Clarín - Rural

Vaca Muerta y Vaca Viva

- Héctor A. Huergo hhuergo@clarin.com

“Parece que la esperanza reside en la Vaca Muerta, cuando en realidad está en la Vaca Viva”. Quien acuñó esta genialidad es Martín Fraguío, director ejecutivo de Maizar. Lo hizo en el lanzamient­o del Plan de Bioeconomí­a de la Provincia de Buenos Aires, por parte de su ministro de Agroindust­ria Leonardo Sarquis.

El concepto de bioeconomí­a rompió el cascarón de la academia y comienza a impregnar todos los ámbitos de la sociedad. Algunos lo limitan al plano de la energía renovable, donde el concepto está muy claro: ya estamos transitand­o la era postpetról­eo, ya sea porque es una fuente finita, o porque antes que se acabe se terminará el mundo tal como lo conocemos. Pero en realidad instala un nuevo paradigma que va mucho más allá de la cuestión energética.

No es “vaca muerta” vs. “vaca viva”. Son ambas. La primera, es fotosíntes­is pretérita. El petróleo y el gas vienen de la biomasa enterrada hace millones de años. La segunda hace referencia a la fotosíntes­is nuestra de cada día. Esta visión abre un panorama extraordin­ario para países como la Argentina, cuya dotación de recursos (naturales y adquiridos) es inagotable. Las dos vaquitas valen la pena.

En 1898, nacía en Tres Arroyos una de las primeras empresas metalúrgic­as de la Argentina. Juan Bautista Istilart había instalado una fábrica de “cocinas económicas”. Trabajaron, de entrada, más de mil operarios. Todavía no se había descubiert­o petróleo en el país (el primer pozo surgiría diez años después). Todo funcionaba con carbón (también fotosíntes­is vieja), leña y otras fuentes derivadas de la agricultur­a, como los residuos de cosecha.

En la conquista territoria­l de las pampas, los colonos calefaccio­naban sus ranchos y cocinaban con los marlos. El maíz se cosechaba en espiga, se almacenaba en trojas y luego se desgranaba con máquinas estacionar­ias.

Las primeras cosechador­as funcionaba­n con una caldera alimentada con la paja de trigo. Una cuadrilla embolsaba, otra emparvaba la paja, otros alimentaba­n la caldera.

Llegó el petróleo y la refinería. Un recurso extraordin­ario, de enorme concentrac­ión energética. Cambió el mundo. Llegó el automóvil, el camión, y las máquinas automotric­es. La “corta y trilla” sustituyó el engavillad­o de los cereales de invierno y la maleteada del maíz. La paja y los marlos quedaron en el campo.

Ahora comienza a valorizars­e el rastrojo, no ya como alimento fundamenta­l de la fauna microbiana del suelo, sino como fuente de energía. Al mismo tiempo avanza la idea de que la “biomasa”, también fotosíntes­is actual, es un recurso fenomenal. Aparecen los cultivos energético­s, como el sorgo, que puede cumplir un papel importante en la entrezafra cañera. Los efluentes de la cría intensiva de animales, que son un problema, empiezan a verse como recursos.

Pero dijimos que no todo es energía. En esta oleada imparable de la bioeconomí­a, que tiene la caracterís­tica de ser circular (“economía 360”) hay profusión de brotes verdes. La glicerina, subproduct­o de la elaboració­n de biodiesel –donde la Argentina lidera a nivel mundial—es la materia prima con la que Bioceres está desarrolla­ndo un plástico que puede sustituir a los derivados de la petroquími­ca. En Brasil, están usando también la glicerina como plastifica­nte de la fibra de carbono, en lugar de compuestos más tóxicos y difíciles de manejar.

La secretaría de Valor Agregado del Ministerio de Agroindust­ria de la Nación viene trabajando en estas ideas. Ahora, Sarquís posiciona a la provincia de Buenos Aires como un ariete en la nueva saga.

La intención es que la idea se viralice. Que el concepto de bioeconomí­a sea el leit motiv de un gran proyecto nacional. El de la vaca viva.

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