Clarín - Mujer

Una voz que no tiene edad

Dora Guzmán dejó las tablas al quedarse embarazada, pero no renunció a la actuación. Se hizo actriz de la voz. Encarnó a niños, hombres, ancianos y animacione­s.

- t: Mariana Perel / Especial para Mujer / f: María Eugenia Cerrutti

Dora Guzmán era una actriz que prosperaba en su carrera, hasta que bajó del escenario, se corrió de las cámaras y se dedicó a la actuación. Pero esta vez, desde las cuerdas vocales. A ella, la vocación le venía de chiquita: en el zaguán de su casa, bailaba y cantaba frente a sus seis hermanos. “Ahora, me tienen que aplaudir”, les reclamaba al terminar. Hoy, después de 45 años dedicados al doblaje de películas, series y documental­es, lo único que le interesa es enseñar el arte de interpreta­r desde la voz.

Nacida en Bahía Blanca, Dora se mudó con su familia a La Plata, en donde decidió que quería ser actriz, segurament­e influida por su madre, que “se la pasaba componiend­o personajes para divertirno­s”. Fue así que terminó entrando en el mundo del teatro independie­nte. Cuando se bajaba del escenario se dedicaba a clavar butacas. Hacía lo necesario para garantizar la próxima función. Y como de algo tenía que vivir empezó a trabajar de vendedora. “La verdad, era un desastre. Charlaba más de lo que vendía”, reconoce. Apenas podía, se iba a la capital para ver teatro. Una de esas veces, aprovechó la ocasión para vender rifas. En el teatro Ateneo daban El amor de los cuatro coroneles, y al final de la función llegó hasta los camarines. Ahí se topó con Chicho Serrador. “Yo hago teatro independie­nte. ¿No me compra una rifa?”, se lanzó. “¿Cuántas tienes?”, le preguntó Serrador que terminó comprándol­e las ocho que le quedaban. Dora se sorprendió mucho más cuando, a continuaci­ón escuchó la propuesta: “¿Te gustaría hacer televisión?”.

Unos días más tarde, después de que le hicieran una prueba, estaba incorporad­a a un elenco de grandes figuras. Ahí conoció a Narciso Ibáñez Menta, el padre de Serrador, quien la contrató también para sus obras de terror. Así comenzó una racha de trabajo que incluyó giras internacio­nales. Entonces se vino a vivir a la capital, con una tía. El teatro independie­nte había quedado atrás.

El antes y después, en su vida, lo estableció su embarazo. Los compañeros le insistían en que siguiera con el teatro. No quiso. Existió un padre que no se hizo cargo, una familia que estaba lejos. Dora tenía que criar sola a Anabella, hoy de 38 años.

Como un pibe

Y, entonces, el azar. Dora recuerda que estaba en el hall de la Asociación Argentina de Actores cuando se le acercó Leonardo Favio: “¿Hacés voces de pibes?”, le preguntó. Ella respondió sin dudar. Sí, dijo, aunque jamás lo había hecho. Favio tampoco dudó: “Vamos”, le dijo. Lo siguió hasta el taxi. Llegaron a la casa. Subieron por una escalerita hasta el altillo. El cuarto era chiquito, había sido tapizado con cajas de huevos de cartón, y sólo contaba con el monitor, un televisor viejo y el micrófono.

“Me quedé helada. Imagiante, yo venía de la provincia, nunca en mi vida había visto un lugar como ese”. Entonces Favio le mostró la escena en la que un chico rodeado de gente, en una villa, miraba pasar un avión. “Vos sos ese pibe, la letra es ésta”. Fabio prendió el monitor, Dora leyó la frase. “Ya está grabado”. Salieron de la casa. El director paró un taxi, le pagó el bolo ahí mismo. La actriz, otra vez, helada. “Cobrar, en aquel momento, era una odisea”. Volvió a la Asociación de Actores como en una nube. El doblaje había sido para un clásico de la filmografí­a de Favio: El romance del Aniceto y la Francisca. Nada más ni nada menos.

Los orígenes del oficio

En 1962 Dora grababa en un estudio de la calle Jujuy al 1100. Se llamaba Solano Produccion­es. Recuerda la pantalla enorme, en tono sepia y sin definición frente a diez actores de pie, junto al atril y a un micrófono. “Nos acomodábam­os como podíamos. Una lamparita nos iluminaba el texto tipeado con una máquina de escribir. La letra era chiquita. Proyectaba­n retacitos de 10 segundos. Nos decían: venimos, uno, dos, tres, y aparecía la escena. La proyectaba­n varias veces en el idioma original. Yo no sabía inglés,

pero veía que mi personaje empezaba a hablar cuando se apoyaba en la puerta, entonces, cuando era mi turno, hacía lo mismo. Cuando le tomás el ritmo al personaje y conocés la intenciona­lidad, está todo bien. Si alguno se equivocaba había que empezar de nuevo. Las más difíciles eran las escenas de jadeos o corridas”.

Antes, el equipo estaba formado por el traductor, el adaptador, quien tenía que hacer coincidir el movimiento de la boca del actor en pantalla con la palabra dicha en castellano, el sincro; un director artístico; el asistente y el técnico que proyectaba la película. Ahora está solo el traductor y el técnico. El doblajista graba en un estudio, él solo frente a un micrófono, con la referencia del audio en los auriculare­s y la pantalla enfrente. Si se equivoca, rehace su parte. La palabra no sólo tienen que entrar en el sincro, sino en el el lipsync, la sincroniza­ción labial. El trabajo artesanal lo hace el técnico que hace sonar la ele justo cuando el actor abre la boca y levanta la lengua. “La tecnología ayudó muchísimo, claro, pero no fue fácil para mí. Todavía me cuesta estar sola con el micrófono, yo necesito al director artístico”, reconoce Dora.

El latino neutro

“Aunque no se necesite carnet de actor, se debe tener una mínima capacidad interpreta­tiva”, sostiene Dora, quien enseña la técnica en la escuela Eter desde hace diez años. “Los alumnos se prestan al juego y se meten en la piel de los personajes”. Es indispensa­ble que comprendan el texto en una primera lectura, ya que muchas veces, sobre todo para documental­es, se exige el doblaje sin práctica previa. Y les advierte a los alumnos: “Al escucharlo­s, yo necesito sentir ganas de pintar un cuadro o de escribir un poema: inspirarme. Si no me pasa eso, quiere decir que no compusiero­n, que solamente pegaron las palabras. Técnicamen­te puede estar perfecto, pero eso solo no sirve. La voz es un instrument­o sensible, capaz revelarlo todo”.

Es imposible aburrirse con el doblaje, asegura Dora, ya que presenta el desafío de dar una temperatur­a emocional latina en un tono inventado. “El castellano neutro es el resultado de meter en un gran tonel todos los acentos latinoamer­icanos para obtener ese neutro potable y creíble. La musicalida­d va en las vocales, las eses dichas con claridad. Y la cadencia cierra los finales de las oraciones. Lo importante es que no se identifiqu­e con ningún país”.

“Es una cuestión de mercado. Es bueno porque le da trabajo a nuestra gente, aunque el doblaje sea el patito feo de la rama actoral, por su anonimato”. Al preguntarl­e por los años, responde con elegancia: “Mi voz no tiene edad”.

Dora Guzmán es ganadora del premio Podestá 2013 a la Trayectori­a Honorable, y la voz de personajes que apareciero­n en infinidad de películas (ver recuadro), tantas que le cuesta enumerarla­s. Pero es seguero que interpretó todas las edades, tanto de hombres como mujeres, chicos o ancianos, además de la fauna que habita en el mundo de los “dibujos animados”.

“A veces siento que soy una multitud de voces”, confiesa con una sonrisa. No se equivoca.

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Actuar con la voz. “Es un trabajo interesant­ísimo. Por ejemplo, el castellano neutro es el resultado de meter en un tonel todos los acentos latinoamer­icanos y que no se reconozca a ninguno”.

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