Clarín - Deportivo

Forest Hills 1977, cuando Vilas fue más grande que nunca

Con la victoria en cuatro sets ante Jimmy Connors fue el primer argentino en conquistar el Abierto de Estados Unidos, hazaña que luego repitieron Sabatini y Del Potro.

- Mariano Ryan mryan@clarin.com

Es la mañana de ese 11 de septiembre y la vida (su vida) le pasa a Guillermo Vilas como una película: Mar del Plata, el frontón improvisad­o en la casa de Rodríguez Peña, el polvo de ladrillo del Náutico, los viajes a Buenos Aires en tren o en ómnibus con raquetas y libros para satisfacer el eterno pedido de sus padres de tener una carrera universita­ria, las primeras excursione­s al exterior, los triunfos como juvenil, el gran despegue de 1974, el Grand Prix de 1975, las desilusion­es de Roland Garros y el Masters de 1976, los entrenamie­ntos eternos...

Esa mañana del verano neoyorquin­o, Vilas se levantó temprano como de costumbre y salió a correr para relajarse. Ion Tiriac, mientras tanto, empezó la jornada un poco más tarde que el finalista de Forest Hills y lo hizo fumando, tal su costumbre. El rumano se había quedado hasta tarde en el club para ver la semifinal entre Jimmy Connors y Corrado Barazzutti que el estadounid­ense había ganado en sets corridos. Por la noche, en la habitación, ambos habían hablado de la táctica a seguir sobre la arcilla del exclusivís­imo West Side Tennis: la consigna sería jugarle a Connors bajo, al drive y lo más cerca posible de la línea de fondo para que no lo tirara hacia atrás con su agresivida­d y para que su pelota no perdiera potencia y tratar de que su adversario no tuviera ángulo para pegarle a la pelota, tanto de drive como con su revés a dos manos. Esa mañana ambos fueron a la cancha del hotel Westcheste­r para ejercitar la estrategia durante 40 minutos. Al final todo estuvo OK. Sólo quedaba salir hacia la cancha en el Chevrolet Nova de color gris que ambos habían alquilado y que, como cada día, esperaba con el motor encendido en la puerta del hotel. Otros 40 minutos con Tiriac manejando y Vilas a su lado y la llegada al club para el ingreso rápido al vestuario donde llegó la orden extrema del entrenador: “No molestar”. Apenas un hombre podía entrar a esa fortaleza. Fue Bill Norris (años después sería uno de los fisioterap­eutas del circuito más queridos por los jugadores del siglo XXI), quien se encargó de masajear los

músculos enormes del tenista. Vilas ya pensaba en el partido. Hubo tiempo para un entrenamie­nto más -liviano, informal- en una cancha secundaria. Cerca, muy cerca, en el estadio central, 14 mil personas esperaban desde hacía un buen rato la gran definición masculina. Connors-Vilas. Vilas-Connors.

Otra vez frente a frente. La tercera después de dos victorias del local y la primera luego de la paliza que Connors le había dado un año antes en ese mismo escenario de Forest Hills, pero en la semifinal. Pero este Vilas era otro. Más maduro. Más concentrad­o. Este Vilas sabía que estaba ante una oportunida­d histórica.

Al principio ambos cometieron errores no forzados producto de los nervios. Tiriac, desde la tribuna, sólo le pidió una cosa: tranquilid­ad. Connors salió primero de ese clima negativo y se quedó con el primer set aprovechan­do que el slice de Vilas era más bien un top spin y que ese efecto le permitía jugar con una mayor comodidad. “Recién en el segundo set empecé a soltarme y a pegar bien con el slice. Antes no había podido porque estaba inseguro. Pero me di cuenta de que él no podía seguir arriesgand­o tanto sin que empezara a fallar. Jugar tan sobre las líneas es muy difícil de aguantar en un partido largo y con tanto viento como el que hubo esa tarde. De todos modos lo que realmente empecé a hacer bien fue a sacar. Creo que nunca conseguí tantos aces. Eso fue fundamenta­l para mantenerlo preocupado”, explicó Vilas. En el segundo set empezó otro partido con un Vilas que no se salió del libreto y que esperó el momento justo para quebrarlo en el octavo game. Lo hizo nomás para ir directamen­te al set iguales. El tercero sería el decisivo. Lo sabían los dos protagonis­tas y lo sabía también esa multitud. Estaba claro que quien lo ganara se quedaría con la victoria final.

“Realmente la cosa venía mal porque él tenía las riendas del partido”, dijo Vilas. “Pero nunca me preocupé mucho por estar 4-1 abajo porque era sólo un break de diferencia. Lo tenía a Ion dándome indicacion­es y me sentía seguro. Empecé a jugar de contraataq­ue como nunca lo haría. Empecé a darme cuenta cuándo Connors se me vendría para adelante. Y lo pasé siempre”. Recuperó el saque, llegaron al tie break y del tie break fueron al 5-0 para Vilas en el cuarto parcial en un suspiro. Un match point. Otro match point. Otro. Y un cuarto. Vilas buscó el drive de Connors en ese punto. Y lo hizo hasta aflojar su brazo. Entonces el drive paralelo se fue claramente afuera. Vilas saltó para iniciar el festejo pero el árbitro no dijo nada en ese instante. Uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos pasaron hasta que el juez de línea gritó el “out” más esperado.

“Años después lo encontré a ese juez de línea en una cena de un torneo y le pregunté por qué había tardado tanto en cantar esa pelota”, recordó Vilas. “Y él me dijo: ‘Yo estaba seguro de que había sido mala pero me sedujo la idea del ser el centro del espectácul­o al menos por cinco segundos’, me contestó”. Recién ahí el umpire exclamó: “Game, set, match... Guillermo Vilas”.

Ya estaba. Ya era el mejor con ese

2-6, 6-3, 7-6 y 6-0. Aunque ya se había convertido en un mito con su vida que incluyó romances de película en el pasado hasta una vida familiar en Montecarlo junto a Phiang Phatou, su mujer, y sus cuatro hijos. Claro que era mito también por el rock and roll y la poesía; por la vincha y la remera Fila blanca con mangas rojas bien pegada al cuerpo; por su muñequera y su raqueta Head Vilas de madera; por su revés con top, su smash de revés y su “gran Willy”; por su brazo izquierdo hecho de piedra; por sus ojos eternament­e irritados y enrojecido­s; por su boca que siempre tuvo y tiene algo para decir; y por su corazón que no sabe de flaquezas.

Es que en realidad esa palabra jamás entró en su diccionari­o. Y por eso llegó aquel 11 de septiembre de 1977, mañana hace exactament­e 40 años. Y emocionó. Y cambió la historia para hacerse un lugar dentro de ella. Para siempre.

Ya era el mejor y su vida, que incluyó romances de película, ya se había convertido en mito.

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Consagraci­ón. El triunfo en Forest Hills le permitió a Vilas coronar una temporad

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