Asignaturas pendientes
Sentado frente a la pantalla del monitor, el neurocirujano a cargo del estudio le pide a su colega, que hace las veces de conejillo de Indias, que empiece a hablar. Entusiasmada, ella va describiendo su presente: “mi nombre es Callie, soy una exitosa profesional, estoy trabajando en una ambiciosa investigación, acabo de reconciliarme con mi pareja; tenemos una hija maravillosa...”. Su relato es interrumpido por el sorprendido responsable del monitoreo: a pesar de tan auspicioso panorama descripto, la imagen de su cerebro muestra, activadas, las áreas asociadas con la depresión (groseramente explicado por parte de quien esto escribe). La observación de figuras varias destinadas a motivarla, como la de un simpático gatito, mascota adorada por la médica en cuestión, no surte ningún efecto. Hasta que en el lugar irrumpe otra colega, con su bebé en brazos. Como si de magia se tratara, la pantalla muestra, ahora sí, la activación de las áreas vinculadas con el placer. La explicación no tarda en aparecer: exitosa, motivada profesionalmente, y muy enamorada, había decidido que su nueva maternidad podía esperar, sin fecha de búsqueda fijada. Pero esa decisión, consciente y racional, no había logrado eliminar el deseo. La escena descripta pertenece a la serie Grey’s Anatomy pero es un detalle: la frontera entre realidad y ficción suele desdibujarse en estos casos. Vistas desde afuera, e incluso desde adentro, muchas conductas suelen sorprender: ¿cómo puede deprimirse alguien que lo tiene todo? ¿De qué puede quejarse si su vida es perfecta? Las apariencias no sólo engañan; también autoengañan, enmascarando, bajo una pátina de felicidad, algún deseo sepultado esperando por su hora.