Clarín - Mujer

Sadomasoqu­ismo

- Por Patricia Suárez

En sólo una semana, las mejoras de Walter Karma en materia de ganchillo eran notables. Pronto, al búho le siguieron un perrito de orejas largas, una rana de ojos saltones, un pollito con la camiseta de Messi y un chancho con alas. El chancho con alas era el preferido suyo, porque era la demostraci­ón de lo imposible. A los mellizos, estos juguetes le fascinaron y dormían abrazados a ellos. La obra magna de Walter, sin embargo, fue una jirafa amarilla de metrro y medio. La madre de Caty observó que era lo más inútil que había visto en su vida; pero Caty optó por llevarla a su negocio de ropa para Barbies. Casi inmediatam­ente fue arrebatada de la vidriera al precio que ella quisiera ponerle. Caty sospechó que el comprador frenético podría haber sido un denegerado pedófilo o algo por el estilo, y no. Era un abuelito que compraba muñecos tejidos para sus nietos porque le gustaba el “homemade” y preguntó si habría más artículos de esos, porque él gozaba de la felicidad de tener quince nietos de sus cuatro hijos. Walter, feliz ante la noticia de la venta, se apuró a terminar un flamenco de metro de alto, una serie de pajaritos en los colores del arco iris, gatos siameses de ojos brillantes (utilizaba para los ojos un esmalte para uñas que había rapiñado a su esposa) y una coneja con veinticuat­ro conejitos. Walter Karma, ahora el dueño de las creaciones Walt, tenía un don para el ganchillo. En una semana de tejer como una abuelita medicada con anfetas, recaudaron la friolera de tres mil pesos y Walter seguía fresco como una lechuga de pura felicidad. No le dolían la espalda ni los ojos y cada vez que sonreía era porque estaba imaginando una nueva creación: un patito, un unicornio, una ovejita negra. La madre de Caty suspiró ruidosamen­te y pensó en qué clase de diluvio le vendría encima ahora, con Walter hecho una tejedora.

El único inconvenie­nte del asunto, fue que como Walter cuidaba ahora el ganchillo como si fueran obras maestrasl, no permitía que nada lo desconcent­rara mientras tejía. había desconecta­do el teléfono de línea y no permitía que los mellizos vieran en la tele esos canales para bebés que no se entendían un cuerno y que seguro les reblandecí­a el cerebro. Tampoco es que hubiera demasiado llamados, fuera de encuestas y ofertas de tarjetas de crédito, así que ninguno en la casa se preocupó por esta nueva manía de Walter Karma. Claro que todos desconocía­n que desde una cabina de teléfonos públicos en Florianópo­lis, el esposo en fuga de Caty la llamaba desesperad­amente. Quería volver a ella, un poco por amor y otro poco por puro terror que le tenía a su amante. La Dra Vonda Adnov, sexóloga rusa, se había olido que Simón que la estaba por dejar. Vio el momento en que él compró la postal del Cristo en la Paróquia Nossa Senhora de Guadalupe y no le costó demasiado adivinar a quién se la enviaba. Por más esfuerzos que hizo, Vonda Adnov no pudo intercepta­r la carta, que marchó directo a la Argentina con un pedido de disculpas para Caty Karma. La doctora no dejaría esa trastada sin castigar. Al día siguiente, antes de zambullirs­e en las cálidas aguas brasileñas, buscó una ferretería y compró unos metros de cadena Silver Shadow Nudo 17 y salió de lo más contenta con su compra porque el cambio real/rublo ruso, la favorecía. A la noche, un poco con cariño y otro con tenacidad obligó a Simón a hacerle el amor. Apenas él yacía boqueando luego del acto, ella lo encadenó a la cama, le puso candado a las cadenas y lo amordazó para que no alarmara a todo el hostal con sus alaridos. Así reducido, lo dejó tres días sin comer ni permitirle ir al baño. Cuando uno amaba a Vonda Adnov, la amaba para siempre, sentenció ella y pegó el portazo de la habitación 404.

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