La mujer que barría el desierto
Cuenta la leyenda que el amor fue a primera vista: cuando María Reiche aterrizó en Perú, en 1932, para convertirse en institutriz de los hijos del cónsul alemán en Cuzco, cayó rendida ante la belleza única del paisaje de los Andes. Alemana de nacimiento, volvió a su país natal una vez terminada la tarea, pero al año estaba ya de regreso en esa tierra que adoptaría como propia, de una vez y para siempre. Fue allí donde conoció al arqueólogo norteamericano Paul Kosok, quien estimularía lo que se convirtió, para María, en la pasión que ocuparía su vida hasta el final: el estudio y la investigación de las líneas precolombinas de Nazca. En su Dresden natal, la joven había cursado estudios de Matemática: ver esos impresionantes geoglifos, con las curiosas criaturas dibujadas en la tierra y decidir que a descifrar ese misterio, y a conservar ese patrimonio, se dedicaría en adelante, fue todo uno. Empleando sus conocimientos, demostró que los antiguos pobladores habían utilizado estas figuras para determinar el ciclo de las estaciones, saber cuándo iniciar cada cosecha y cuándo llegaban las lluvias. Preocupada por el deterioro que las inclemencias climáticas, o la mano y el descuido del hombre, podrían causar a estas líneas, se dedicó, con una obstinación a prueba de todo, a su protección: en solitario iba limpiando de tierra y polvo esas trazas. Sus investigaciones, plasmadas en varios libros, le merecieron condecoraciones y doctorados. Murió a los 95 años en el suelo que la reconoció como propia y que, involuntariamente poético a fuerza de literal, la definió con toda una metáfora: conocida como la Dama de Nazca, para ellos María fue también la mujer que barría el desierto.