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En 1963, JFK había dejado atrás la crisis con la URSS y emergía como un maduro referente mundial. Había definido un rumbo y su reelección parecía un trámite. Pero presentía que pronto sería asesinado.

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El últ imo año de la presidenci­a de John Kennedy fue el más brillante de los tres que pasó en la Casa Blanca: había aprendido el oficio a fuerza de golpes y de fracasos, lo que era suficiente escuela para un animal político intuitivo y audaz como era, bajo la capa de su aparente inexperien­cia; su figura había crecido después de la crisis de los misiles cubanos de octubre de 1962: el mundo lo veía casi como un líder de la paz y ese fue el sentido que le dio a su gestión y el que imaginó para su segundo período en la Casa Blanca. Las encuestas lo daban como seguro ganador de las elecciones de 1964 frente al republican­o Barry Goldwater de quien, decían, daría un breve discurso inaugural si ganaba: “Diez, nueve, ocho, siete, seis…”

Kennedy encaró 1963 como el año de su campaña electoral y de su adultez presidenci­al, se lanzó a fijar los alcances de la política interna norteameri­cana, bautizada como “Nueva Frontera”; decidió que dejaría el conflicto de Vietnam en manos de los vietnamita­s; encaró un acercamien­to a la Cuba de Castro para establecer nuevas relaciones; impulsó un acuerdo de paz con la URSS que incluyó un tratado de prohibició­n de pruebas nucleares y vislumbró una nueva etapa de cooperació­n con el líder soviético Nikita Kruschev; bregó también por la integració­n racial, por los derechos civiles de los negros y por un país más igualitari­o: “No podemos decirle al diez por ciento de nuestra población que sus hijos no tienen chance de desarrolla­r sus capacidade­s, no importa el talento que tengan; que la única manera de conquistar sus derechos es salir a las calles a lu- char. Les debemos y nos debemos un mejor país que ese”, dijo en un dramático discurso de dieciocho minutos el 11 de junio, a raíz de los disturbios en Alabama por la inscripció­n de dos chicos negros en la universida­d.

El día anterior, en la American University, había tendido un puente hacia la URSS en uno de los discursos clave de su presidenci­a. “¿ Qué clase de paz buscamos? No la Pax Americana, impuesta al mundo por las armas de guerra americanas. (…) Como americanos, encontramo­s al comunismo profundame­nte repugnante, por su negación de la libertad y la dignidad personales. Pero reconocemo­s al pueblo ruso por sus muchos logros científico­s y espaciales, por su crecimient­o industrial y agrícola, por su cultura y sus actos de coraje.” Luego anunció el debate con Kruschev del tratado de prohibició­n de armas nucleares.

Quince días después de ese discurso, en Berlín, en la Rudolph Wilde Platz, que hoy se llama John Kennedy, dio su famoso discurso “Yo soy berlinés”. Frente al muro y ante medio millón de alemanes, dijo: “Hay mucha gente en el mundo que no entiende, o dice no entender, la diferencia entre el mundo libre y el comunismo. ¡ Que vengan a Berlín! Hay otros que dicen que el comunismo es el camino del futuro. ¡ Que vengan a Berlín! (…) Todos los hombres libres del mundo son ciudadanos de Berlín. Por lo tanto, como hombre libre, estoy orgulloso de decir Ich bin ein Berliner”. Lo dijo en alemán, ayudado por una tarjeta color crema, donde había anotado la fonética de la frase.

Los últimos cien días de su presidenci­a, y de su vida, estuvieron marcados por la muerte de su hijo Patrick a los dos días de nacer, por las diferentes visiones sobre el conflicto en Vietnam que tenían el Pentágono y la Secretaría de Estado, y por la Marcha sobre Washington encarada por la comunidad negra y su líder, Martin Luther King, que el 28 de agosto pronunció su célebre discurso “Yo tengo un sueño”. Los líderes negros fueron recibidos después por Kennedy en la Casa Blanca.

Fueron once meses febriles en los que Kennedy pareció urgido en dejar en claro cuál sería su legado. Tal vez intuía su muerte. Su salud, terribleme­nte frágil, lo amenazaba desde chico. Pero la premonició­n de que sería asesinado lo persiguió siempre, en especial, durante todo 1963. “¿ Cómo creés que lo haría Lyndon si me matan?”, preguntó a uno de sus consejeros en referencia a su sucesor, Lyndon Johnson. El historiado­r Thurston Clarke revela en “Los últimos cien días de JFK” que Kennedy y Jackie llegaron a filmar un corto casero, cómico, en el que Kennedy era baleado, e hicieron participar de él a agentes del servicio secreto.

El 22 de noviembre de 1963, en Forth Worth, Texas, Kennedy dijo a los agentes que debían velar por su vida: “Anoche hubiese sido muy fácil matar al presidente de Estados Unidos. Cualquier tipo con un rifle con mira telescópic­a, hubiera podido matarme.”

Después desayunó de muy buen humor con empresario­s texanos, bromeó sobre la presencia de Jackie en la comitiva y trepó al avión presidenci­al, rumbo a Dallas.

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