Caty Kharma
Simón vuelve a casa. ¿Entra con su llave o toca el timbre?
Bajo la pertinaz lluvia de septiembre y frente al portón de su casa, él se detuvo sin saber qué hacer. ¿Debía entrar con su propia llave o era preferible tocar el timbre del portero eléctrico y pedirle a Caty que baje para hablar unas palabras primero? Un rayo partió al cielo en dos y Simón se estremeció; metió la llave y entró al hall del edificio. Todo estaba igual, como si no hubiera pasado el tiempo: las mismas tres dicroicas quemadas y el olor a orín rancio del terrier de la vieja de la planta baja. Se metió en el ascensor y apretó el número de su piso; luego, evitando hacer el menor ruido posible, abrió y cerró las puertas del ascensor, que por supuesto chirriaban como dos gatos a los que estuvieran empalando. Simón apoyó entonces su oído en la puerta del departamento: los bebés no lloraban; no llegaban siquiera el sonido de la tele prendida.
¿Metía la llave y entraba de improviso? ¿Ella no llamaría al 911 de inmediato y acabaría preso por segunda vez en su vida desde que estaba dentro de esa familia? ¿Por qué al resto de la manada masculina las cosas le salían bien y él era un desastre completo? Todo lo que le pasaba era tremendo para él; no tenía ni idea de cómo salir ileso del brete: preferiría morir antes que nunca más tocar la suave piel de Vonda Adnov y deseaba que lo mataran antes que dejar de ver a su familia, la dulce Caty y sus dos hijos, esos capullos de su ADN que le resultaban cada vez más lejanos y extraños. Había abierto su alma a Vonda y le había confesado que la amaba profundamente y la deseaba como nunca antes a una mujer y que ya que ella era sexóloga y tan comprensiva gracias a su profesión, le proponía compartirlo, compartise él, entre las dos, su mujer y su amante, hasta que las muerte los separe y si es posible una muerte longeva. Vonda Adnov estuvo a punto de revolearle sus stilettos por la cabeza cuando oyó semejante cosa, pero después entendió que era eso o nada: que el tipo no tenía los cojones que ella se había imaginado, para dejar a su mujer y su familia y empezar una vida nueva con ella. Para colmo, la experiencia de Simón con la salmonela que se agarró comiendo huevos de gallinas caipiras, lo dejó exhausto, con poca gana de aventura y con dolor allá atrás a la hora de sentarse. Igual, ella lo esperaría, se convertiría en su amante porque tampoco ella podía vivir sin él. La verdad de la milanesa: Simón se decidió a entrar de un solo empellón en la casa, su ex casa, en la que sólo no pagó un mes de alquiler porque se lo gastó por medio Brasil ¡y si tenía que recibir un tiro en la espalda de un policía que lo recibiera…! Metió la llave, la giró, abrió: la casa estaba en calma. Dio el primer paso y tropezó con una vaca de lana o tal vez fuera un almohadón con forma de feto, y cayó de bruces contra el suelo. El sonido que hizo al caer fue bastante impresionante, tembló el parquet del suelo y cayeron la pastorcita de porcelana y el arlequín de cristal de Murano. Oyó un estertor provenir del cuarto y unos pasos que se acercaban; echado en el suelo, su corazón latió desbocado. Una mujer algo entrada en carnes, calva, y vestida apenas con un baby doll transparente lo apuntó con un rifle. ¿Podía Caty haber desmejorado tanto por el dolor del abandono? La voz de Caty, ahora muy ronca, chilló: “Levantáte del piso, pedazo de cornudo. Caty está de viaje para olvidarte, gusano.” La mujer apretó el botón del pánico que tenían debajo del reloj de péndulo; en el acto cayeron del techo una decena de guerreros ninjas que lo redujeron, maniataron y amordazaron. “Clara”, preguntó el jefe ninja, “¿quién es este tipo?” Clarabella Karma sólo gruñó: “Je je je”.