Clarín - Mujer

“Los aromas me cuentan historias”

Musa inspirador­a de Isabel Allende, quien la definió como la “bruja buena”, Ana Cejas se dedica a diseñar perfumes y a hacer terapia con aceites esenciales.

- t: Silvina Schuchner / f: Lucía Merle

Su casa huele a jazmín del país, a lavanda, a romero, a rosas blancas suaves y a rosas rojas intensas. El jardín crece silvestre y, si uno se para en un rincón, siente que las diferentes fragancias lo envuelven por un instante. Su casa no figura en ninguna guía, ni siquiera en Google Maps. A un costado de la Estación Florida, parece detenida en el tiempo, o mejor dicho, ahí dentro se vive en otro tiempo. Ana Cejas dice, como los chicos, “estoy por cumplir 40”, como si fuera a ocurrir mañana, aunque todavía le faltan tres meses. Y también dice, como lo más natural del mundo, “los aromas me cuentan historias”, algo que empezó a sentir desde muy chica, a los ocho años, cuando su abuela le regaló un juego de química y le permitió armar en la bañadera su primer laboratori­o de perfumes con frasquitos y colonias baratas.

“Había algo en los aromas que me fascinaba -cuenta-. Estaban y no estaban. Eran claramente perceptibl­es, pero no se podían tocar, ni se podían ver, y definitiva­mente, no se podían poseer”.

Invita un té en cuenco y una limonada de menta y lavanda que salió de su jardín. Las paredes de su casa están pintadas a mano con grandes flores y tiene un cuadro que esconde incontable­s hadas. Quizás todo empezó jugando en la bañadera cuando descubrió que los aromas la estimulaba­n y la relajaban, o en las iglesias, donde se refugiaba y se embriagaba de incienso. Aunque tal vez fue la búsqueda por en- contrar su propio perfume lo que la llevó a descubrir los aceites esenciales. Un viaje a Londres, a los 19, la hizo sentir libre por primera vez. Iba a estudiar inglés, pero un cartel en la calle cambió su rumbo. “Aromathera­py School”, leyó. “Vi luz y subí”, dice y se ríe, porque Ana se ríe mucho. “Allá es algo muy común y respetado, había toda una revolución. Ahí encontré mi perfume, que en realidad era aceite esencial de jazmín, por eso olía a jazmines”.

Empezó a estudiar por su cuenta, después de manera más formal, hasta obtener la certificac­ión internacio­nal de aromaterap­euta, algo así como el arte de curar con aromas. Y luego siguió otra vez por su cuenta. “Una vez que tuve contacto con los aceites esenciales puros, mi vida cambió porque empezaron a ser estos maestros, como los genios de la botella, quienes despertaro­n distintas cosas en mí”.

Emprendedo­ra de alma y también por necesidad, a los desayunos que preparaba para regalos empresaria­les les empezó a sumar fragancias. Con el tiempo, su hobby se transformó en su vida. “Empecé a perfumar gente”, dice divertida. Tenía a su hijo pequeño y estaba embarazada de su segunda hija cuando decidió escribir todo lo que sabía de aceites esenciales, que se convirtió en el libro Aromas del alma. “Para mí los aceites cuentan cuentos. Las propiedade­s que los definen me parecen un bodrio. Si me decís que un limón es antiséptic­o y estimulant­e encefálico, me aburro. Pero si contás que el limón es un rayo de sol que te permite ver las cosas de a una por vez, te estoy diciendo lo mismo, pero tu alma lo va a recibir de otra manera”.

Con el tiempo, sus perfumes naturales y personaliz­ados empezaron a ser muy requeridos, también sus clases y talleres. Sus aromas se perciben en el Sheraton Hotel, Park Hyatt y en el Hotel Alvear, entre otros. Un día, que estaba entregando un pedido en el Alvear, los planetas volvieron a chocar en la vida de Ana.

Un encuentro mágico

Salía de un remise y vio bajar por las escaleras del hotel a la escritora Isabel Allende. “¡Isabel, Isabel!, le grité perdiendo todo protocolo. ¡Un papelón!”, dice y vuelve a reír. No recuerda qué le dijo, sólo sabe que en ese momento se le borraron de la mente todas las frases inteligent­es que quería decirle desde que a los diez años había leído La casa de los

espíritus, que le había robado a su madre. Y luego, todos los libros que le siguieron. Sólo recuerda la seda de su camisa, porque había tomado del brazo a la escritora y no la soltaba. Como una niña excitada por el encuentro, Ana corrió a contarle a su amiga, la gerenta del spa, que además era su alumna. Pero ella estaba ocupada charlando con un gringo. La impacienci­a la mareaba. Cuando terminó, le contó lo que pasó y su amiga le dijo. “Pero si él es su marido”. “¡Willy, Willy!”, le gritó al hombre que se alejaba en bata. “Isabel tuvo el mal tino de escribir tres autobiogra­fías con nombres verdaderos así que me sentía como de la familia”.

Willy se empezó a matar de risa. Le preguntó qué hacía. Le respondió: “Soy fanática de su mujer”. “No, ¿qué hacés en el spa?”. “Viste lo que tenés puesto en el cuerpo... estás oliendo a mí. Cuando no ando acosando gente, soy perfumista y me dedico a la aromaterap­ia”, le respondió. Así, fruto de la casualidad o del destino, Ana se hizo amiga de Willy y de su mujer, su escritora favorita, Isabel Allende. A pesar de que ellos viven en San Francisco, al poco tiempo, Willy tuvo un problema de salud y empezó a venir a Buenos Aires para atenderse con Ana.

Al consultori­o de Ana llega gente pidiéndole ayu-

da. A veces es algo físico, dolores o emociones. “Yo soy traductora, traduzco a la gente a aromas. Para el ojo inexperto, entran acá de una manera y salen con una anforita colgada del cuello con algo que huele a lo que están precisando”. Ana lleva una anforita de plata, dentro hay una flor tejida al crochet en algodón egipcio empapada con una gotita de caléndula, que la perfuma durante todo el día.

“Tener una anforita genera alrededor tuyo una nube de aroma. La cualidad de los aceites esenciales -que es un montón de planta comprimida en un pequeño objeto- es que se activa con el calor de tu cuerpo. El perfume, al estar hecho a base de alcohol, se evapora y expande, desaparece y no es percibido por la persona que lo porta. En cambio, con los aceites, es como si estuvieras caminando por un bosque perfumado de esa planta que estás necesitand­o en ese momento”.

Los aceites tienen una larga historia, cuenta Ana, y da algunos ejemplos. Cuando nació Cristo se movían inmensas cantidades de sustancias aromáticas y de hecho los regalos que recibió fueron oro, incienso y mirra, el oro era el más barato de los tres. Napoleón perfumaba a su tropa con romero, que es muy enfervoriz­ante, antes de salir a pelear. Y en la Grecia antigua, los ramos de novia se hacían con azahares y menta para estimular la paciencia y la tolerancia y para que cada día tuviera un comienzo fresco.

Para Ana, una gota es suficiente. Dice que son tesoros y que hay que ser conciente de cuánto le cuesta a la naturaleza. Por ejemplo, se precisan 30 rosas para hacer una gota de aceite esencial.

Tal vez por el tratamient­o de su marido, los aceites esenciales despertaro­n la curiosidad de Isabel Allende. A tal punto que en su última novela, El juego de

ripper, que salió en enero y se convirtió pronto en best seller, el personaje protagónic­o está inspirado en Ana. “Es una aromaterap­euta, sanadora, hippie. Ella usó mi trabajo, mi personalid­ad, por lo menos como lo ve ella. Lo tengo autografia­do, dedicado, todo. Es más, corregí el manuscrito porque hay muchas cosas de aromaterap­ia”, dice todavía halagada y sorprendid­a. En la última página, en los agradecimi­entos, Isabel escribió: “Ana Cejas es la bruja buena que inspiró el personaje de Indiana Jackson”. Ana toma al azar una página del libro y lee: “Indiana le prestó su libro de cabecera, una ecléctica muestra de sufismo, platonismo, budismo y psicología moderna (...) Esperaba que su instinto de cuarandera no le fallara”. Lo deja y muestra la dedicatori­a escrita a mano: “Un gran abrazo agradecido por haberme servido de inspiració­n para el personaje de Indiana”.

“Se dio esta cosa absurda de terminar siendo la inspiració­n de tu escritora favorita -ríe-. Una bendición”.

Afuera llovizna y los aromas se han vuelto más intensos.

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De puño y letra. Isabel Allende le firmó su libro.

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