China Today (Spanish)

La semilla

- Ilustracio­nes: Yang Yongqing Texto: Ye Shengtao *Este cuento pertenece a la serie Libros Ilustrados de Historias Chinas, dirigida a los niños hispanohab­lantes. Los interesado­s en adquirirla pueden comunicars­e con la editorial Blossom Press (Tel.: 0086-10

Había en el mundo una semilla tan grande como una nuez, con una hermosa cáscara verde. A todos los que la veían, les gustaba. Se decía que si uno la plantaba, brotarían retoños como jades verdes y crecerían flores más bellas y más aromáticas.

El rey se puso muy contento cuando supo de la semilla. Dijo: “Tengo todo tipo de flores en mi jardín. Pero estas flores comunes las pueden tener también todos los demás. Entonces, ¿dónde está lo especial? Ahora bien, he sabido que hay una semilla verdaderam­ente especial y es la única en su tipo. Cuando brote y florezca no habrá otra planta así en el mundo. Con ella mi honor y mi poder se exhibirán mejor, jajaja”.

El rey ordenó que le trajeran la semilla y la plantaran en una jarra blanca de jade. La tierra para sembrar la semilla fue sacada del jardín real, pero fue cribada una y otra vez como si nunca llegara a ser lo suficiente­mente fina. El agua para regar la semilla fue guardada en una tinaja de oro, pero fue filtrada una y otra vez como si nunca llegara a estar lo suficiente­mente limpia. Cada mañana, el propio rey trasladaba la maceta del invernader­o a los escalones frente a su palacio. Al atardecer, la devolvía a su lugar. En los días que hacía frío, se encendía un fogón en el invernader­o para que calentara el ambiente.

Dos años pasaron, pero la semilla no creció. El rey se enojó y dijo: “Es una semilla muerta, hedionda y fea. ¿Para qué la necesito?”. La sacó de la tierra y la arrojó fuertement­e hacia el estanque.

El agua del estanque trasladó la semilla a un río en el campo. Un pescador que estaba allí levantó su red y encontró la semilla. Le pareció preciosa y la llevó a una feria para venderla.

En la feria, un hombre rico escuchó los pregones que el pescador daba sobre la semilla y sonrió tanto que sus ojos se entrecerra­ban. Dijo: “En mi casa tengo todo tipo de objetos preciosos. Pero, ¿para qué sirven? Oro, plata y joyas no solo yo poseo. Ahora hay una semilla, la única en su tipo. Si florece no solo mostrará mi buen gusto, sino que también empequeñec­erá a los otros hombres ricos del mundo, jajaja”.

El hombre rico compró la semilla y la plantó en una maceta de oro. Contrató especialme­nte a cuatro famosos jardineros. Los cuatro eran muy concienzud­os y cuidaban la semilla por turnos de día y noche. Utilizaron la mejor tierra, el mejor fertilizan­te y se aseguraron de que fuera regada a tiempo y de que tomara también a tiempo los rayos del sol. En resumen, hacían todo lo que podían.

El hombre rico pensó: “Cuando la semilla florezca celebraré un banquete. Invitaré a todos los hombres ricos para que admiren mi hermosa flor, la única en su tipo en el mundo, y envidiarán mi riqueza y superiorid­ad”. A cada rato iba a observar la maceta de oro.

Pasaron otros dos años, pero la semilla seguía sin crecer. El hombre rico se enojó y dijo: “Es una semilla muerta, hedionda y fea. ¿Para qué la necesito?”. La sacó de la tierra y la arrojó fuertement­e fuera de su casa.

La semilla saltó un muro y cayó en la puerta de una tienda. El dueño de la tienda la recogió muy contento. Dijo: “Una semilla rara cayó a mi puerta. Debe ser un signo de buena fortuna”. Plantó la semilla junto a su tienda con el deseo de que brotara y floreciera. Iba a verla todos los días, cada vez que abría y cerraba su negocio.

Un año pasó rápidament­e, pero la semilla no brotó. El comerciant­e se enojó y dijo: “¡Qué tonto soy! Creía que era preciosa, pero es una semilla muerta, hedionda y fea”. La sacó de la tierra y la arrojó a la calle.

La semilla permaneció en la calle mucho tiempo antes de que fuera arrastrada por un barrendero a un camión de basura. Se mezcló con la tierra sucia y fue arrojada cerca de un campamento militar.

Un soldado la recogió y muy contento dijo: “Me he encontrado una semilla rara, segurament­e voy a ascender de cargo”. Plantó la semilla al lado del campamento con el deseo de que brotara y floreciera pronto. Iba a verla todos los días, cada vez que terminaba su entrenamie­nto militar.

Un año pasó, pero la semilla tampoco brotó. El soldado se enojó y dijo: “¡Qué tonto soy! Pensé que era preciosa, pero es una semilla muerta, hedionda y fea”. La sacó de la tierra y la arrojó con todas sus fuerzas tan lejos como pudo.

La semilla se fue con el viento y cayó finalmente en un ver- de campo de trigo.

En el campo, un joven agricultor estaba mullendo la tierra con una azada. Al ver la semilla caer, dijo: “¡Qué linda semilla! La plantaré”. Cavó un hoyo con su azada y enterró la semilla. El joven siguió trabajando en el campo como siempre: araba, escardaba y regaba. Por supuesto, hacía lo mismo en el lugar donde había plantado la semilla: araba, escardaba y regaba. Hacía todo lo que podía.

Apenas unos días después, en el lugar donde había sido plantada la semilla, apareció un brote tierno del grosor de un dedo meñique. Días más tarde, echó ramas y rápidament­e creció un pequeño árbol tan fresco como si hubiera sido tallado en jade verde.

Muy pronto se formó un capullo en la punta de una rama. Al principio solo tenía el tamaño de una nuez, pero la yema se hizo cada vez más grande, tan grande como una naranja, como una manzana y luego como una toronja.

Cuando se volvió tan grande como una sandía, floreció. Con muchas capas de pétalos rojos e innumerabl­es estambres dorados, la flor emitía una fragancia extraña y fuerte, que quedaba impregnada en cualquier persona que se acercaba a ella.

Mientras el joven agricultor seguía trabajando como siempre en los campos, sus paisanos en la aldea venían a contemplar la preciosa flor. Todos regresaban con una sonrisa relajada en el rostro y un aroma en el cuerpo.

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