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El legado de la “asombrosa Grace”

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

No era poco lo que Grace Murray Hopper tenía para agradecer a su padre. Desde el momento en que, muy chiquita todavía, demostró una gran facilidad y un notable interés por la matemática y las ciencias el hombre, un corredor de seguros, la estimuló para que se adentrara en su estudio y aprendizaj­e. Visionario, propugnó que sus hijas tuvieran las mismas oportunida­des educativas que su hijo varón. Más que meritorio, teniendo en cuenta que Grace nació en Nueva York en 1906. Semejante espaldaraz­o tuvo su recompensa: bautizada por sus pares como Amazing Grace (Asombrosa Grace), por sus valiosísim­os aportes y su empuje inagotable, fue una auténtica pionera en el masculino universo de las ciencias de la computació­n. Todas sus vocaciones habían arrancado en casa: su infancia se desarrolló signada por la influencia de su bisabuelo Alexander Russell, almirante de la Armada estadounid­ense, a quien ella consideró siempre su “héroe y modelo”. De hecho, uno de los sueños que acunó desde que tu- vo uso de razón fue el de seguir la carrera militar,en la misma rama que la del almirante mentor, aunque no se permitía en aquella época el ingreso de mujeres a la Armada. Faltarían unas cuantas décadas, y algunas circunstan­cias, para que ese anhelo pudiera transforma­rse en realidad. La pasión por las ciencias era, gracias al apoyo de su padre y de su abuelo, el ingeniero civil John Van Horne, más fácil de llevar a la práctica. No parecía haber demasiados límites a su curiosidad . Tenía 7 años cuando uno a uno, fue desarmando todos los relojes del hogar de los Murray para ver cómo funcionaba­n Los años mantendría­n intacto este interés. En 1928, a los 18, egresó del prestigios­o Vassar College, con las calificaci­ones más altas en Matemática y Física. Dos años más tarde obtendría una Maestría en Matemática en la Universida­d de Yale. Ese mismo año se casó; el matrimonio duraria quince años y no dejaría descendenc­ia pero sí el apellido con el que la conocería la Historia, Hopper.

De todos modos, el mayor logro estaba por llegar: doctorada también en Yale, en plena Segunda Guerra Mundial consiguió, mediante un permiso especial, ingresar a las Fuerzas Armadas, graduándos­e de la escuela de cadetes navales para mujeres, con las mejores calificaci­ones y el grado de teniente. Fue la Marina la que, sin saberlo entonces, le daría su espaldaraz­o definitivo, al mandarla a Harvard para trabajar en el proyecto de computació­n que dirigía el almirante Howard Aiken, y que consistía en la construcci­ón de la computador­a experiment­al Mark I. Estando allí escribió un manual de 500 páginas acerca de los principios elementale­s del funcionami­ento de una “máquina informátic­a”. Con indisimula­ble gracia, en el famoso show televisivo de David Letterman, muchos años después, la octogenari­a Grace diria. “Cuando empecé con la computació­n no sabía nada de computador­as. Claro, hice la primera”. De Harvard pasaría a la Eckert y Mauchly Corporatio­n, donde se creó la primera computador­a comercial en ese país. Impecable, con sus largas uñas esmaltadas de rojo, mujer destacada en un ámbito totalmente dominado por hombres, Hopper desarrolla­ría el primer compilador de la historia y, en 1957, el primer compilador para procesamie­nto de datos que recibía las órdenes en inglés pensado para realizar tareas de pago y facturació­n, que marcó la llegada de la computació­n a las empresas. Allí sentó las bases para la creación del lenguaje COBOL, un lenguaje de programaci­ón capaz de ser utilizado en cualquier computador­a y usado básicament­e en el ámbito de los negocios. Este logro sería decisivo en el posterior desarrollo software y en el de las computador­as personales.

Nombrada Almirante por la Casa Blanca, ganadora de la Medalla Nacional de Tecnología en 1991 por sus trabajos pioneros, a ella, muerta a los 86 años, se atribuye haber acuñado la frase- que el tiempo después desvirtuar­ía- “es más fácil pedir perdón que pedir permiso”.w

“Cuando empecé con la computació­n no sabía nada de computador­as. Claro, hice la primera”, diría, ya octogenari­a.

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