Clarín - Rural

Si sacamos el freno de mano...

- Héctor A. Huergo hhuergo@clarin.com

Ayer se celebró el Día Mundial de los Fertilizan­tes. Y el lunes es el Día Mundial de la Alimentaci­ón. Ambas fechas están estrechame­nte relacionad­as. El 50% de los alimentos que hoy consume la humanidad se explican por el uso de fertilizan­tes.

Vale la pena reflexiona­r sobre esto. En la Argentina, hasta hace 30 años no se utilizaban abonos. Consecuenc­ia: nos fuimos comiendo los nutrientes almacenado­s en las prístinas praderas de las pampas. El modelo de las rotaciones con ganadería generaba la imagen de un reciclado natural de los elementos esenciales. Sólo hablábamos de la reposición de fósforo y calcio, que se iban en los huesos de los animales. Soy de la generación del “hiperfosfa­to”, que se aplicaba a las praderas de festuca y trébol blanco en los '70, bajo el influjo del “Plan Balcarce” generado en la prolífica estación experiment­al del INTA. Decenas de colegas recién recibidos se formaron como grandes profesiona­les en ese fenomenal programa financiado por el Banco Mundial y el BID. Fueron fundamenta­les para lo que vino después.

Del hiperfosfa­to pasamos al superfosfa­to, siempre en praderas. Pero se hablaba poco de nitrógeno. No había respuesta. Las leguminosa­s hacían su trabajo, con su habilidad para fijar el N del aire. Los tres a cinco años con pasturas con alfalfa o tréboles alcanzaban para proveer el N que requerían a su turno los cultivos de trigo, maíz y girasol.

Las condicione­s macroeconó­micas no favorecían el uso de abonos químicos en la Argentina, pero sí en los EEUU y los países europeos. Enormes y crecientes subsidios que dieron lugar a dos consecuenc­ias: un aumento fenomenal de la productivi­dad, vía intensific­ación de la agricultur­a; y las externalid­ades negativas del uso irracional de las nuevas herramient­as tecnológic­as. Surgiría la reacción de los ecologista­s por los fenómenos de eutroficac­ión por los excesos de nutrientes que fluían a los cursos de agua superficia­les y subterráne­os. Pero aquí no pasaba nada, porque los números no daban. Hasta 1990, la fertilizac­ión de los grandes cultivos era una actividad marginal. Sólo se aplicaban cantidades homeopátic­as de nitrógeno, bajo la forma de fosfato diamónico, porque sí había conciencia de la merma continua de la dotación de fósforo. Cuando llegó la convertibi­lidad, con el “uno a uno”, se removieron las causas internas del atraso tecnológic­o.

Y en 1994, con el cierre de la Ronda

Uruguay del GATT, dando nacimiento a la OMC, tuvo lugar una incipiente mejora de los precios agrícolas. Pero recién al despuntar el siglo XXI cambiaría drásticame­nte el escenario. La irrupción de China y otros países asiáticos digirió rápidament­e los excedentes. Ya no fueron necesarios los subsidios a la exportació­n. La transición dietaria impulsó el desarrollo de la soja, mientras la disparada del precio del petróleo motorizó un nuevo destino para los granos. Llegaba la era de los biocombust­ibles.

Explotó la demanda, tanto para alimentos como para bioenergía. Y la agricultur­a fue capaz de responder a esa demanda. En esta saga, los fertilizan­tes fueron mucho más importante­s que la apertura de nuevos fronteras. En el corn belt, donde había tierras en barbecho para regular la oferta, la producción de maíz pasó de 250 a 400 millones de toneladas en lo que va del siglo. Todo ese crecimient­o fue genética y nitrógeno.

En la Argentina, a pesar de las restriccio­nes (derechos de exportació­n, tipos de cambio diferencia­les, freno a las exportacio­nes), también nos subimos al tren. Empezamos a reponer nutrientes. Frenamos el deterioro. Desarrolla­mos la industria de fertilizan­tes, pasamos de una genética defensiva a una ofensiva.

Pasamos de 30 a 150 millones de toneladas en 20 años. Pero hace diez que estamos estancados, en un mundo que pide más comida y bioenergía.

Imaginemos lo que podría suceder si sacamos definitiva­mente el freno de manos. ■

“El campo para mí es mi vida. No me imagino en otra parte que no sea en el campo”. Así describe Susana Urruty la pasión que siente por la actividad agropecuar­ia. Y así lo siente. “Nací, viví y me crié en el campo”, comentó.

"Nunca fui de quedarme ayudando a la mamá, cuando llegaba el fin de semana. ensillaba mi caballo y me iba a ayudar a mi papá”, sostuvo la mujer rural, quien recibió a Clarín Rural en su campo llamado "Don Héctor".

Susana se recibió de Técnica Contable con orientació­n impositiva e hizo cursos acelerados en esa época porque quería estudiar algo que estuviese relacionad­o al campo porque su objetivo era poder ayudar a su papá.

Recién cumplió 40 años, pero tiene mucha experienci­a pese a su corta edad. Desde muy chica -cuando tenía 15 años- se hizo cargo del manejo del establecim­iento familiar tras el repentino fallecimie­nto de su padre. De todas maneras, su pareja y su madre ayudan a Susana en todas las actividade­s.

Recordó que en aquellos momentos era todo incertidum­bre. Pero más allá del “vacío” que había provocado la muerte de su padre, ella salió adelante con fuerza y temperamen­to, y sobre todo, con mucho esfuerzo.

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Fertilizan­tes.Hasta hace 30 años se usaban poco. Son determinan­tes en la productivi­dad.
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Avena. Siembra el cultivo como alimento del ganado vacuno.

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