Entre el triunfo electoral y la transmisión del mando, Raúl Alfonsín tuvo que acelerar los tiempos para armar su gobierno y definir los primeros pasos. En medio de las celebraciones populares y las expectativas por el regreso de la democracia, el presiden
Entre el 30 de octubre y el 10 de diciembre, Raúl Alfonsín tuvo que organizar su gobierno de manera precipitada. Y pasar de la euforia y la celebración por el sorprendente triunfo electoral, a la concentración en la tarea que exigiría energías descomunales, con resultados inciertos. Fueron 40 días de entusiasmo y vértigo. Se “estrenaba” una democracia nueva, las condiciones no daban para reeditar ninguna experiencia que pudiera registrar la memoria de los argentinos de aquel entonces. ¿ Cómo armar un gobierno sin tener detrás otra cosa que el abismo, ese inmenso agujero negro que dejaba la dictadura, lejanas referencias y experiencias de los años 60 y 70, un torrente aluvional de trayectorias diversas, exilios interiores y exteriores, todos convocados por aquel impensado desafío?
“Todo fue demasiado rápido en esas últimas semanas de 1983. Habíamos estado sumergidos en una campaña electoral que no dio respiro y desbordó las más entusiastas expectativas, nadábamos entre el vértigo que producía el descalabro y retirada de la dictadura militar y la incertidumbre de un período que debía desembocar, no sabíamos bien de qué modo, en el retorno a un régimen democrático”, recuerda Horacio Jaunarena, entonces un abogado radical de Pergamino, de 41 años, que acompañaba a Raúl Borrás, uno de los “delfines” y hombres de mayor confianza de Alfonsín.
Había que contener las expresiones de júbilo y las emociones personales, que eran muchas y muy fuertes, y poner manos a la obra. Había que organizar el nuevo gobierno y preparar la puesta en marcha de la vida democrática. Un momento sin precedentes para la historia del país colocaba a aquel puñado de hombres frente a un reto inédito; la última experiencia de gestión del radicalismo había sido veinte años atrás, durante los tres años de gobierno de Arturo Illia (‘ 63-’ 66), interrumpido por otro golpe de Estado. La última salida de los militares del poder y comienzo de una experiencia democrática, diez años antes, con el retorno del peronismo al gobierno en el ‘ 73, tampoco había terminado bien. Los hombres con los que contaba este abogado y dirigente político radical de 56 años, elegido el 30 de octubre por el 52% de los votos, eran los viejos dirigentes de su partido, la UCR, quienes venían acompañándolo en su Movimiento de Renovación y Cambio y el núcleo del “Grupo Lalín”, que a lo largo de los años ’ 70 se reunía todos los miércoles, en lo que su principal referente definía como “una estrategia sin tiempo” para pensar el país y su futuro. A ese núcleo se fueron sumando políticos radicales y extrapartidarios, intelectuales y profesionales que no imaginaban que llegaría aquel momento. Esa fue la cantera principal de la que salieron los equipos del Presidente. No había ni poderosos ni “influyentes”.
Los tiempos se aceleraban y la fecha, inicialmente prevista para febrero, quedó fijada, según Alfonsín lo pidió, el 10 de diciembre, Día Internacional de los Derechos Humanos. La lista de nombramientos por definir era larga. Además de ministros y secretarios, había que designar a los jueces de la Corte, a los jefes militares, los presidentes de Diputados y Senadores, el intendente de la Ciudad de Buenos Aires, las segundas y terceras líneas de la administración y hasta los directores de los noticieros de los canales de televisión, en manos del Estado desde 1973 y del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea durante la dictadura. Cada casillero del complejo organigrama y cada terna de candidatos debían ser estudiados con cuidado; no había mucho margen para equivocarse, pero en muchos casos, había que confiar en el olfato y la buena fortuna.
Al día siguiente de las elecciones, Alfonsín había recibido al candidato justicialista derrotado, Italo Luder, en su departamento del 8° piso de la Avenida Santa Fe y Rodríguez Peña. Allí lo sorprendió ofreciéndole la presidencia de la Corte Suprema. Era todo un gesto, pero Luder declinó el cargo. Y fue entonces para Genaro Carrió, un prestigioso jurista que había sido miembro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos e integraba el grupo de “filósofos” que lo asesoraban. Los primeros días de noviembre, Alfonsín se recluyó en Chascomús, su pueblo natal, en la estancia La Encarnación de su amigo Alfredo Bigatti. Allí definirá la integración de su gabinete de ministros: Antonio Tróccoli a Interior, Bernardo Grinspun a Economía, Carlos Alconada Aramburú a Educación y Justicia, Roque Carranza a Obras Públicas, Germán López a la Secretaría General, eran “la vieja guardia” … pero habría otras varias sorpresas.
Borrás, su amigo y compañero de ruta, regresó de Chascomús con novedades. Creía que iba a asumir el Ministerio de Acción Social, pero Alfonsín le pidió que se hiciera cargo de Defensa, confiándole la misión más delicada. “Recibí su llamado telefónico cuando estaba reunido en mi oficina con el equipo que, según esperaba, me iba a secundar en el ámbito de la Secretaría de Vivienda y que dependería del Ministerio que creíamos conduciría Borras”, recuerda Jaunarena. “Pidió verme con urgencia y quedamos en encontrarnos en mi casa. Fue allí, que Borrás me contó dónde iríamos. Esa noche sabía que nos embarcábamos en un viaje difícil”.“Carlos Jaunarena, mi hermano, que me acompañaría con una solidaridad incondicional, nos prestó un departamento que