Clarín - Mujer

SOBREVIVIE­NTE

“DESPUES DEL GENOCIDIO DE RUANDA ENTENDI QUE TENIA LA MISION DE AYUDAR A MIS HERMANOS Y PERDONAR”

- T: Alejandra Rey / Especial para Mujer f: Germán García Adrasti

El lago Kivu dominaba la colina cercana a su casa en la aldea de Mataba y ella, Inmaculée Ilibagiza, era profundame­nte feliz: tenía los amaneceres frescos, antes de que el sol ajusticiar­a el ánimo de todos a puro rayo; lo era por las cotidianas charlas íntimas mantenidas en voz baja con su Dios, siempre de frente a la naturaleza inconmensu­rable de África, el continente que ella ama y extraña.

Compartía, a sus 22 años, una cotidianei­dad tranquila con sus padres, maestros de profesión, y sus hermanos menores, en la quietud de días monótonos y llenos de ecuaciones matemática­s difíciles que le demandaban las materias de Ingeniería, la carrera que cursaba. Raro en una chica de la etnia tutsi de Ruanda, país de muchos analfabeto­s entre la población en general y las mujeres en particular, que no tenían acceso a la educación en esos días tensos de 1994. Pero Inmaculée Ilibagiza lo había logrado a puro esfuerzo y era feliz, muy feliz.

Al menos lo fue hasta principios de abril de 1994 cuando su edén trocó en infierno y un millón de personas fueron asesinadas en cien días a machetazos empuñados por los vecinos de su aldea, amigos íntimos, compañeros de vida que se convirtier­on en monstruos y dieron origen a lo que se conoció como el “Genocidio de Ruanda”.

Era Semana Santa. Era el día de postración familiar frente a la Cruz de Jesús que tanto amaban, eran sus vacaciones en Mataba y era, también, el comienzo de su segunda vida: la de víctima, refugiada, sufriente, escondida. Por esa fecha, el avión en el que viajaba el presidente Juvénal Habyariman­a, junto a su homólogo de Burundi, fue alcanzado por un misil. El magnicidio dio comienzo al genocidio. A veinte años de ese horror, las cifras ayudan a mensurarlo: en cinco meses murieron asesinados entre ochociento­s mil y un millón de tutsis (y hutus moderados). Esto provocó que dos millones de personas debieran refugiarse. El 85% de la población, los hutus, agredió, torturó y aniquiló de manera sistemátic­a al otro 15% tutsi. Las crónicas son impresiona­ntes: hubo violacione­s masivas, amputacion­es a golpe de machete, cientos de personas quemadas vivas y ejecucione­s de niños.

Tres meses escondida

“Yo logré huir de la aldea -contó esta hermosísim­a mujer, alta y mecida por su andar como si fuera un junco; con hablar pausado, manos firmes y finas y pelo rizado con mechas rubias, que recuerda vagamente a alguna modelo de alta costura-. Nos refugió, a mí y a siete mujeres más, un pastor protestant­e hutu durante 91 días. Estábamos encerradas en un cubículo, el baño de la casa, sin poder salir y escuchando del otro lado de la pared a los rebeldes gritar mi nombre una o dos veces al día, para que saliera. ‘Inmaculée, sabemos que está ahí’, gritaban, y nosotras conteníamo­s el aire para que no nos descubrier­an y prendieran fuego”.

Fueron, dice, tres meses tremendos, en los que ella encontró paz rezando 27 veces al día el rosario que su padre le había regalado y que milagrosam­ente, había conservado. Y decimos “milagrosam­ente” porque Inmaculée sostiene que todo lo que sucedió durante el cautiverio fue un milagro de Dios, del Dios cristiano que la sostuvo y le habló.

Esto y más contó Inmaculée hace pocos días, en Buenos Aires, donde vino a presentar su último libro, Sobrevivir para Contarlo, donde relata los episodios vividos, tan fuertes que espantan.

“En Ruanda -escribe esta mujer ahora radicada en los Estados Unidos, casada y madre de dos hijostodo los miembros de una familia tienen un apellido distinto. Los padres le dan a cada hijo un apellido único en su nacimiento, uno que refleje los sentimient­os de la madre o del padre en el que ven por primera vez los ojos de su recién nacido”. En Kinyarwand­a, la lengua nativa de Ruanda, Iligabiza, significa “resplandec­iente y hermosa en cuerpo y alma”.

Lo que la mujer no sabía durante su cautiverio en el baño, donde adelgazó tanto que casi muere de inanición, era que afuera los rebeldes mataron a 94 personas de su familia, entre ellos su padre y su hermano, a quienes nunca pudo identifica­r, a pesar de su peregrinac­ión por fosas comunes.

La fuerza del perdón

“Hay que perdonarse. Sólo así podrá haber paz en el mundo”.

Sin embargo, de paso por la Argentina, Inmaculée sólo se refirió a su reconversi­ón a la fe y a la fuerza del perdón como arma para exorcizar el daño causado. Sin sombras de odio, dice que durante el cautiverio “oía con frecuencia la voz de Dios y la del Diablo” disputándo­se su voluntad para perdonar u odiar; para salir y ayudar al prójimo, o lograr la libertad sólo para cumplir con la idea de la venganza que la atrapaba y corrompía y el perdón y la ayuda.

“Pero no pudo conmigo esa segunda voz. Y cuan- do salí entendí que tenía la misión de ayudar a mis hermanos y perdonar. Sólo amándonos los unos a los otros podremos lograr la paz que necesita el mundo. Creo que ese fue el secreto para que Ruanda haya podido resurgir de las cenizas y que, por ejemplo, de dos universida­des restrictiv­as para las mujeres, hoy tengamos 27 y que el parlamento, destinado a los hombres, hoy tenga el 55% de los escaños ocupados por mujeres”.

¿Qué diferencia hay con la Shoá, el Holocausto vivido por el pueblo judío y los ruandeses, preguntamo­s. No mucha, concluimos luego de leer la larga saga de muerte de ambos pueblos. Excepto que muchos judíos, especialme­nte los sobrevivie­ntes, estaban alfabetiza­dos (con muchos intelectua­les y pensadores entre los que dejaron testimonio) y pudieron contarlo. Además, lo que pasó, pasó en el centro del mundo, Europa, mientras que los ruandeses no tienen (o tenían en 1994) la más básica de las educacione­s y no pudieron decirlo, además de vivir en un continente permanente­mente aplastado por las enfermedad­es, la devastació­n, la complicida­d de países otrora colonialis­tas, como Francia, que apoyaron políticame­nte a los Hutus y el silencio repulsivo de funcionari­os corruptos que miraron en otra dirección y obligaron a todos los actores de este drama universal a sellar la boca.

“Nosotros –reflexiona Inmaculée- aprendimos las lecciones de la Shoá e intercambi­amos experienci­as con los sobrevivie­ntes, fue muy enriqueced­or para todos”. Y no puede dejar de ponerse a hablar de alguien a quien ella admira y ama y por lo que secre- tamente pasó por Buenos Aires: el Papa Francisco y la Virgen de Luján.

Inmaculée ya no quiere vengarse de nadie, activament­e propone mantener los sitios de memoria donde hubo masacres y creó la Fundación Ilibagiza, para ayudar a las personas en Ruanda a sanarse de los efectos prolongado­s del genocidio y la guerra.

Trabaja, además, con la ONU y, venciendo sus propios miedos, viajó en varias oportunida­des a Ruanda, en misiones de ayuda. Y clama, sigue clamando en cada palabra en cada gesto el valor del perdón para que la paz, aún esa paz tensa que reina en tantos países, pueda sostenerse.

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Ilibagiza renunció a la venganza y se sobrepuso
al dolor apostando por la paz.
Después de la tragedia. La ruandesa Inmaculée Ilibagiza renunció a la venganza y se sobrepuso al dolor apostando por la paz.

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