Clarín - Mujer

Cuando el amor llama tres veces

Elsa Agrás (90) conoció al hombre de su vida a los 14 años. Sus padres prohibiero­n el noviazgo. Casi “una vida” después, se reencontra­ron y comieron perdices.

- T: Mónica Soraci / f: Lorena Lucca

Aquello de que cuando el amor es verdadero nada puede detenerlo, suena a frase trillada que cotiza en baja. Es una expresión más digna de un culebrón venezolano que de los vínculos reales, cada vez más líquidos. Pero en ocasiones, el “hasta que la muerte nos separe” puede convertirs­e en un hecho tan real que despierte un poco de envidia en algunos. Es que la vida muchas veces ofrece revancha. Si lo sabrá Elsa Agrás, la mujer cuya lucidez a los 90 años -recién cumplidos- puede despertar una cierta dosis de envidia.

Amante de la música y de la danza desde “que estaba en el vientre de mi madre” y directora del ballet 40/90 (ver recuadro), Elsa tuvo uno de esos amores que la erosión del tiempo y de los avatares de la vida no puede destruir.

Cartas bajo la puerta

Elsa tenía 14 años cuando, sin sospecharl­o, encontró ese amor que cualquier mortal desea para sí. “El primero y el último”, enfatiza. Sucedió en las clases de francés en las que ambos participab­an. “Osvaldo tenía 16 años y nos enamoramos perdidamen­te. El arte estaba entre nosotros -evoca, con esa cálida sonrisa que surge de un recuerdo feliz-. Nos escribíamo­s versos. Pero cuando mis viejos se enteraron, se armó una rosca ... Me prohibiero­n seguir viéndolo; según ellos, no era un buen partido para mí”. Tajante. Como en aquellos años, la palabra de los padres no admitía disenso, Elsa acató la orden. O casi. “Como éramos vecinos -él vivía a la vuelta de mi casa-, todas las noches Osvaldo salía a pasear al perro y pasaba por mi casa, y como silbaba muy bien, cuando llegaba a la esquina me avisaba que estaba cerca. Yo me asomaba y lo saludaba. A veces, me pasaba una cartita por debajo de la puerta del garage y yo se la contestaba. Todavía conservo esas cartas y también los versos que me escribía”.

Pero todo aquello quedó solamente en saludos clandestin­os y en esas cartitas escritas a escondidas. Poca cosa. Apenas se cruzaban de vez en cuando por el barrio.

Finalmente, el noviazgo terminó. ¿El amor? Se mantenía inalterabl­e.

Segunda llamada

Cuando Elsa cumplió los 18 años, se reencontró con Osvaldo y reiniciaro­n el noviazgo. El amor volvía a golpearles la puerta. A escondidas, claro. “Nos escapábamo­s en bicicleta porque mis padres no sabían nada. Pero un día ellos encontraro­n una carta que Osvaldo me había escrito”, cuenta nostalgios­a. La decisión fue un golpe certero al corazón. “Me sacaron de Buenos Aires y me mandaron cuatro meses al campo, para ‘protegerme’. En aquellos años se usaba mandar a las hijas afuera si el candidato no era bien visto por la familia”, cuenta.

Cuando Elsa regresó, Osvaldo se había mudado de barrio. “Me dejó otra carta a través de mi primo, donde me decía que se iba, que era mejor así. Y que no lo buscara ... Fue duro: repetí el año, me enfermé, estaba muy mal”.

Como los años curan las heridas, a los 42, Elsa se casó “con una muy buena persona. Lo quería, pero lo que más deseaba era ser madre. Yo quería tener cinco hijos. La vida me dio tres: dos biológicos y una nena adoptada. Mi primer hijo nació a los 10 meses de casada. Fui una mamá como todas, pero más juguetona, lo que me dio fama de irresponsa­ble y un poco loca. Yo tenía dos vidas: para adentro volaba y para afuera, era ama de casa. Medio esquizo, ¿no?”, dice risueña. Y esa “locura” interior, es la que Elsa le transmitió a sus hijos.

Tras 20 años de un matrimonio sin sobresalto­s, llegó el divorcio. Elsa se fue a vivir sola y empezó una terapia “sin saber muy bien por qué lo hacía. Mi búsqueda, como dice el periodista uruguayo Eduardo Galeano, mi horizonte. Ese horizonte que lo tenemos a mano pero que nunca llega. Quería saber quién era yo realmente, mi identidad”, argumenta. Un día, en la sesión, su terapeuta le preguntó por qué no tenía un amante, un novio o un marido. “Le dije que yo quería ser abuela, que lo otro

debía esperar. Pero como siguió insistiend­o sesión tras sesión, un día le conté que había estado muy enamorada, que Osvaldo era el amor de mi vida, pese a que me había casado con otro hombre. Entonces me preguntó si sabía algo de él. ‘No sé nada. Es una historia terminada’, le dije. Todavía seguía siendo obediente. Quise mucho a mis padres, pero eso que dicen, que es mejor haber nacido huérfana, es cierto”, se ríe. Poco antes de que su terapeuta le diera el alta, tras once años de tratamient­o, Elsa escuchó a su corazón. “Llegué a mi casa, busqué el teléfono de Osvaldo en la guía, y lo llamé. No le dije quién era, me hice pasar por otra chica del grupo del barrio; tenía miedo porque yo ya tenía cincuenta y tantos -admite-. Como él sabía que me había casado y tenido hijos, no me relacionó. Le pregunté si estaba casado y me dijo que hacía muchos años se había enamorado perdidamen­te de una chica y que nunca volvió a sentir algo parecido”.

Las charlas telefónica­s siguieron y un día Osvaldo tuvo una intuición: “Sos Elsa, ¿no?”, le preguntó.

“Nos pusimos a llorar. Al final, decidimos vernos. Teníamos tantas cosas que decirnos ... El reencuentr­o fue en su casa ya que él tenía que cuidar de su madre y sus tíos, que tenían más de 80 años. Cuando nos vimos, después de tanto tiempo, nos quedamos mirándonos”.

La danza de la vida

Elsa y Osvaldo empezaron a verse como amigos. “Mi idea era no tener nada más y Osvaldo tampoco me propuso nada. Un día fui a su casa con mis hijos, para que lo conocieran. Estuvimos charlando hasta las cuatro de la madrugada y, cuando nos fuimos, mi hijo mayor me dijo: ‘Si no te casás con este tipo, sos una tarada”, recuerda y se ríe con ganas.

Primero hubo noviazgo. Después, llegó la convivenci­a. Hicieron fiesta pero no pasaron por el Registro Civil. “No era necesario”, justifica Elsa. Y agrega: “Pero empezamos a soñar juntos. Osvaldo, que era Primer Premio Nacional de Dibujo, dejó la restauraci­ón para dedicarse de lleno a la pintura. Era muy requerido en Europa y aprovecháb­amos para viajar los dos. Pudimos recuperar el tiempo perdido a la vez que vivimos todo lo que no pudimos en nuestra adolescenc­ia. Mis padres nos separaron, pero el destino nos reencontró”.

Mientras Elsa y Osvaldo, por fin, disfrutaba­n de un amor ya sin barreras, a ella le volvió picar el bichito de la danza, aquella pasión que tuvo que dejarporqu­e en el círculo donde se movía su anterior marido, eso no era bien visto. Estudió técnicas corporales, gimnasia consciente y eutonía. Hasta se le ocurrió armar un ballet, “pero de gente grande, que no supiera bailar. Un amigo sugirió que le pusiera 40/60, porque yo no quería oír hablar de tercera edad. Osvaldo era mi interlocut­or acerca de este proyecto. El evaluaba las dificultad­es de lograr lo que yo intentaba”. Así surgió la idea de hacer la primera temporada del ballet 40/90. “Había que ensayar mucho, muchísimo, pero a partir de ahí, todos los años mis alumnas se suben al escenario”, celebra.

Después de 20 años juntos, Osvaldo dejó esta vida. Hoy, Elsa tiene sus hijos y nietos y este ballet que tanta energía le inyecta. Es una mujer feliz.

 ??  ?? Una mujer feliz. Así se define Elas Agrás, y cuando cuenta su historia se entiende que tiene razones para sentirse de esa manera. Además, dirige el Balet 40/90. La danza, su otra pasión.
Una mujer feliz. Así se define Elas Agrás, y cuando cuenta su historia se entiende que tiene razones para sentirse de esa manera. Además, dirige el Balet 40/90. La danza, su otra pasión.

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