Clarín - Deportivo

Volver a ser el glorioso Independie­nte en 40 minutos

- Federico Ladrón de Guevara flguevara@clarin.com

El entrenador de Independie­nte era José Omar Pastoriza, el mejor de la historia, a quien cada domingo, en la Doble Visera, le agradecíam­os su método sencillo pero no por eso menos eficaz: corazón y pases cortos. Y que en la previa de los partidos nunca faltaran el cajoncito de madera, el diario, los fósforos y el carbón. Corría diciembre de 1984. El equipo formaba así: Goyén; Clausen, Villaverde, Trossero, Enrique; Giusti, Marangoni, Bochini; Burruchaga, Percudani y Barberón.

Con gol de Percudani, el Rojo le ganó 1-0 al Liverpool en Japón y salió campeón del mundo. Yo tenía once años. Lo vi en mi casa de la calle Tapiales, en Vicente López, con mi papá, Guillermo, y mis hermanos Martín y Pancho. Además de gloriosa, esa madrugada fue reveladora: confirmé que el fútbol era, antes que nada, atacar y atacar, con línea de cuatro, un 5, un 8, un 10 (Bochini era un 100, en realidad), dos delanteros ligeritos y un 9 que, como se dice, la mande a guardar. Una fórmula insuperabl­e, letal. El resto es carne de panel.

Con ese modelo, en el que cada pieza es vital para que funcionen las demás, podría decirse que disfruté como sólo han disfrutado últimament­e los hinchas del Barcelona o de la selección de Alemania. Algunos hitos: -La final de la Liguilla del 87. Infiltrado con mi papá en la platea local de la tercera bandeja de la Bombonera, vi el gol de Bochini al genial Hugo Gatti. Un gol de uña, finísimo. Por cuestiones de superviven­cia, lo gritamos un rato después, cuando ya nos habíamos subido al Renault 12 blanco que habíamos dejado estacionad­o cerca de Caminito.

-El título del 89 en la cancha de Ferro después del 2-1 frente a Armenio. Éramos tan exigentes, tan futboleram­ente aristocrát­icos que, en aquel torneo, hasta reprobábam­os la técnica no del todo depurada del Chaucha Bianco. -El Clausura y la Supercopa del 94. ¿Cuántos millones pagaría hoy el PSG por el Palomo Usuriaga?

-Los tres goles a Vélez en el primer tiempo en un partido del Apertura 96. En el entretiemp­o, en el baño del palco de prensa, me crucé a Horacio Pagani, que gritaba extasiado: “¡No puedo creer lo que estoy viendo!”.

-El título del 2002, con el gol a Boca de un crack a quien admiré desde que se destacaba en el patio del colegio La Salle: Lucas Pusineri.

La vara estaba puesta muy alta. Independie­nte era un equipo premium, por la colección de Copas y, en especial, por su estilo de juego. No por nada, en el sector 5 de la platea Arsenio Erico, a la madre del Ruso Verea le subía la presión si algún jugador fallaba un pase. La señora era una guardiana de la excelencia.

Hoy cuesta creerlo. Pero aun perdiendo, el fútbol era, para nosotros, un regocijo casi permanente, una disciplina de puro presente. Nunca olvidaré la ovación que se llevó el equipo después de un 2-3 frente a San Lorenzo. Se lo merecían. Había sido una hora y media al borde del éxtasis.

Después, se sabe, mientras se apagaban las chimeneas de las fábricas más pujantes de Avellaneda, llegó el retroceso. Además, Dios, con su épica del sufrimient­o, es hincha de Racing. Y nos privó de nuestro mayor deseo: que Bochini jugara para siempre.

Así, poco a poco nos fuimos convirtien­do en un equipo sin identidad, mustio, casi como cualquier otro. Para colmo, se impuso el fútbol-meme, cuyo sostén ideológico es básicament­e ramplón: lo que más se disfruta es la caída del otro. ¿Estamos locos? Sí.

Sin embargo, al margen de ciertas contaminac­iones, tal vez porque proviene del hockey, apareció Ariel Holan, se sacó de encima a Bebote y logró lo más difícil: que volviéramo­s a ser lo que fuimos alguna vez.

Sucedió en la primera final de esta Sudamerica­na 2017 frente al Flamengo. Fueron 40 minutos, el tiempo que transcurri­ó entre el gol de cabeza de Réver y el 2-1 de Meza. Jugamos con la ambición y el modelo de siempre, por abajo, con triangulac­iones, yendo al frente. Un ejemplo: Fabricio Bustos se lució como si fuera Néstor Clausen. Sampaoli ya debería saber quién tiene que ser el 4 de la Selección en el Mundial de Rusia si no quiere quedar eliminado en la primera ronda.

Después del triunfo frente a los brasileños, mi amigo Puchi me mandó por whatsapp un video tierno, conmovedor: su hijo Santino, de ocho años, en cuero, festejando en el ahora Libertador­es de América. Lo vi a Santino.

Lo vi a Puchi cuando era como Santino. Y pensé: qué bueno que los más chicos comprendan cuál es nuestro adn.

También por whatsapp, mi hermano Martín, que vive en Bilbao, me escribió una sola palabra: “Emoción”.

El comentario ya me lo había hecho una semana antes otro gran amigo, Martín Eula, mi cronista de cabecera: “Contra Libertad, los hinchas más jóvenes de Independie­nte silbaban cuando el equipo tocaba con paciencia, para los costados o para atrás, para volver a empezar. Pero los hinchas mayores los hacían callar”.

¡Ése es mi equipo! Por eso ya me daba por satisfecho con aquellos 40 minutos frente al Flamengo. La revancha no me iba a cambiar nada: el primer paso ya lo habíamos dado.

Ahora, con la vuelta olímpica consumada, hay que profundiza­r la idea. ¿Por qué en el Maracaná jugó Domingo por Sánchez Miño? Igual, a la altura de nuestra historia, hubo temple, carácter y algunas figuras deslumbran­tes, como Meza y Barco.

Al fin de cuentas, nada podía terminar mal en Río si como parte de la delegación habían viajado Santoro, Pavoni y Bertoni, de los mejores representa­ntes de la mística de los brazos en alto, de la que ya me hablaba mi papá cuando me llevó por primera vez a la cancha en 1980 para ver un 2-0 contra Chaco For Ever. Desde ese día, para mí, fue Rojo For Ever.

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