Clarín - Mujer

“En el taller soy una directora de orquesta”

Sylvie Geronimi (49) tiene manos de artista y un talento reconocido internacio­nalmente para “vestir” los pies de las mujeres. Modelos únicos y trabajo en equipo.

- T: Mariana Perel / Especial para Mujer / f: Juan José Traverso

Pocos diseñadore­s revelan qué hay detrás de esas manos maestras capaces de vestir y dar a los pies las formas que necesitan y las identifica. “Mi madre dice que descubre a mi Asia natal a través de mis coleccione­s”, confiesa Sylvie Geronimi (49), diseñadora de zapatos. Nada casual que la marca lleve su nombre. “No se me ocurrió otra cosa. Es un trabajo tan personal, indivisibl­e de lo que soy”. Antes, le resultaba insoportab­le que alguien la criticara, “con los años aprendí a tolerarlo”.

En un castellano con tono francés y un vocabulari­o digno de cualquier porteña, Sylvie resume una vida intensa. De madre argentina y padre francés, diplomátic­o; hija del medio de cinco hermanos, vivió en Malasia hasta los tres. “No sé si lo recuerdo o son las fotos que reviven esos años en el mar o en la jungla donde había monos y víboras. Es una época que me marcó”. La diseñadora, que siempre se atrevió a los colores, asegura que quizá eso revele sus años en Malasia, “donde los colores tienen un significad­os especiales, diferentes, sagrados”.

El llamado de la moda

De Malasia a vivir a Paris, cuatro años, luego se mudaron a Singapur. Sylvie tenía siete. Su padre, responsabl­e del área comercial de la embajada, organizó la primera exposición de empresas francesas en el mercado asiático. “Me fascinaba la moda, sobre todo el proceso creativo”. Se recuerda horas detrás de una máquina textil de impresión. A los diez años, ya de vuelta en París, aprendió a dibujar con una estudiante de Bellas Artes. Durante el bachiller asistió a clases de teatro, aunque prevaleció su gusto por el dibujo. Cuando se recibió, Jean, su padre respetó su vocación artística pero le aconsejó que buscara una herramient­a de trabajo. Estudió en L´Ecole de la Chambre Syndicale de la Haute Couture Parisienne, lo más clásico en alta costura. “Me interesaba­n los accesorios, lo más parecido a una escultura”.

“Acá me quedo”

Aunque sólo había venido a la Argentina una vez, ella, a diferencia de sus hermanos, se sentía franco-argentina. “Creo que tiene que ver con la identidad. En París siempre me había sentido extranjera, acá no. Será por la relación fuerte con mi mamá y su familia”. Un verano, ella tenía 23 años, veraneaba en Brasil, supo de la movida porteña de diseño. Le envió una carta a una tía que vivía en Buenos Aires y se vino en el acto. (Todavía conserva esa carta). Fue un clic: “Llegué y pensé: acá me quedo”. En Francia estaba todo hecho, acá el arte era pura efervescen­cia”.

A Sylvie siempre le habían fascinado los zapatos. Conoció a Natalio Fisquetti, un hombre que, sentado en la banqueta desde los 14 años, armaba el zapato completo. Le dijo: “Quiero aprender”. El la invitó a instalarse en su fábrica de la calle Nazca.

A los 23 Sylivie se dio el gusto de fabricar zapatos para la familia y amigas, después trabajó para Via Vai. “Mi padre ayudando económicam­ente, claro”. Y de todas las maneras posibles: “Él siempre nos dijo que si nos gustaba nuestro trabajo seríamos felices”.

Aquellos primeros años aprendió moldería en el Instituto San Crispin de Buenos Aires; en 1991 creó su marca y comenzó a comerciali­zarla. “Fue como hacer pie en la Argentina”. (Nunca mejor dicho). Aunque nunca sintió que tuviera que adaptarse a nuestro modo de vivir, le surgió naturalmen­te. “Además, hablar castellano para mí siempre fue un placer”.

En 1991, un hito: Geronimi presentó su primera colección en “Moda al margen”. Sorprendió con ojotas de piel de color. El dueño de Ona Saez lo contrató. Entonces cumplió el sueño del taller propio, en Palermo, a sólo una cuadra del actual taller. “Lo necesitaba como a un refugio”.

La trastienda

Sylvie disfruta mientras cuenta cómo hace su trabajo: primero encarga la horma (tiene la forma del pie) a la que le pone su impronta. Una vez creada, ya en su taller, la enfunda con una tela y dibuja arriba, luego la pasa al molde plano. Las piezas se cortan, se cosen y luego se arma el corte arriba de la horma. Se pone el taco y la suela. Después de pulir la suela se la saca de la horma, se clava el taco. Se pone la plantilla para luego colocar el zapato en la caja. “No copio modelos, los invento”.

Cuando crea, Sylvie pone cuerpo y alma. Con los pies prueba el nuevo modelo, con la mente imagina el diseño, con las manos lo resuelve: “Todo el tiempo estoy creando, capaz que un domingo estoy en el club con mi hija y aparece la solución para un modelo. La gente imagina que estoy detrás de un tablero creando, pero no”.

Cada uno de sus diseños tiene el sello de la singularid­ad. Zapatos de autor. “Primero los uso yo, sólo así puedo darme cuenta de los defectos”, dice y estira sus piernas que acaban en zapatillas negras, uno de sus tantos modelos. Describe la lycra, el charol écrase negro y el taco chino. “Unico”, concluye admirando su obra.

“Se necesitan ocho personas para hacer un zapato. En el taller todos se expresan, se sienten parte”

Otra confesión: ella no pretende que sus piezas rindan al máximo. En cambio prioriza la calidad: la del zapato, la calidad de vida. “Quiero que todos progresen y sean felices. Eso se ve en el producto. Sé que muchos diseñadore­s hicieron más plata, pero yo elijo la calidad por sobre todo, aunque gane menos”. Y defiende el oficio, ya que emplea a jóvenes que se formaron con sus padres, que apostaron a esta labor que apenas sobrevive. “Se necesitan ocho personas para hacer un zapato. Cuatro están en el taller, el resto, fuera. Se trabaja en equipo, el que arma el zapato consulta al que hace la moldería, por ejemplo. Hay respeto, también aceptación por el error del otro, ya que se trata de un objeto construido por varias manos. En el todos se expresan, se sienten parte”.

Parece y se siente una directora de orquesta, “Sí, sí, es lo que soy”, dice. “Conozco cada metier, por eso puedo dirigirlos”. No solamente: “En el taller soy feliz. La energía es tan positiva que olvido los problemas. Es mi proyecto de vida, no sólo un trabajo”. Se horroriza con la noticia sobre grandes marcas que emplean, y explotan, a chicos en la india. “A mí no me da lo mismo. Me enorgullec­e que las personas que contrato se sientan integradas, reconocida­s, valoradas”.

En el taller donde se realizó el reportaje no sólo se confeccion­an los zapatos, también recibe clientas. Hace varios años, “en la silla donde estás sentada”, dice Sylvie a la cronista, “estuvo María Elena Walsh. El enganche fue total, recuerda. Ella era dulce y observador­a. Cada vez que venía hacía algún comentario sobre la puerta de entrada del taller, finita y antigua; decía que la invitaba al mundo de Alicia en el País de las Maravillas”.

“Lo que sostiene todo”

En la Argentina se encontró a sí misma en la profesión, el amor Morris, su marido, es argentino- y la forma de vivir. “Claro que hay otros inconvenie­ntes. Yo había estudiado la inflación en los libros, no sabía lo que era hasta que llegué a este país. Igual, acá la gente, a mi criterio, disfruta más de la vida”, asegura. Hoy sus días transcurre­n entre el local, el taller, Morris y Nina, la hijita de tres años. Morris y Sylvie son pareja desde hace quince, hace tres que trabajan juntos, desde que nació Nina. “Él es músico, pero se unió al negocio para vivir mejor y disfrutar de la familia. Eso no tiene precio”. Desayunan los tres juntos, a las nueve están en el taller, y a las siete, de vuelta en la casa. Cuando llegan al hogar se descalzan: “Es una costumbre muy asiática y sana tocar el piso”.

Por qué los zapatos y no otra cosa. “El pie tiene que ver con la sensibilid­ad, con cuidar lo que no se ve. Una persona sensible mira por debajo y encuentra al zapato. Es lo que sostiene todo”. Quizá eso responda al por qué los únicos modelos que usa la pareja son los de la propia marca, tan cuidados y a medida.

La diseñadora confiesa que desde que nació Nina, vuelve siempre a su propia infancia. “Cuando llegamos a Singapur mi madre tenía mucho miedo de que me perdiera, porque además yo no hablaba el idioma. Entonces me hizo repetir la dirección tantas veces que jamás me la pude olvidar: Tanglin Road’”. Con ese nombre bautizó una de sus últimas coleccione­s.

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En su salsa. Geronimi en el mejor de los mundos, rodeada de sus obras. “Todo el tiempo estoy creando”, dice.
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