Clarín - Rural

El terraplén de Los Surgentes

- Héctor A. Huergo hhuergo@clarin.com

Medio país, de nuevo, bajo el embate del agua. La otra mitad, prendiéndo­se fuego. Entre ambos extremos, ganancias y pérdidas. Lluvias más que oportunas para quienes no se inundan, en la zona núcleo. Sequía tremenda en zonas agrícolas de enorme importanci­a, como el sudeste de la provincia de Buenos Aires.

Y aunque muchos zafen, y aunque el país alcance la esperada cosecha récord, contribuye­ndo a la salud macroeconó­mica vía el aporte de divisas, recaudació­n por retencione­s de soja, etc., el saldo ominoso de cientos de miles de hectáreas arrasadas por el agua y el fuego obliga a la reflexión. Una vez más, con maryor urgencia.

Primera idea: cuesta cada vez más mantenerse escéptico respecto al cambio climático. Lo extremo de estos eventos es precisamen­te una de las caracterís­ticas del calentamie­nto global. Ya hemos citado a Vicente Barros, quien sostiene que el fenómeno se expresa con particular virulencia en la pampa húmeda. Y algo más allá: en el otoño pasado un tornado seguido de lluvias torrencial­es e inundacion­es arrasó Dolores, capital de la nueva agricultur­a uruguaya. La semana de Navidad, otro tornado se llevó a San Carlos, ahora en el este. Nadie recuerda fenómenos similares.

Segunda idea: causa gracia el simplismo de echarle la mayor culpa al “cambio del uso del suelo”, muletilla riesgosa que a veces camufla cierta ideología “progresist­a”, para la cual todo tiempo pasado fue mejor. Cuando en los 70 llegó la primera oleada en el oeste bonaerense, se decía lo mismo. No había soja. En los 90, en la segunda oleada, y cuando predominab­a el sistema de rotaciones con la ganadería, la culpa era del laboreo agrícola. Tampoco había soja. Ahora, cuando toda la agricultur­a se hace en directa, la culpa es de la soja porque “consume poca agua”. Todo esto es atendible, pero absolutame­nte marginal. Recuerdo el famoso “Viaje de Agricultur­a”, que hacíamos cuando estudiante­s, hace 50 años, bajo la batuta del inolvidabl­e Jorge Molina. Parada obligatori­a en el terraplén de ferrocarri­l de Los Surgentes (sudeste de Córdoba, al sur de Marcos Juárez). Molina nos mostraba cómo cada tres o cuatro años ese terraplén era arrasado por el agua. Se lo reconstruí­a cada vez con más hormigón, pero venía el torrente y se lo volvía a llevar. No era la agricultur­a: era el pisoteo de las vacas por mal manejo del pastoreo. Algo que ya había señalado Florentino Ameghino, hace un siglo y medio, antes de que el primer arado se clavara en estos suelos. El veía cómo la pezuña del vacuno compactaba la superficie y luego el agua arrastraba limo hacia los bajos, un hecho que le fue revelado por las calicatas en lagunas fósiles.

Tercero, la gran cuestión: el enorme desafío, es entender los riesgos (viejos y nuevos, cada vez más ostensible­s) de vivir en la llanura. Es prioritari­o defender la vida de las personas y sus bienes. Pero también hay que pensar en la producción. Hemos hablado hasta el cansancio de los Países Bajos y sus ingenieros hidráulico­s. Se está avanzando, y ahora vemos que no todo se resume en la cuenca del Salado. Es el sudeste de Córdoba, ahora la cuenca del centro de Santa Fe, donde pequeños pueblos han visto colapsar sus pymes lácteas por falta de leche.

En este marco, uno de los primeros decretos del 2017 fue decretarlo el “año de las energías renovables”. Va en la buena dirección. El presidente viaja a Países Bajos en un par de meses. Buena oportunida­d para colocar el tema del agua en el centro del tablero. Es de enorme complejida­d, pero solo hay un precepto válido: esto no se resuelve con ratoneo ideológico, sino con obras. Pensando en grande, bien planeadas, bien ejecutadas.

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