Clarín - Mujer

Te pintaron pajaritos

- Las aventuras de Caty Kharma Una cita semanal con el personaje creado por la escritora Patricia Suárez para Clarín Mujer. Para identifica­rse, sonreír y reflexiona­r.

Reyna, vale decir, Reynalda Reynoso, la chica gordita que se había desmayado encima de Caty Kharma en la clase de spinning, ahora la pasaba a buscar cada mañana antes de la clase y desayunaba juntas por el camino una bebida energética. Carmen y Kendra iban por su propia cuenta, ya se tuteaban con todo el gimnasio, habían hecho citas para salir con los compañeros, las habían invitado a cuanta despedida de soltero y fiesta de divorcio había por todo San Telmo. Se anotaron además, en la clase de reggaetón y hip hop y resultó que Carmen era la mejor bailarina del Baile del Caballo que hubiera exis- tido jamás. No es que Caty estuviera celosa de ellas, sino que se sentía el último orejón del tarro, lo que se dice la hija de la pavota, y padecía del Síndrome de Invisibili­dad: aunque estuviera haciendo topless por la calle y llevara un cartel de neón encima diciendo “Estoy hambrienta de hombres y soy gratis”, nadie la veía. Ya Kendra le había recriminad­o que la atracción sexual es una cuestión de actitud: hasta una tortuga Galápagos puede verse como Pamela Anderson en sus buenas épocas, si lo quiere: lo que sucedía con Caty es que no quería, prefería quedarse echada en el sofá acariciand­o al chihuahua a contrapelo y engullendo sin cifra ni cuento bolsas enteras de nachos. Y nunca, un tipazo, un tipo, un alfeñique siquiera iba a ir a tocarle el timbre para sacarla de su apatía.

Pero muy distinto le pasaba cuando iba con Reyna por la calle. No era que los hombres miraran a Reyna por la cantidad de espacio visual que llevaba abarcarla completa con la vista, sino que, a pesar de sus 110 kilos, Reyna era muy sexy. Ya el primer día que Caty la vio le había encontrado un cierto parecido con alguien, pero no recordaba con quién. Tenía un aire a una Vanessa Redgrave sin neurosis y amiga de las pastas. Hasta que Reyna le comentó que su tra- bajo eran las imitacione­s de Adele, la cantante inglesa. Hacía covers de Adele en fiestas y discos. Tenía que cuidarse mucho la garganta y la voz, y además no quería bajar de peso a menos que Adele bajara de peso. “El futuro”, le confesó a Caty, “es de las redonditas; nosotras dominaremo­s el mundo”. Caty asintió poco convencida: hacía seis días que no comía más que ensalada de lechuga y palmitos con limón. “Un día de estos te invito a un recital mío; por ahí te gusta y me hacés los coros, si sabés cantar un poco o si sos entonada…” Mientras esto iba diciendo Reyna, una comisión de quinto año de una escuela del barrio, al pasar enfrente gritaron entusiasta­s: “¡Grosa, Reyna! ¡ Te queremos!” Reyna saludó y los chicos aullaron; uno de ellos, muy alto y velludo para estar en quinto año, cruzó corriendo y la detuvo: “Reyna, mi hermano te ruega que salgas con él. Ya no sabe más que hacer para verte y está que se muere de amor. Es un asco, no come, no se quiere bañar…” Reyna puso los ojos en blanco: “Dame un papelito, bombón, que le escribo mis datos”. El chico abrió su mochila, tomó la cartuchera y para buscar tranquilo una birome ahí dentro, le encajó a Caty sus pertenenci­as al son de “Tenéme, flaca”. Por primera vez en toda su vida, Caty sintió que la llamaran “flaca” era una humillació­n. “Igual, decíle a tu hermano que estoy muy ocupada ahora. Porque estoy practicand­o la coreo de Te pintaron pajaritos en el aire y eso me lleva tiempo”.

Caty sintió que Jehová desde su trono le marcaba con el dedo cuál era la verdadera cura a sus penas; Caty oyó el mensaje del Señor. “Sí, Reyna”, afirmó, “me encantaría hacerte los coros en donde vayas”. Reyna saltó de la alegría. “Okey, empecemos practicand­o la letra. Yo empiezo: ‘¿Qué pasó con el que dijo que te amaba?’ y venís vos desde el fondo, dando vueltas sobre tu eje como un torbellino y te sumás en el coro: ‘Te pintaron pajaritos en el aire/ te juraron falso amor y lo creíste…’”

Por primera vez en su vida, Caty sintió que la llamaran “flaca”, era una humillació­n.

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