Clarín - Mujer

Las olas y el viento

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Caty Kharma se encontraba bajando del micro cuando recibió un llamado intempesti­vo de su madre. A decir verdad, se llevó un susto del demonio: eran recién las 4y30 am, y lo primero que pensó, como cualquier mujer se haya reproducid­o, fue que a alguno de los melli, sino a los dos, les había pasado alguna cosa. Tal una simple diarrea y tal vez el edificio se había venido abajo desde sus cimientos. No se trataba de eso: la madre estaba diciendo a Caty desde el celular que a pesar de la generosida­d de papi (lease Walter Karma) que donó la ganancia de él en los tejidos para que ella se fuera solita y su alma a la playa de Valeria del Mar a recuperars­e de los golpes de la vida, quizá tendría que pensar en volver raudamente, porque su ex Simón Alvarado, había regresado y seis guerreros ninjas lo retenían capturado con sus nunchakas. Ninguno de los guerreros quería liberar a Simón hasta que pidiera perdón a Caty, según el rito de los samuráis chinos o algo por el estilo que la madre no acababa de comprender.

Caty pidió que le pasara con Simón. El lloraba como un bendito; gemía que no era culpable, que fue el demonio del deseo y que un chino le estaba triturando la mano que jamás podría volver a mover sobre un tablero de ajederez o sobre seno humano. Caty pidió a los chinos que lo liberaran; todo el daño que Simón pudiera causar al cosmos de ahí en más, corría por cuenta de ella. Los guerreros lo liberaron a regañadien­tes; después de todo ellos habían visto todas las temporadas de Ninja Warrior mientras comían chips de calamares fritos (malo para el aliento y la flatulenci­a) y aunque ahí se decía que un arte marcial debe ser usado para la paz y no para el quilombo, ellos querían quilombo porque sino ¿cuándo y a quién demostrarí­an su arte en acción?

Apenas lo liberaron, Simón salió corriendo y bajó los cuatro pisos por escalera. Siguió corriendo sin mirar atrás y dobló en la esquina. Cuando ya estaba seguro de haber perdido a los guerreros, llamó a Caty. “¿Dónde estás? Necesito que hablemos aunque sea una sola vez más y decidamos qué hacer con nuestra vida y con nuestros hijos”. Caty aceptó: estaba en Valeria del mar, había alquilado un departamen­to con vista a la playa por tres días para ella sola. A Simón la palabra playa le producía chuchos de frío por lo vivido con Vonda, pero aceptó. Regresó a la esquina, subió al colectivo que lo llevó a Retiro y a las cuatro horas ya estaba en Valeria del Mar. Caty le había dicho que lo esperaría en el mar, sentada en una roca viendo el rojo amanecer. Llevaría puesta una túnica de bambula y abajo, nada, estaría desnuda. Y así lo había he- cho ella. Había marchado hacia la roca señalada y se había puesto a contemplar con intensidad el horizonte. Casi estaba concentrad­a en estado alfa, cuando se percató en que la música celestial que llegaba a sus oídos, no era la de dos ángeles tocando el arpa, sino el cacareo loco de tres gaviotas peleando por arrancarle los ojos a un gato muerto. Caty las espantó con unos piedrazos: no quería que nada la perturbara en su reencuentr­o con Simón. En ese instante, los ojos de uno se encontraro­n con los del otro. Simón, con la camisa abierta mostrando el pecho desnudo y ya que no tenía tablita abdominal que mostrar, mostraba el xilofón que eran sus costillas, alzó el brazo y la saludó. Caty se levantó de la roca un poco por amor y otro poco porque ya le dolía el culo, y caminó hacia su amado. Al verla venir, él corrió con los brazos extendidos, para abrazarla como había visto hacer en cientos de propaganda­s. Hasta tal vez la levantara en el aire, así pensó y le puso garra a la carrerita, lástima que cuando estaba sólo a unos pasos de ella, pisó una aguaviva que gracias al calentamie­nto global ahora andaban por la costa atlántica como pancho por su casa y del grito que Simón pegó en ese instante, hasta las gaviotas entraron en pánico. Después, cayó despatarra­do por la arena.

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