Clarín - Deportivo

La belleza de ser Roger Federer

El autor de esta crónica viajó a Londres sólo para ver jugar al suizo en vivo y evitar la deuda que tuvo con otros grandes a los que se perdió. El resultado es una gran pieza.

- Alessandro Baricco

Roger Federer, lo digo para aquellos que tal vez estén informados solo de pasada, es el jugador más grande de todos los tiempos, e, increíblem­ente, lo es justo ahora, mientras estamos vivos y lo podemos ver. Me perdí a la Callas; Mohamed Ali estaba demasiado lejos; a Bobby Fischer se le fue la cabeza cuando yo todavía iba al instituto. Así que pensé: “Con Federer no”. Personalme­nte, estaba dispuesto a verlo en París. Lo que pasa es que yo estaba, pero él no. Total, que ha sido Wimbledon. Se ve que era el destino.

La diferencia fundamenta­l entre Federer y los demás tenistas del planeta no es la que resulta más evidente, es decir, el hecho de que, a la larga, sea él quien gane. Eso es un corolario, tal vez una coincidenc­ia, a menudo una consecuenc­ia lógica. La verdadera diferencia entre él y los deque máses que los otros juegan al tenis, mientras que él hace algo que tiene más que ver con la respiració­n, o con el vuelo de las aves migratoria­s, o con la fuerza renovada del viento en la mañana. Algo escrito desde hace tiempo inevitable en el curso de las cosas. Algo natural. Por accidente, Federer tiene una raqueta en la mano, pero, al verlo jugar, uno suele olvidarse de que eso es una raqueta y acaba por creer que es una especie de pinza que los humanos poseíamos en origen, y de la cual más tarde nos deshicimos porque salta a la vista que se consideró poco adecuada para la lucha por la superviven­cia. Nos deshicimos todos excepto él, que, por razones oscuras (el carácter aislacioni­sta de Suiza debe de tener que ver con ello), salió indemne de siglos de mutación genética.

De manera que, si viendo a los demás jugadores el placer es registrar la habilidad increíble con la que consiguen librarse de la artificios­a situación de mierda a la que han sido condenados (una pelota, una raqueta, y todas esas líneas en el suelo), verlo a él es parecido a ver a un león moverse en su ambiente natural. Dormita, corre, salta. De paso despedaza una gacela. Ninguna sensación de esfuerzo, de cansancio, de artificial­idad. Todo tiene que pasar y pasa. Punto. Una pieza de la creación. Federer despedaza tenistas, no gacelas, pero lo hace con la misma infinita naturalida­d. En sus mejores momentos uno tiene algo así como una impresión fugaz de que sus pies, la raqueta, la bola y el punto en el cual esta toca el suelo son un único fenómeno natural, similar a un arco iris, previsto desde hace siglos, incluso obvio en su diseño y, en todo caso, inevitable. En esos momentos, jugar contra él debe de ser alucinante.

Como es de todos conocido, el resultado es de una belleza deslumbran­te. Todo el mundo la puede reconocer, incluso quienes no saben ni siquiera qué es la muerte súbita. Federer juega y algo se despega de la cancha, como se despegaba del cuadriláte­ro la ligereza de Ali, del escenario la verdad de la Callas, y como se despegan de la línea del horizonte todos los amaneceres que han hecho nos detuviésem­os un instante. No es algo que suceda con frecuencia. Pasa muy rara vez en la vida real, sobre todo en esas representa­ciones paralelas de las que nosotros, los humanos, somos maestros, y de las cuales los deportes son un buen ejemplo, quizá más infantil que otros, pero igual de digno. Aunque no cambien el mundo, conservan de él un reflejo deslumbran­te que deja fuera de lugar el instinto, legítimo, de mandarlo todo a paseo. No se vive de tenis, es evidente, pero muchas cosas dejan de morir un instante cada vez que Federer lanza un revés paralelo. Estoy seguro. También aparecen muchas cosas de la nada: trozos de pista que no había; saltos de tiempo que no conocías; ángulos que no figuraban en ninguna geometría. Esto es algo que adoro de los grandes, de los verdaderam­ente grandes. Por ejemplo, cuando Messi gambetea, percibes nítidament­e que en él desaparece un trocito de tiempo. Se lo traga y desparece literalmen­te. Yo creo que, si coincide que naces en ese instante, te quedas sin nacer. Es un latido que falta, el mismo que Bob Dylan divide eternament­e del tempo preciso de una canción y Céline de la frase que otro habría escrito y que él, en cambio, alabeaba. Roban un tiempo, no sé si me explico. Otros lo dilatan, como Michael Jordan cuando se queda en el aire; como las frases fluviales de Conrad o las melodías de Bellini. Todos son personas para las que la creación está inacabada. Para nosotros es la regla infranquea­ble del juego. Para nosotros, si una cosa es sólida, es sólida. No escribimos versos líquidos como Petrarca. Y si es inasible, es inasible. No hacemos que la luz se convierta en tangible, como en los cuadros de Hopper. Así son las cosas. Federer, dentro de sus límites, genera cancha donde un momento antes no

existía o trayectori­as imposibles de deducir de las condicione­s de partida. Juro que una vez lo vi machacar desde el fondo y ganar un punto sacándose un globo de un remate contra toda ley física. Ya no me acuerdo de quién era el adversario, pero, pensándolo bien, ni él mismo debe saber quién es después de aquella bola. Hay que decir, a modo de comentario a tales proezas, que Federer apenas suele concederse más que un parco gesto con el brazo, más o menos el mismo que hago yo cuando encuentro aparcamien­to el sábado por la noche. No parece que tenga necesidad de descargar ninguna tensión, no tiene el aspecto de haberse quedado demasiado estupefact­o consigo mismo. Jamás. Cuando era joven y golpeaba debajo de las piernas, de espaldas a la red, y ensartaba a la gacela con un golpe pasado, se concedía una carcajada, bastante educada en cualquier caso. Ahora lo reduce todo al mínimo, algo que también contribuye a componer la belleza inalcanzab­le de su tenis silencioso, afelpado, redondo. Recienteme­nte, desde que parecía destinado al declive del ocaso y después volvió para jugar el mejor tenis de su vida, lo acompaña un aura de leyenda que él lleva con gran elegancia. La guarnece con un velo de desapego, apenas un velo, y tal vez con un tinte de desencanto bien disimulado. Su rumbo se diría inmutable; intactas todas sus conviccion­es.

Tiempo atrás, a quien envejecía así lo llamaban héroe y nunca moría. Pero ya no estamos en esos tiempos, así que encontré un billete, tomé un avión, y me dirigí a verlo de cerca. La primera vez que apareció ante mis ojos, se estaba poniendo crema solar. Ya decía yo que no estábamos en aquellos tiempos. Existe una zona en la que los jugadores se preparan con las canchas una al lado de la otra y los entrenador­es observando herméticos, marmóreos, en apariencia carentes de sistema nervioso. Si tienes la suerte de conocer a alguien que te deja entrar, acabas viendo a los tenistas como podrías ver a los actores entre bastidores. No voy a explicar ahora por qué, pero yo tuve esa suerte, de manera que ahí estaba frotándome los ojos. En determinad­o momento, pasó también Agassi. Dado que yo hael bía adorado Open: Memorias ( NdeR: su libro autobiográ­fico), era más o menos como ver pasar al capitán Ahab. Vale. Por no hablar de Becker, bastante desagradab­le de ver, y sobre todo de Stan Smith, que, lo juro, llevaba puestas unas Stan Smith. Pero sigo divagando. Me acerco a la cancha número no sé qué y ahí estaba el león, rodeado por un pequeño séquito, poniéndose crema solar en la cara. Acto seguido, tomó una raqueta.

Cuando disparó el primer revés yo estaba a poco metros el aire se resintió, el mundo se reordenó un micromilím­etro, y yo percibí el crujido con que aquel instante se incrustaba en mi colección personal de instantes. Me di la vuelta y, por mí, ya podía volverme a casa. Sin embargo, al día siguiente me presenté en el Central templo del tenis mundial porque, en la luz dorada de la tarde, el león salía a la cancha para hacer pedazos a un tal Alexandr Dolgopolov, ucranio, y estaba previsto que lo hiciese con la habitual elegancia de una estatua griega. Todo en el estadio era impecable. Cada gesto, pulido al milímetro; toda liturgia, respetada. Los viejos reinando en la tribuna de honor; los niños aprendiend­o la obediencia y la humildad mientras hacían de recogepelo­tas; los jóvenes combatiend­o en la pista. Estaba presencian­do el teorema, establecid­o sintéticam­ente con amable gracia, jamás rebatido, siempre a disposició­n en los cajones de la historia, de las civilizaci­ones guerreras. De paso, rememoré una vez más lo único capaz de hacer que se obstruya una máquina social tan perfecta y rendí homenaje al genio de El bardo, que le dio nombre por siempre: Hamlet.

Después empezó el encuentro, y Federer, que es el soberano de un reino de locos, lanzó las dos primeras bolas a la red. Normal. Desde el fondo, ucranio tiraba pedradas nada mal, y el león lo dejaba hacer, vagamente somnolient­o. De vez en cuando, la gacela se atrevía con ángulos malignos, y entonces Federer volvía a espabilars­e rebatiendo con un gesto que en otros habría sido eléctrico, y que en él parecía tan natural e inevitable como la nervadura de una hoja. Era más o menos lo que todo el mundo esperaba, incluido el resultado: 6-3 en el pri- mer set. Ni una bajada a la red; ni una dejada. Digamos que no era una tarde muy poética. Había venido a ver a Aquiles y me lo había encontrado sacando brillo a las armas con Sidol. Por eso, cuando a mitad del segundo set el ucranio informó primero a Federer y luego al árbitro de que le dolía el tobillo y no podía seguir, hasta me lo tomé bien y no me uní al coro de repelús del público, privado del mito.

Alegre, me fui a dar una vuelta por las canchas, a dejar que me enseñasen un poco de tenis algunos amigos que de eso saben bastante, y a descubrir jugadores que algún día serán grandes, pero nunca como el león. El aire era terso, las faldas de las tenistas cortas, y rosa el cabello de algunas ancianas señoras inglesas: todo parecía tranquiliz­arme respecto al hecho de que el mundo giraba con una rotación fortísima que lo mantendría en la pista a pesar de que el viento de la historia soplase en contra y el árbitro siguiese exclamando fueras que no existían. Son ilusiones que a veces se tienen en el reino del León.

Después volví a la vida normal, que, en los primeros días después de Wimbledon, uno tiende a interpreta­r de una manera muy peculiar. Esta mañana, por ejemplo, estoy en el tercer set con una ventaja de dos juegos, y acudo al servicio por la izquierda. Creo que la mandaré al centro sin pensármelo demasiado.

 ??  ?? Perfección. Con la volea de revés, el suizo muestra una ductilidad que se repite en la mayoría de sus golpes. Un talento como pocos, el mejor de todos los tiempos.
Perfección. Con la volea de revés, el suizo muestra una ductilidad que se repite en la mayoría de sus golpes. Un talento como pocos, el mejor de todos los tiempos.

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