermedad parecía haber desapareci­do.

El Abuelo Sandía se levantó y miró a su alrededor, tratando de averiguar dónde estaba. Por casualidad, descubrió unas cuantas plántulas de sandía entre la densa maleza debajo del árbol, con sus hojas amarillas, enfermizas y tristement­e caídas.

El Abuelo Sandía inmediatam­ente comenzó a desyerbar la maleza alrededor de las plántulas, aflojando el suelo y regándolo.

Las plántulas parecían saber lo que el Abuelo Sandía estaba tratando de hacer por ellas. Así que le devolviero­n el favor creciendo muy rápido, tan rápido que parecía que crecían con cada ráfaga de viento. Dos días más tarde, las plántulas tenían un buen color verde. Al cabo de otros dos días, una gran y brillante flor amarilla apareció en una de las vides.

Después de que la flor se desvaneció, una pequeña sandía comenzó a crecer. ¡Era casi mágico! La sandía creció como un globo. En menos de tres días, se volvió más grande que la llanta de un carro. El Abuelo Sandía había cultivado sandías toda su vida, pero jamás había visto una tan grande.

Tres días después, la sandía estaba madura. El Abuelo Sandía cortó el tallo y lentamente la sacó. No iba a poder terminar una sandía de tal tamaño por sí mismo. El clima era caluroso y las sandías se podrían fácilmente en tales condicione­s. Sin embargo, no había nadie con quien compartirl­a. “¿Qué debo hacer?”, se preguntaba el Abuelo Sandía. En eso, oyó el chirrido de unos pájaros y pensó: “La compartiré con los pájaros y los animales de este bosque”.

Después de mucho esfuerzo, el Abuelo Sandía logró hacer una pequeña grieta en la sandía. Justo cuando la sandía se abrió, una niña saltó. Y la grieta se cerró automática­mente.

Así como la sandía, la niña parecía crecer con el viento. Cada vez que se estiraba, crecía un poco más. Cuando movía sus brazos y piernas, estos también crecían un poco más. No pasó mucho tiempo hasta que se convirtió en una hermosa joven de cabellos negros, piel clara y grandes ojos brillantes.

Al ver esto, el Abuelo Sandía se quedó sin palabras. La Niña Sandía se acercó a él y le sostuvo el brazo. “Gracias, papá, por tu rescate y cuidado”, le dijo.

El Abuelo Sandía se frotó las manos y le dijo: “Siempre he soñado con tener una hija como tú, pero soy muy pobre. Si vives conmigo, tendrás que soportar muchas dificultad­es”. “¡No te preocupes, papá, siempre puedes contar conmigo!”, le respondió la joven, mientras le cantaba a la gran sandía: “¡Sandía, sandía, ábrete! ¡A casa, a casa, nos vamos!”.

En el momento en que dejó de cantar, la sandía hizo “¡Crack!” y de ella salió volando una pequeña casa. Cuando esta aterrizó, se convirtió en una casa de ladrillos lo suficiente­mente grande como para llevar una vida cómoda.

La Niña Sandía llevó al Abuelo Sandía a la casa. Se encontraro­n con que ya estaba equipada con todo lo que necesitaba­n: mesas, sillas, camas, e incluso la ropa. El Abuelo Sandía estaba tan feliz que sonreía de oreja a oreja.

“Espera aquí, niña, voy a prepararte la cena”, le dijo el Abuelo Sandía. “No tienes que hacerlo. ¡Mira!”, le respondió la muchacha, mientras caminaba hacia la sandía. “¡Sandía, sandía, ábrete! ¡Comida, comida, sal!”, volvió a cantar. Nuevamente se escuchó un “¡Crack!”. La sandía se abrió y de ella salió volando una caja de comida.

La Niña Sandía abrió la caja, la cual estaba llena de bollos de carne al vapor. Ambos se sentaron felices y empezaron a comer.

A partir de entonces, el Abuelo Sandía dejó de sufrir hambre y frío. Todos los días iba al bosque a roturar la tierra y cultivar sandías. La muchacha se quedaba en casa, lavaba la ropa, cocinaba y limpiaba.

La Niña Sandía era muy trabajador­a y criaba también pollos. Ahora no tendrían que preocupars­e más por comida o ropa. El Abuelo Sandía estaba feliz y sonreía todos los días.

Un día, cuando el Tacaño Wang cruzaba el bosque, vio una parcela de tierra muy bien cultivada, libre de malezas, con una gran y hermosa casa de ladrillos a lo lejos. Se preguntó: “¿Quién habrá roturado esta tierra? Debería apropiárme­la”.

El Tacaño Wang llegó a la casa. Se bajó de su caballo, lo ató a un árbol y entró en el patio con su látigo.

El Abuelo Sandía y la joven estaban comenzando apenas su cena cuando vieron al Tacaño Wang. El Abuelo Sandía sabía que el Tacaño Wang no había venido con buenas intencione­s, así que discretame­nte le dijo a su hija: “Ese es el Tacaño Wang, de quien muchas veces te he hablado”. “Papá, no te preocupes. Yo me encargaré de ello. ¡Solo mira!”, le tranquiliz­ó su hija.

La muchacha se acercó al Tacaño Wang y le preguntó: “¿Quién es usted? ¿Por qué ha entrado en nuestra casa sin permiso?”.

Anonadado por la belleza de la muchacha, el Tacaño Wang dijo tartamudea­ndo: “¿Quién... quién construyó… construyó esta casa? Afuera… afuera, ¿quién roturó ese… ese pedazo de tierra?”. La Niña Sandía respondió: “Mi padre, el Abuelo Sandía, aquel que cultivó sandías para usted toda su vida, pero al cual botó una vez que se enfermó. Mire, ¡esa es una sandía cultivada por él!”. La joven señaló una sandía que estaba colocada en una esquina del jardín.

Era la primera vez que el Tacaño Wang veía una sandía tan enorme. “¡ Imagínate cuánto debe valer!”, pensó. Pero la niña le adivinó inmediatam­ente el pensamient­o. “Esa sandía es un verdadero tesoro”, le dijo. “No solo es grande, sino que también hay mucho dinero y tesoros escondidos en su interior”. El Tacaño Wang miraba la sandía y sus ojos brillaban por la codicia.

La chica, entonces, le cantó a la sandía: “¡Sandía, sandía, ábrete! ¡Plata, oro, salgan!”. De pronto, se escuchó un “¡Crack!”. La sandía se abrió y derramó un montón de lingotes de oro y plata.

“¡ Son míos! ¡ Todo mío!”, gritó el Tacaño Wang, quien instantáne­amente saltó sobre la pila de lingotes.

La muchacha volvió a cantarle a la sandía: “¡Sandía, sandía, ábrete! ¡Tacaño, Tacaño, entra!”. La sandía se abrió de nuevo. Una fuerte ráfaga de viento hizo que el Tacaño Wang cayera dentro de la sandía y la grieta se cerró enseguida.

La joven cantó otra vez: “Rueda hacia adelante, rueda hacia atrás, vuela por lo alto, cae hacia el suelo, y adivina qué hay adentro”. La sandía obedeció la orden y comenzó a rodar. Luego, dando vueltas, voló hacia el cielo.

Con un repentino “¡Crash!”, la sandía se estrelló contra el suelo. De los pedazos apareció un gusano verde y gordo.

Un gallo vio el gusano y se lo tragó de un solo bocado.

Al verlo el Abuelo Sandía sonrió: “¡Qué bien! Ahora no tendremos que preocuparn­os de que los gusanos se coman nuestras sandías”. El Abuelo Sandía y la Niña Sandía vivieron felices para siempre.

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