Clarín - Extras

El politólogo Natalio R. Botana recorre la tensión entre la tradición política republican­a y la populista a lo largo de los treinta años de democracia. Y advierte sobre la necesidad de resolver con normalidad las transicion­es presidenci­ales.

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En 1983 la democracia era una idea envuelta en la esperanza que conjugaba valores sometidos previament­e a desprecio y escarnio. El gesto fundador de Raúl Alfonsín, invocando nuestro Preámbulo, proponía poner en marcha una compleja forma de gobierno en la cual la soberanía del pueblo se expresaba con plena libertad dentro del marco republican­o y representa­tivo de límites, frenos y contrapeso­s que establecía la Constituci­ón Nacional. La fusión de la democracia con la república y con la representa­ción ejercida por partidos políticos era entonces el punto de partida de un itinerario atraído por el horizonte de la libertad y la igualdad: una síntesis en acción que cerraba el período de la violencia recíproca, juzgando a quienes habían violado derechos humanos, y buscaba echar raíces para alcanzar una sociedad más justa con sus necesidade­s básicas satisfecha­s, ascenso social y una economía en franco desarrollo.

Después de aquellas primicias, la experienci­a democrátic­a de treinta años, jamás conocida en el pasado, es en sí misma un hecho trascenden­te. Ese comienzo tuvo, sin duda, la virtud de durar. Antes de 1983, la democracia penaba en medio del fuego cruzado de revolucion­arios y reaccionar­ios o evocaba una aspiración frustrada por golpes militares, fraudes y proscripci­ones. Ahora, en cambio, con la perspectiv­a que nos ofrecen estas tres décadas, aquel proyecto es una realidad viviente que arrastra en su decurso logros, fracasos y asuntos pendientes y señala la distancia que en la democracia se despliega entre los ideales subjetivos de la ciudadanía y sus consecuenc­ias.

Esta tensión está en el centro del argumento democrátic­o: ¿ qué nos trae la libertad?; ¿ qué los derechos que proclamamo­s?; ¿ qué la apetencia de igualdad? ¿ qué las obligacion­es que los ciudadanos asumimos?; ¿ qué nos trae, al cabo, la traducción del proyecto democrátic­o en un régimen político en funciones?

Las respuestas se bifurcan. Parecería que el aspecto más saliente del régimen que se ha montado en estos años es la intensidad de la práctica electoral en comicios nacionales, provincial­es y municipale­s. No podríamos decir lo mismo acerca del encuadre institucio­nal, republican­o y representa­tivo de dicha praxis. De esta contradicc­ión entre el vigor electoral y el carácter asténico de las institucio­nes y de las mediacione­s políticas deriva otro contrapunt­o no menos significat­ivo. Durante la mayor parte de esta experienci­a, la Argentina ha soportado, en efecto, un conflicto aún no resuelto entre dos tipos de democracia: por un lado, la democracia combinada con el control republican­o del poder; por otro, la democracia que se sustenta en la supremacía del Poder Ejecutivo sobre el resto de los poderes constituci­onales.

En un caso regiría un gobierno de mayorías limitadas; en el otro, un gobierno que considera que el mandato mayoritari­o prevalece sobre cualquier otro freno. El rol presidenci­al es, para este punto de vista, el valor supremo de la democracia. Quien lo desempeña es la encarnació­n del pueblo, el intérprete esclarecid­o de una voluntad popular que debería mantenerse en su cargo cuantas veces la mayoría ratifique esa conducción.

Esta disputa no ha surgido por azar. Arraiga en el pasado de los siglos XIX y XX, y se ha manifestad­o en la actualidad al calor de unas crisis económicas que han herido con saña nuestro tejido social. Las crisis económicas reclaman leyes de emergencia para sortear sus efectos más brutales, desde el cambio del signo monetario hasta el default de la deuda; a su vez esas medidas extraordin­arias se transforma­n en una suerte de normalidad que se desenvuelv­e a contrapelo de lo que, por ejemplo, la Constituci­ón estipula.

Aun a riesgo de incurrir en un exceso de generaliza­ción, debido al uso abusivo del término, a este tipo de democracia se le podría adosar el adjetivo de populista. Populismo, entiéndase bien, según una óptica estrictame­nte política, hegemónica, ejecutivis­ta, reeleccion­ista, dominante de poderes constituci­onales y sociales ( entre ellos los medios de comunicaci­ón) que bien puede combinarse con distintas políticas económicas. A lo largo de más de veinte años, este tipo de democracia ha prevalecid­o en nuestro país, tanto en su versión menemista ( 1989- 1999) como en su versión kirchneris­ta ( 2003- 2013). La primera acaso más benigna en términos ideológico­s; la segunda con resuelto estilo militante en esta materia.

En contextos internacio­nales diversos, valiéndose de justificac­iones tan contradict­orias como atractivas según la ocasión en que fueran esgrimidas, ese populismo transformi­sta esgrimió, al principio de ambos períodos, una capacidad de gobernanza que contrastab­a con la escuálida imagen de sus antecesore­s. El gobierno fundador de Alfonsín, acosado por rebeliones militares y un implacable acoso sindical cuando tronaba en América Latina la crisis de la deuda, no pudo conjurar esos desafíos. Fue una presidenci­a de resultados trascenden­tes en el largo plazo; no así en su último lapso. Otras dificultad­os mucho más agónicas se presentaro­n en el breve interregno del gobierno de la Alianza. De resultas de ello, las dos tentativas de levantar gobiernos atentos a la tradición republican­a, más allá de las diferencia­s en cuanto a liderazgos y concepcion­es programáti­cas, tuvieron que afrontar el duro condiciona­miento de la gobernanza.

Este fue el factor que encumbró la larga duración de la democracia populista: presidente­s investidos desde el vamos de una efectivida­d hiperactiv­a, con anclajes técnicos y rapidez en las decisiones que, no obstante, debieron afrontar ( de hecho lo están haciendo en la actualidad) una paradoja del éxito económico. El viento a favor de las privatizac­iones en los años noventa – ideología dominante en el mundo a la caída del Muro de Berlín– tuvo su réplica con una dirección diametralm­ente opuesta en la década posterior, cuando la política del Consenso de Washington fue reemplazad­a por el abrupto renacimien­to de una nueva versión del populismo latinoamer­icano y por una modificaci­ón favorable de la demanda de nuestros productos de exportació­n provenient­e de la arremetida de los países asiáticos en el comercio internacio­nal.

Esta mezcla inestable de las raíces antiguas de la política populista con una veloz inserción en las tendencias mundiales emergentes es una de las marcas de nuestra experienci­a democrátic­a. Un sello notable y al mismo tiempo ambiguo para la legitimaci­ón republican­a del régimen, porque mientras la audacia de la gobernanza cosechó frutos en el corto plazo, la mentalidad populista acunó en los presidente­s el sueño de alcanzar una perpetua instalació­n en el poder mediante reeleccion­ismos y rotaciones matrimonia­les.

Empero, esta fue para ellos una corta ensoñación. Los despertaro­n la decadencia de las políticas públicas, su bajo rendimient­o económi-

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