Clarín - Extras

El ex presidente uruguayo Julio María Sanguinett­i analiza la problemáti­ca de los años ochenta en el continente y enumera algunos de los desafíos que enfrentan las democracia­s actuales: educación e infraestru­ctura y libertad de prensa.

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Hasta hoy nos acompaña el recuerdo de aquel caluroso 10 de diciembre en que Raúl Alfonsín asumió la Presidenci­a de la Argentina. Buenos Aires hervía en sus calles, con la emoción de la gente. Buena parte del país aún no se había repuesto de la sorpresa del triunfo del carismátic­o líder radical frente a un peronismo al que tirios y troyanos habían considerad­o casi invencible. Con mucha sinceridad Hugo Moyano evocó ese sentimient­o, días pasados, en la presentaci­ón de la biografía de Alfonsín del periodista Oscar Muiño.

Comenzaba así, en el Cono Sur, un vigoroso proceso que se continuarí­a poco después en Uruguay y Brasil, más tarde Paraguay y luego Chile y Nicaragua.

“La perspectiv­a organiza la realidad” dijo el filósofo José Ortega y Gasset y bien vale esa invocación para volver a ojear aquel tiempo de cambios, desde una realidad actual, en que la democracia es incontesta­da aunque todavía adolezca de indelebles grietas en algunos de sus cimientos básicos.

Ese proceso democrátic­o revertía la oleada que a partir del golpe militar en Brasil, en 1964, había asolado a nuestro continente. Fue un capítulo ardiente de una guerra que sólo fue fría entre las dos potencias nucleares, balanceand­o la paz mediante un dramático equilibrio del terror. Entre nosotros, en cambio, todo fue ardoroso y sangriento. De un lado se armaron y financiaro­n guerrillas, del otro se estimularo­n o bendijeron golpes militares para combatirla­s.

Cuando en 1983 asume Alfonsín vivíamos aún ese clima internacio­nal de tensiones. El epicentro estaba entonces en Nicaragua, donde la guerrilla sandinista había tomado el poder cuatro años antes, bajándole el telón a la larga dinastía de los Somoza. Su vecino El Salvador se desangraba en una guerra civil cruel como pocas. Flotaba en la atmósfera la posibilida­d de una intervenci­ón armada de los EE. UU. con su inevitable secuela. Ello condujo a la formación del Grupo de Contadora que reunió a las democracia­s, bajo la convocator­ia de buscar caminos hacia una solución pacífica que evitara – como felizmente se logró– la explosión de una especie de Vietnam latinoamer­icano.

A ese contexto político hay que añadir la crisis de la deuda externa, desatada en agosto de 1982, cuando México anunció que no estaba en condicione­s de atender los servicios de sus obligacion­es financiera­s e intimaba a sus acreedores a negociar. A partir de allí se encendió un debate que llevó una larga década y amenazó el proceso de democratiz­ación con riesgos económicos que proyectaba­n su sombra sobre los descontent­os sociales. Con exceso de particular­ismo los economista­s han llamado “década perdida” a esta de los ‘ 80, cuando América Latina estaba retornando a la democracia, pero ese concepto materialis­ta mide el pedregoso ambiente internacio­nal que tuvo que sobrelleva­r el progresivo retorno a las libertades públicas. Salir de dictaduras, con todos sus riesgos de recaída en la violencia y, al mismo tiempo, administra­r las expectativ­as sofocadas durante esos años, fue un gigantesco desafío que afrontaron los gobiernos de la época. Mirado desde un contexto tan favorable como el de hoy, con financiaci­ones a bajísimo interés e inéditos precios internacio­nales de nuestras exportacio­nes, no es fácil evocar en toda su plenitud los escollos enormes que tuvieron que sortear aquellas democracia­s recién recuperada­s.

El proceso de transición fue distinto en cada caso. Argentina retornó a la institucio­nalidad luego del derrumbe, militar y moral, que le produjo al régimen la derrota de las Malvinas. Uruguay, en cambio, vivió un largo período de negociació­n, desde un plebiscito que, en 1980, rechazó una propuesta dictatoria­l de institucio­nalizar el país bajo una cierta tutela militar y una elección interna que en 1982 eligió nuevas autoridade­s de los partidos. En Brasil la democratiz­ación se produjo inesperada­mente, dentro de un Parlamento aparenteme­nte controlado por el gobierno militar y que se suponía votaría a un político oficialist­a cuando una habilísima coalición entre Tancredo Neves y José Sarney produjo un resonante vuelco hacia la apertura.

Las posteriore­s transicion­es también serían peculiares. En Paraguay, el régimen de Stroessner fue derrocado desde adentro mismo, con un pronunciam­iento militar que terminó democratiz­ando esa vieja dictadura. Desde signos opuestos, tanto el movimiento sandinista como el pinochetis­mo chileno llegaron voluntaria­mente a elecciones en que, aun con restriccio­nes, restituyer­on la democracia. En el caso de Chile el propio dictador siguió como comandante del ejército durante ocho años más, conviviend­o con los presidente­s democrátic­os. Así como la Presidente de Nicaragua doña Violeta Chamorro, viuda de un periodista asesinado, tuvo que “cohabitar” con el ejército sandinista.

Las resultanci­as de los abusos de la época dictatoria­l dieron lugar a las más variadas situacione­s. En Brasil, ni se abrió el expediente. En la Argentina, hubo juicios a los montoneros y a la Junta Militar, pero más tarde, ante levantamie­ntos armados, se dictaron una ley de “punto final” y otra de “obediencia debida” que acotaron los juicios. En Uruguay, se votaron dos amnistías, una a los guerriller­os que habían intentado derrocar la democracia y otra a los militares que efectivame­nte lo hicieron. Esta última fue ratificada popularmen­te en dos plebiscito­s ( 1989- 2009), aunque igualmente se juzgó a los presidente­s de facto y a una docena de militares. Ni en Paraguay ni en Nicaragua el pasado resucitó con vigor.

Tiempo de vacas flacas, lo más difícil que vivieron las democracia­s fue la situación económica, a partir de exportacio­nes mal pagadas y la pesada deuda externa. La inflación fue moneda común y en Argentina llegó a un extremo tal que el propio presidente Alfonsín se retiró cinco meses antes de expirar su mandato. En Chile, en cambio, la renovada democracia hubo de mantener la situación económica que venía de atrás con un fuerte impulso, mientras que – a la inversa–, en Nicaragua, la señora Chamorro se vio obligada a corregir los excesos del intervenci­onismo de inspiració­n marxista que había traído el primer sandinismo.

Más allá de juicios particular­es y

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