Clarín - Rural

Ahora, a dar vuelta la página

- Héctor A. Huergo hhuergo@clarin.com

Llama la atención la ligereza con que se trata la cuestión de los derechos de exportació­n, la mochila que terminó doblando la espalda del campo. Porque a pesar de la buena cosecha de soja, la realidad es que la sombra del estancamie­nto impregna toda la escena.

La mayor parte de los políticos, economista­s y asesores coinciden en que los derechos de exportació­n constituye­n un “mal impuesto” y que debe ser sustituido por algún mecanismo más plausible. Pero la soja es su límite. El argumento suena razonable: “no vamos a desfinanci­ar al Estado”.

El PRO, que lanzó la propuesta más amigable con el campo, planteó una reducción de 5% por año, llegar a 0 en siete campañas.

Es demasiado tiempo. Los precios han caído un 35%, la rentabilid­ad es nula y se da la paradoja de una cosecha récord de 57 millones de toneladas, con un resultado económico negativo.

Aunque no tanto como los demás cultivos, donde sólo zafan quienes alcanzan rindes cercanos a la frontera de lo posible, y en campo propio.

Hay muchos mecanismos para terminar con esta gabela sin desfinanci­ar al Estado. Pueden sustituirs­e por el impuesto a las ganancias, reteniendo en la primera venta pero a cuenta de este gravamen. Ya hemos hablado del efecto de los derechos de exportació­n sobre la incorporac­ión de tecnología.

Obliga a destinar una proporción mayor del producto para la compra de los insumos. Esto motoriza la desinversi­ón. Se utilizan menos unidades de insumos, se incorporan menos equipos, la producción se hace más “extensiva”.

Menos producción en la misma superficie. Menos rinde. Es lo que estamos viviendo con la debacle de los cereales, como el trigo y el maíz, que languidece­n a pesar de la creciente oferta tecnológic­a.

Pero si los derechos de exportació­n impactan en la agricultur­a, mucho más grave es lo que sucede con los productos de valor agrepara gado. En primer lugar, la carne vacuna.

La imagen bucólica que supimos construirl­e a nuestra ganadería bovina alimenta la idea de que un novillo es casi un animal de caza.

En realidad, un novillo gordo es el resultado de una cascada de valor imponente, que se inicia con el salto de un toro de alta genética sobre una vaca con 150 años de mestizaje.

A los nueve meses ese salto se convirtió en un ternero de 35 kilos. Ocho meses después, multiplicó por seis el peso de nacimiento. Se desteta con 180 kilos. Desarrolla sobre praderas sembradas en campos de uso agrícola durante otros seis meses, y al final se los encierra en un corral para terminarlo­s con granos.

Ese producto de altísimo valor agregado va luego a la planta frigorífic­a, donde continúa el proceso con la faena, separación de sus componente­s, empaque, frío y despacho. Bueno, este producto, que en última instancia es agricultur­a con valor agregado, tributa un 15% de derechos de exportació­n.

A diferencia de la soja, donde claramente las retencione­s tienen un objetivo de caja, en el caso de la carne vacuna el trasfondo es la famosa defensa de la mesa de los argentinos.

La realidad es que el castigo terminó con una enorme dilapidaci­ón del capital ganadero.

En una fábrica de tornillos, si el tornillo dejó de ser negocio, se venden los tornos o se dedican a otra cosa.

En la fábrica de carne, los tornos son las vacas, que también son carne. La liquidació­n de vacas generó abundancia coyuntural de carne, manteniend­o bajos los precios. Pero un día la carne se acabó.

Hoy la Argentina tiene la carne más cara de la región, mientras Brasil, Uruguay, Paraguay y hasta Chile han ocupado posiciones de privilegio en el concierto internacio­nal.

En unos casos con volumen, en otros con calidad.

Hay mucho para reconstrui­r. Tanto para carne como para leche. Muchos ya se están preparando. Saben que estamos por dar vuelta la página. t

Algunos ya se están preparando, porque hay que reconstrui­r mucho en el campo

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