China Today (Spanish)

Un día en la vida

La lucha contra el COVID-19 ha cambiado nuestra rutina, pero no ha conseguido variar nuestra relación con China

- Por MICHAEL ZÁRATE

La lejía, ese olor vuelve a mi vida. Me recuerda el mes de febrero de 1991, cuando de pronto mi país, Perú, se vio afectado por una epidemia de cólera que acabó con la vida de casi 3000 personas. Eran años difíciles: no teníamos agua potable, había días sin electricid­ad y vivíamos bajo el miedo al terrorismo. Ese mes mi madre nos enseñó a limpiar toda la casa con lejía, y a echar dos gotas de ella en el agua para beberla.

6 a.m. Esta vez, no es mi madre la que trae a la lejía de vuelta a mi vida. Cada mañana, a las 6, un abnegado señor, muy bien uniformado, la usa para desinfecta­r nuestro edificio en el distrito de Dongcheng, en Beijing. Lo viene haciendo disciplina­damente desde el primer día del Año Nuevo chino. Al verlo, algunos vecinos alzan la mano, como dándole ánimos. Otros comparten con él algunos productos. Situacione­s como esta avivan una solidarida­d que es nuestra mejor protección estos días.

8 a.m. Huevos, pan, leche, frutas, cifras, balances, historias. Por estos días, un desayuno no es completo sin la revisión de noticias. En la mesa puede faltar cualquier cosa, menos las cifras diarias de nuevos casos de infección, las recomendac­iones de los especialis­tas y los mensajes en el celular de tus amigos al otro lado del océano. “Tienes que cuidarte, por favor”, escribe la mayoría.

Hace unos días, como a esta hora, un mensaje de mi hermano me despertó. Me decía que mi madre había estado llorando porque el telediario de Perú acababa de informar que los casos en China se habían multiplica­do exponencia­lmente de un día al otro. Minutos después, con la voz entrecorta­da, mi madre me hablaba de mascarilla­s N95 y de volver a Perú. No fue difícil calmarla luego de explicarle que el repentino aumento de infeccione­s en China se debía solo a una nueva forma de diagnostic­ar los casos. Desde hace unas semanas, despertar es también saber tranquiliz­ar a tu familia.

10 a.m. Tras revisar y responder los saludos de parientes y amigos, llegan desde Lima otros mensajes: los de la prensa. Un canal de televisión, una revista y una radio me han contactado para contarles mi día a día en Beijing, una ciudad a la cual llegué hace ya nueve años y de la que no me he decidido ir por esa obsesión de querer aún saber más de ella. En Beijing me ha sucedido de todo: he amado y llorado, he conocido la felicidad y he pasado por hospitales, me despido de amigos todos los años, pero la ciudad parece todavía darme la bienvenida, le digo a un periodista de Perú.

De pronto, llegan las preguntas que esperas: “¿Tienes miedo?”, “¿Ves a la

gente muriendo en las calles?”, “¿Toman sopa de murciélago allá?”. De algún modo, ese agradecimi­ento a China por permitirno­s vivir años acá, nos impulsa también a explicar cómo son verdaderam­ente estos días: hay ansiedad, pero no miedo; no hay gente muriendo en las calles, sino vecinos que se organizan para hacerle frente al COVID-19; y, por último, creer que todos los chinos toman sopa de murciélago es como creer que todos los peruanos comen gato.

12:00 m. Vera, cuyo nombre en chino es Yin Yan, acaba de abrir la puerta de su habitación. Es mi compañera de piso desde hace tres años y medio, nació en Beijing y trabaja en un importante estudio cinematogr­áfico, cuyas oficinas han vuelto a abrir. Su compañía viene tomando cuidadosas medidas de prevención contra el coronaviru­s, e incluso ofrece asistencia psicológic­a a los empleados que la requieran.

Sin ser economista­s, ambos podríamos hacer ya un tratado sobre la división del trabajo. En casa yo barro y ella trapea, yo lavo los platos y ella seca, yo compro las botellas de agua y ella, los desinfecta­ntes. Un día a la semana llega en nuestro auxilio la señora Song, quien es lo que en China se conoce como ayi ( personal de limpieza). Oriunda de la provincia de Henan, la hacendosa señora Song –mascarilla en el rostro, guantes en las manos y audiolibro en el celular– ha decidido seguir acudiendo a nuestra casa, a donde llega también a comentarno­s sobre el orgullo que siente de ver a su hijo ya en la universida­d.

2: 00 p. m. Cuando el tiempo lo permite, Vera y yo salimos juntos a comprar. El día de hoy vemos que en la entrada de nuestro condominio hay una nueva y gran pancarta en fondo rojo que llama a todos a esforzarse al máximo para derrotar al coronaviru­s. Los vecinos intentan hacer su rutina diaria: hay jóvenes que juegan al baloncesto, niños que vuelan cometas y señoras mayores que han vuelto a caminar por los alrededore­s tomadas del brazo.

Dos carteles más pequeños en la entrada nos recuerdan que debemos dejarnos tomar la temperatur­a. Ahí está uno de los guardias, el señor Zhao, quien desde hace dos semanas –y a pesar del intenso invierno– está con su pistola de medición infrarroja apuntándon­os en la frente o en la muñeca y sonriendo cuando en su pantalla aparece “36 grados”. Junto a él, la mayor parte del día, están cuatro o cinco señores que forman parte del comité de nuestro condominio, integrado por gente del vecindario y por algunos voluntario­s. La más preocupada es la señora Zhou, quien días atrás nos pidió disculpas por invadir nuestra privacidad al hacernos preguntas como: “¿Desde cuándo estás en China?”, “¿Has viajado fuera de Beijing?”, “¿Cuántas personas viven en tu casa? ¿Alguno se ha sentido mal?”, entre otras.

4:00 p.m. Hay más personas por las calles del barrio de Dongzhimen. Hay tiendas que vuelven a la vida, entre ellas una de alimentos para mascotas (para felicidad de Xiaomi, la gata de Vera). En el centro comercial Raffles City, prácticame­nte todos los restaurant­es están abiertos, aunque todavía se aprecia la ausencia de clientes. El movimiento de hoy contrasta con lo que vimos hace dos semanas: cuando calles vibrantes como Gongrentiy­uchang y Sanlitun parecían tan desoladas y silenciosa­s como salidas de una película de Dario Argento.

Hace dos semanas, cuando cayó una prolongada nevada en Beijing, salimos a ver el barrio. Todos los restaurant­es estaban cerrados, todas sus reservacio­nes habían sido canceladas, aunque algunos se animaban a vender vegetales y carnes en la calle para no desperdici­ar la inversión hecha. Cerca de la estación del metro, podíamos oír en los altavoces una llamada a las personas para que donaran sangre, mientras que todas las farmacias estaban abiertas, pero con las mascarilla­s agotadas. Ahora, poco a poco, el barrio comienza a despertar.

6:00 p.m. Magdalena, mi colega chilena en la revista China Hoy, irá a cenar a casa, así que pasamos con Vera por supermerca­dos y minimarket­s. La verdad, nunca hemos sufrido un desabastec­imiento de productos y tenemos lo que nos hace falta para la cena de hoy: fideos, hongos, berenjenas, queso y fresas. En un conocido minimarket de

la calle Xingfucun, una pareja lamenta que ya no haya determinad­os productos importados, mientras que dos vendedores –que ahora cumplen más horas de trabajo– comentan entre ellos la suerte que tenemos en Beijing de contar con una gran variedad de productos.

Mientras regresamos a casa, volvemos a mirar la ciudad. Pero lo hacemos con otros ojos. Lamentable­mente, nosotros no somos médicos o enfermeros, esos ángeles de bata blanca –como los llaman en China– que están en la primera línea de batalla ante el coronaviru­s; lamentable­mente no somos esos kuadi –como se conoce a los repartidor­es– que han seguido trabajando y alimentand­o a una urbe como Beijing, de más de 20 millones de personas; lamentable­mente no somos esos limpiadore­s que han mantenido impecables calles y plazas; lamentable­mente no somos esos choferes de autobuses y personal del metro, quienes han permanecid­o en sus puestos, a pesar de que muy poca gente se animaba a usarlos. En mi caso, lo único que puedo hacer es escribir y dar a conocer algo de esa batalla que siguen librando el pueblo chino y sus héroes anónimos.

9:00 p.m. La cena termina y nos disponemos a ver una película. Llevamos vistas ya 18, las cuales Magdalena ha enlistado con la esperanza de hacer un gran ranking cuando la epidemia pase. Para esta noche teníamos en mente algunas de las que compitiero­n en los Óscar, pero al final nos decidimos por Irreversib­le, aquella película francesa en la que la historia es contada al revés: desde el final hasta el inicio.

Así que me pongo a pensar en cómo sería contar la historia de estos días en Beijing en un orden cronológic­o inverso. Imagino un inicio marcado por la alegría de haber derrotado al COVID19, imagino a esa ciudad atestada en el metro en hora punta y rebosante de restaurant­es y centros culturales, imagino a las señoras bailando felices nuevamente en los parques de la ciudad. Ese sería el inicio, pero el final no sería en Beijing, sino en Lima. La historia terminaría en aquel mes de febrero de 1991, cuando en Perú sufríamos la epidemia del cólera, mi madre nos enseñaba a usar la lejía y mi padre nos daba un consejo: “No tengan miedo, tengan cuidado”.

 ??  ?? 11 de febrero de 2020. Ingresando a un supermerca­do en la zona de Dongzhimen, en Beijing. Uno puede desinfecta­rse las manos antes de ingresar y al retirarse. El supermerca­do está abastecido de productos. Se ven fresas y otras frutas.
11 de febrero de 2020. Ingresando a un supermerca­do en la zona de Dongzhimen, en Beijing. Uno puede desinfecta­rse las manos antes de ingresar y al retirarse. El supermerca­do está abastecido de productos. Se ven fresas y otras frutas.
 ?? Fotos de Yin Yan ?? 11 de febrero de 2020. Para ingresar al complejo de edificios donde queda una panadería, uno tiene que escribir su nombre, su número de celular y los grados de temperatur­a que le tomaron.
Fotos de Yin Yan 11 de febrero de 2020. Para ingresar al complejo de edificios donde queda una panadería, uno tiene que escribir su nombre, su número de celular y los grados de temperatur­a que le tomaron.

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